Es, o era cuestión de tiempo. Los ríos y mares pueden esperar décadas y siglos enteros antes de retomar su lugar a través de crecientes y mareas que suben y bajan; un mordisco a playas superpobladas es una forma de dar una lección que varios han pagado con concreto, vara y espolones pobremente diseñados en el Caribe colombiano, por ejemplo.
Las concesiones carboneras que prometían más de 30 años de exploración y explotación van llegando a su fin. En febrero de este año, tras la caída de los precios del carbón -una de las consecuencias económicas de la pandemia-, la mina Prodeco empezó a gestionar el retorno de sus concesiones y a ofrecer planes de retiro para sus empleados en la Jagua de Ibirico, el segundo municipio productor de carbón en Colombia. La expansión de los hoyos que van al centro de la tierra transforma el paisaje. La vida, la salud y las economías de la enorme cadena de personas involucradas a su paso comenzaron a frenarse. A su vez, empresas como la Drummond implementaron planes de reforestación y recuperación de ecosistemas ubicados en el área de influencia de su actividad en este mismo municipio del Cesar. Los rumores corren. “Es por la transición”, dicen, pero ¿la transición hacia qué?
“La mina compraba el café que producíamos
Mi esposo trabajaba en la mina, pero lo despidieron
El hijo mío quería trabajar en la mina
Manejaba la volqueta que va tirando el agua para que no se levante el polvo
Se enfermó con el polvillo que sale por ahí, el mismo que ensucia la ropa de todos los que vivimos en la Jagua”
La mina, la mina, las minas.
La mina hizo que viejos oficios y comercios disminuyeran, el arroz y el maíz perdieron popularidad en el comercio. La mina trajo expectativas de ascenso social más competitivas que la arriesgada vida campesina de precios y cosechas fluctuantes. La mina influye entre un 80% y 90% en las economías del municipio, dice el alcalde de la Jagua. La mina, mejor, las minas, se están retirando y los empleos disminuyen, las compras de café también y las habitaciones que eran rentadas a sus empleados se vacían con el paso de los días.
Una economía en transición que abre paso para que otras sean recordadas.
En Barichara, Piedecuesta y Charalá esa transición se expresa en el contrapunto entre dos productos: el algodón y el tabaco. El señor Ignacio, campesino, tejedor, de familia que de oficio araba la tierra con buey, habla de una de esas transiciones que se sospechaba irreversible:
“Estos campos eran muy algodoneros. A mí me pedían que arara los campos con mi yunta de bueyes para sembrar algodón. Ese algodón lo comerciaban bastante para Boyacá. Y eso fue así hasta que llegaron las tabacaleras y la gente se puso a sembrar fue tabaco… hasta ahorita”
El tabaco, que llegó con la colonización, se fortaleció con la llegada de las tabacaleras a Santander a mediados del siglo veinte (1954). Estas no abrieron profundos hoyos en la tierra, pero sí transformaron los paisajes teñidos de mota blanca y a veces rubia del algodón, con las hojas alargadas y las flores rosadas y blancas del tabaco. El comercio con Boyacá se desestimuló -o bien encontró otros motivos-, y el algodón comenzó a ocupar el lugar de los patios traseros o interiores de las casas de tapia pisada y bahareque típicas de esta región.
Ya es usual que aquellas especies que pierden popularidad en el mercado, ganan el espacio del pancoger o, por su belleza, terminan ocupando un lugar en la vida cotidiana como decoración. El algodón crece entonces en esos patios y es resguardado junto con las viejas historias de cuando fue bonanza.
Desde agosto de 2020 en estas tierras ocurre otra transición con la retirada de la British American Tobacco(BAT). En este caso, la disminución de la demanda y la caída del bolívar venezolano
-aliado en la comercialización-, influyeron en la transformación de la economía del tabaco. Los campos se ven y huelen diferente en Santander y las instalaciones de la BAT parecen menos activas. La gente se pregunta qué va a hacer con su tiempo, con su economía. En estos años de bonanza tabacalera, un municipio como Piedecuesta produjo el 70% del tabaco de toda Colombia.
¿Qué se va a poner a hacer toda esta gente?
La pregunta legítima genera una mezcla de temor e ilusión entre las estribaciones y el piedemonte de la Serranía del Perijá y la de los Yariguíes, la primera rodea a la Jagua de Ibirico (Cesar) y la segunda a Barichara y Charalá (Santander). Pareciera puro sentimentalismo pensar que esta necesidad de transición de las economías del siglo veinte le abre un espacio a la memoria. Inevitablemente surgen las conversaciones sobre los oficios y vocaciones antes de las bonanzas del tabaco y del carbón: el algodón, el maíz, el arroz, el tejido, el fique, las técnicas que surgieron de la necesidad de convertir la hoja en fibra y color, o de fermentar frutos del bosque seco para convertirlos en vinagre y alcohol. Fibras, semillas, técnica y oficios, todos son elocuentes a la hora de pensar y repensar las vocaciones de los territorios y sus gentes en estas coyunturas económicas. Algunos dirán que es necesario ir para atrás para andar hacia adelante.