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La gata clandestina

En Colombia el tema de los refugiados afganos se ha tomado a la ligera, mejor: como una broma. Memes, sainetes, caricaturas, payasadas y chistes de mal gusto sobre la llegada de los refugiados afganos han saturado las redes sociales y las cadenas de watsap de los colombianos, lo cual dice mucho de la colombianidad, un híbrido de la cultura dominante que fusiona la violencia con la inmoralidad y el folclorismo.

Inmigrantes en El Mediterráneo

Imagen de "El Faro de Ceuta"

A principio de año una gata cruzó el Estrecho de Gibraltar. Había escapado de Marruecos con rumbo a España. La felina, de escasos cinco meses, llegó deshidratada y con diarrea. Según la normativa la pequeña sería repatriada o sacrificada. Salvamento Marítimo la había rescatado en el Mar de Alborán y llevado hasta el puerto de Motril. La gatita venia en manos de una niña de 10 años quien, junto a medio centenar de personas, se echaron al mar en una patera huyendo de algo o de alguien. 

La gatita contó con la fortuna de que el Zoo de Castellar de la Frontera, Cádiz, se hiciera cargo de ella hasta su recuperación, para luego devolverla a la niña que es su dueña. La suerte de la gata está ligada a la niña. Son, como en la canción de Manu Chao, unas rayas en el mar, inmigrantes clandestinas. La niña es una de los cientos de millares de personas que huyen de sus países de origen por diversos motivos: hambre, guerra, persecución sexual, sequía, discriminación religiosa, matanzas, sanciones económicas, invasiones, desastres naturales, orfandad, extorsiones y un largo etcétera. 

Afganistán está hoy en el ojo del huracán, como antes lo estuvo Sudán, Colombia, Venezuela, Siria, Haití o Somalia. La lista es larga. Tan larga como los fenómenos económicos, políticos y ambientales que sacuden a las entrañas de la tierra y oprimen el espíritu de quienes habitamos en ella. La gravedad de los acontecimientos políticos y los desastres naturales nos lleva hacia el pesimismo. El conflicto armado en el noroeste de Nigeria es devastador. La declaración del Estado de Ambazonia en Camerún tiene a millones de civiles atrapados. La violencia y el hambre cobra la vida a miles de habitantes del Sahel (Burkina Faso, Chad, Malí y Niger). El frágil acuerdo de paz en Libia pende de un hilo. La ONU advirtió que cuatrocientos mil niños podrían morir de hambre en 2021 por la guerra de Yemen. Cientos de mujeres son violadas en el Tigray, la región de Etiopía en la que se libra un conflicto armado. La Peste en la India tiene ribetes bíblicos. Las sequías y las inundaciones están matando a miles de personas en Pakistán, India, Bangladesh, Sri Lanka y Nepal. En Honduras y El Salvador la gente huye del terror impuesto por las organizaciones criminales. 

Los flujos migratorios de los últimos años parecieran no tener lógica. Es un flujo caótico, rocambolesco, que pareciera no tener brújula. Eso explica que en Necoclí, un remoto pueblo de Colombia, se hayan juntado miles de inmigrantes de Suramérica, África y Asia, buscando una intrincada y azarosa ruta hacia el norte. Eso explica que, de un día para otro, el Gobierno de Colombia anunciara la llegada al país de cuatro mil refugiados afganos patrocinados por los Estados Unidos. Eso explica que cientos de miles de colombianos y colombianas hayan abandonado el país en los últimos años para evadirse de un territorio en la que imperan la violencia, la corrupción, la impunidad y las mafias. Gente colombiana que se va juntando en Chile, Argentina, España, Francia, Canadá, Ecuador, Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Suiza o cualquier otro lugar de la tierra en la que no los maten por pensar o protestar, y donde el trabajo o el estudio no sean un privilegio. 

En Colombia el tema de los refugiados afganos se ha tomado a la ligera, mejor: como una broma. Memes, sainetes, caricaturas, payasadas y chistes de mal gusto sobre la llegada de los refugiados afganos han saturado las redes sociales y las cadenas de WhatsApp de los colombianos, lo cual dice mucho de la colombianidad, un híbrido de la cultura dominante que fusiona la violencia con la inmoralidad y el folclorismo. Cuando se tiene un listón de valores tan empobrecido la idea dominante sobre la inmigración puede oscilar del odio a los venezolanos a la burla de los afganos. 

Valga un ejemplo. Junto a Girona, la ciudad catalana, hay un municipio llamado Salt en la que residen un poco más de treinta mil personas en unos seis kilómetros cuadrados. El 40 % de la población de Salt es inmigrante. Allí, según el padrón municipal de 2021, residen 175 personas de nacionalidad colombiana. En ese municipio catalán, cuyo número de habitantes es comparable al de Luruaco -donde inventaron la arepa de huevo-, cohabitan personas de 87 nacionalidades: guineanos, rusos, peruanos, filipinos, polacos, marfileños, hondureños, moldavos, italianos, georgianos, suizos, jordanos, nepalíes, chilenos, argelinos, uruguayos, belgas, armenios, venezolanos, estadounidenses, gambianos, daneses, etcétera. La migración es un asunto muy serio para dejarlo en manos de políticos irresponsables, demagogos y cuentachistes, como está ocurriendo en Colombia.  

Escritor y analista político. Blog: En el puente: a las seis es la cita.

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