Una “tragedia familiar” fue el calificativo que usó, aparentemente desconsolada, la vicepresidenta y canciller, Martha Lucía Ramírez, al tener que confesar lo que el periodismo independiente había destapado: que tiene un hermano condenado por narco en Estados Unidos. Además de ello, en pocos meses, se le ha demostrado sus vínculos y negocios con los narcotraficantes “Ñeñe” Hernández, comprador de votos en favor de su gobierno, y “Memo Fantasma”. Similar caso al del nuevo embajador en Estados Unidos, Juan Carlos Pinzón, quien también tuvo que confesar tardíamente que un tío suyo está cumpliendo una larga pena de prisión por narcotraficante, como pasa también con un hermano del ex director de la Policía Nacional y ex vicepresidente de la República, General (r) Oscar Naranjo. O al del ex director de la Aerocivil, expresidente, exsenador y expresidiario Álvaro Uribe, rodeado de familiares, amigos, vecinos, testaferros, socios políticos y pilotos de confianza, investigados y condenados por narcotraficantes; además, por supuesto, de sus responsabilidades propias en ese negocio. Estos casos no son anecdóticos, extraordinarios o excepcionales. Al contrario, evidencian la relación estructural entre el poder político y el poder mafioso en Colombia, consolidado hoy en uno mismo.
Hace 50 años, el 17 de junio de 1971, el presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, declaró la “Guerra contra las drogas” y su consecuente prohibicionismo. La premisa es sencilla: por considerarlo nocivo buscar eliminar el consumo penalizando la cadena de producción, distribución y uso de sustancias. Cinco décadas después, según el Informe Mundial de Drogas de Naciones Unidas, las incautaciones de cocaína han aumentado: pasaron de 290 toneladas en 1990, a 700 en 2008 y llegaron a 1.300 en 2019. Aparentemente un gran éxito, pero en realidad un enorme fracaso pues la oferta potencial de cocaína no se redujo, sino que se incrementó: pasó de 770 toneladas en 1990 a 865 en 2008 y a 1.720 en 2018. A la par que aparentemente aumenta la represión contra la cocaína, la oferta crece y hace aún más rentable el negocio. El año pasado el tráfico de cocaína ingresó al país aproximadamente 10.000 millones de dólares, es decir, más que el petróleo y el carbón combinados. El poder económico, social y político de los capos del narcotráfico y sus representantes en la institucionalidad es más fuerte que nunca.
En ese sentido, la guerra contra las drogas no ha sido ningún fracaso. Al menos no para las élites históricas y las emergentes, asociadas a este multimillonario negocio. Al contrario, la guerra contra las drogas condujo al fortalecimiento y consolidación de los carteles, quienes han terminado por gobernar a Colombia, “legal” e ilegalmente, en asocio con las clases políticas tradicionales.
Quienes ostentan el poder institucional hoy no lo podrían hacer sin la existencia de los carteles y las bandas que los apoyan y sostienen. El Gobierno elegido con la financiación y compra de votos del narco, y la complicidad de carteles regionales y nacionales, persigue y pretende volver a envenenar con glifosato las insuficientes tierras del campesinado cultivador, criminaliza al joven consumidor y castiga severamente al eslabón más débil de la criminalidad, pequeños expendedores de barrio sin oportunidades de vida y mujeres enviadas como “mulas” al extranjero.
Este paradigma impuesto ha impedido la consolidación institucional de un verdadero Estado nacional democrático; ha contribuido a la pérdida de la soberanía, a la restricción de derechos y libertades individuales y al colapso del sistema judicial; a la vez que ha condenado a la muerte o al encarcelamiento a millones de personas, casi exclusivamente pobres y jóvenes, con inversiones multimillonarias destinadas al fracaso de sus supuestos objetivos, más aún cuando en gran parte del mundo, incluidos algunos estados de Estados Unidos, varias sustancias han sido legalizadas.
Uno se cuestiona si los sucesivos gobiernos y mayorías parlamentarias de turno no pueden ser tan obtusas, ciegas a la evidencia y supuestamente moralistas. No. El demostrado fracaso de la guerra contra las drogas es absolutamente funcional a su proyecto antidemocrático de nación, a sus antivalores discriminatorios, para la consolidación de un orden mafioso y excluyente.
A 50 años de la guerra contra las drogas, es más urgente que nunca insistir en su regularización para que el consumo sea lo menos problemático posible, el Estado reciba impuestos, la ciudadanía ejerza plenamente sus libertades, los pobres dejen de ser condenados a la muerte o a la cárcel, los poderes mafiosos no sean más gobierno y podamos elegir soberanamente nuestro propio destino.