Nací y pasé mi niñez en Colombia, en tierras americanas, sin nunca jamás escuchar alguno de los tantos lenguajes originarios que surgieron en ese continente. Los indígenas los estudiábamos en el colegio como los muestran en los museos. Según denominaciones y familias lingüísticas, sin que llegáramos a imaginarnos que eran pueblos vivos a unos cuantos kilómetros de distancia. Conocíamos mejor a los de las películas de vaqueros. Hoy, ya pasados muchísimos años viviendo por fuera de Colombia, reclamo: ¿Por qué se me negó la riqueza de conocer esta herencia cultural, se me negaron herramientas, saberes, otro tipo de acceso al ser humano? No estoy siendo romántica. Diferentes entidades, como por ejemplo el Grupo Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), resaltan el valor de saberes locales y de los pueblos indígenas para encontrar soluciones a los desafíos medioambientales que enfrentamos.
Este triste desconocimiento no es casual, ni tampoco un descuido. Más bien es la norma, un síntoma de lo que nos sucede. Somos un país con una herencia colonial muy poco digerida. Un país que prefiere mirar hacia adelante, hacia un «desarrollo» que no llega, con dificultad para siquiera considerar supasado traumático. Y no se trata solo de la terrible violencia de los últimos decenios. Se trata de un desprecio centenario de los unos por los otros, de violencia simbólica, o implícita en las relaciones de poder de una sociedad.
En una de las novelas colombianas más respetadas del siglo XIX, María, de Jorge Isaacs (1867) se lee: «Había en sus cantos tan sentida combinación de melancólicos, alegres y ligeros acordes; los versos que cantaban eran tan tiernamente sencillos, que el más culto aficionado hubiera escuchado con éxtasis esta música semisalvaje.»
El estereotipo del «salvaje» dicta la percepción del considerado «otro». Esta clasificación puede más que la evidencia de la sublime música, la cercanía a «nosotros». En el siglo XIX los prejuicios eran abiertamente expresados, parte de un imaginario nacional que otorgaba a los criollos el rol de mediadores de la civilización, como en otra parte he expuesto.
Hoy aún nos lideran los adalides del progreso y vivimos en «pigmentocracias» (Edward Telles), sociedades rotas que niegan lo que son, cada uno en sí mismo y en general: «ser un indio» es lo indeseable, sinónimo de atraso. Se perciben a sectores de la sociedad como lastres reacios a incorporarse a la modernidad: el racismo se mezcla inseparablemente con el desarrollismo.
Este imaginario no nos deja fluir con los tiempos y sus necesidades. Por ejemplo, Colombia vergonzosamente se abstuvo de votar por la Declaración sobre los Derechos de los Campesinos, ratificada en la ONU en el 2018. Ésta declaración justamente cuestiona el relato desarrollista que ve al campesino como un elemento a superar, relato que sigue siendo tan fuerte que no oímos que organismos internacionales advierten que son los campesinos, y no la agroindustria, los que nos permitirían un futuro sostenible.
Pasando al presente, tener consciencia de que la herida colonial nos constituye ayuda a entender mejor la conmoción social en Colombia. La sorprendente indiferencia de algunos sectores ante las víctimas de la violencia estatal, tal vez solo es posible porque se sienten a las víctimas muy lejanas, muy «otras». Es la misma indiferencia hiriente que se da en Europa respecto a los muertos en la fosa común mediterránea.
Veamos algunos ejemplos recientes de este desprecio hacia el “otro” colombiano: Son conocidos los chats interceptados a estudiantes de los Andes hablando sobre «la muerte de un ñero sin relevancia alguna en nuestra sociedad”. También queda plasmada la actitud arrogante en los audios filtrados, dados a conocer por El Espectador, del encuentro entre políticos del Centro Democrático y empresarios de Pereira, personajes que desdeñan no solo a sus compatriotas sino a los fundamentos de la sociedad. Aquí se habló despectivamente de jóvenes que “ni siquiera pagan impuestos”, o de que por “80 desgraciados” «no podían parar la producción nacional y la economía del país». Tanta arrogancia es hiriente y deprimente.
Al mismo tiempo ¡hay esperanza! Están los estudiantes, los miles de miles, que salieron a marchar. Provienen de universidades públicas y privadas obviando el enquistado clasismo y racismo. Son la generación que se pudo zafar de la hegemonía uribista, como señala Santiago Castro en una conferencia que sitúa el paro en perspectiva global.
El gran secreto para este país sería: mil voces. No una que quiere reducir a tanto país a una conspiración molecular, y a la que al menor descuido se le escurre el racismo y el clasismo como una baba que quema. Se ha defendido con tanquetas un sistema moribundo de glifosato, fracking y desarrollismo, de desprecio por lo campesino, por indígenas y afros, expresado en tratados incumplidos. El reconocimiento a la heterogeneidad ya está plasmado en nuestra constitución, también en el vilipendiado acuerdo de paz, pero pareciera que la inercia del establecimiento no le permite ver cómo ha evolucionado el país. Solo entendiendo que somos uno solo (y la epidemia no ha podido ser más clara al respecto), podremos salir adelante no solo como nación sino como humanidad.
La diversidad es riqueza. Lo es porque aumenta la resiliencia de la sociedad, entendida como la capacidad para resistir y recuperarse frente a adversidades, algo esencial en momentos de crisis múltiples. Para salir de grandes males no podemos repetir las mismas formulas que nos vienen matando, necesitamos herramientas, en plural, modos de vida, saberes distintos, que nos saquen de nuestros esquemas. El mundo necesita nuevas opciones que respeten la vida sobre el planeta, culturas que, como J. Riechmann dice, se podrían llamar «campesinas», compañeras de las indígenas: las que tienen sus raíces más hundidas en la Tierra.
¡Como nos crecerán las alas si dejáramos de despreciarnos a nosotros mismos! Lo dice el poeta mapuche, Elicura Chihuailaf, desde las entrañas de lo que hemos querido negar pero que conforma profundamente nuestro continente: “Nuestra lucha es por la ternura”.