En la junta de vecinos ha habido un conato de golpe contra el poder. La vecina del primero ha convocado de urgencia a una reunión para derrocar a la vecina del tercero, actual presidenta de la comunidad.
Nos encontramos en el rellano a la hora acordada, cada quien con su silla. Con las manos temblorosas y las gafas empañadas por la mascarilla, la rebelde del primero leyó un documento de varias páginas en el que acusó a la presidenta de gestionar con lentitud el tema de las goteras del garaje, algunas grietas, y otras reformas urgentes previstas desde hace años. La acusó también de malversación de fondos. Por favor, no te ofendas, pero no tengo ni idea que estás haciendo con la pasta, tía, perdón por desconfiar. No te lo tomes personal, ¿eh?
La presidenta, ligeramente alterada a juzgar por el sudor de su frente y su elevado tono de voz, desmintió cada una de las acusaciones. Recostada en el ventanal, con los brazos cruzados y la mirada alta, quiso renunciar a su cargo indignada, pero antes se aseguró de dejar a la vecina del primero en un penoso lugar. Mira, maja, tú vienes aquí a quejarte, pero te recuerdo que debes un mes de cuota. Aquí tienes, guapa, dijo mientras sacaba del bolsillo un papel a modo de espada de la victoria. Que nadie diga que no estaba preparada para su propio juicio.
La mayoría de vecinos apoyaron a la actual presidenta, porque son muchos los que prefieren una figura inamovible en el poder que se encargue de todas las gestiones; porque lo de turnarse el cargo, compartir responsabilidades y procurar mayor transparencia con las cuentas da mucha pereza. Que lo haga otro, y que haga lo que sea para conseguirlo, mientras yo no me entere y no me afecte. Los demás, entre quienes me incluyo, pensamos que no es bueno atornillarse en el poder ni para presidir una junta de vecinos y votamos a favor de cambiar de presidenta.
La vecina rebelde parecía asustada. Hablaba en un tono de voz demasiado bajo, y se excusaba constantemente por su intención de agilizar las gestiones pendientes y necesarias en el edificio. A pesar de lo importante de sus reclamos, se le veía avergonzada por cuestionar la autoridad. Me dio algo de lástima verla débil y dubitativa, pero creo que apoyarla estuvo bien, porque estoy convencida de que el poder es como una olla de lentejas. Hay que removerlo constantemente o de lo contrario se pega y no hay quien se lo quiera comer.
El momento, que resultó tan incómodo como divertido, me hizo pensar en el ejercicio del poder, en la importancia de aprender a defender nuestras ideas, y en lo útil que resultaría para la vida, así en general, que nos enseñaran a perder desde que empezamos a compartir con los demás.
Cuando yo estaba en segundo de primaria hicieron un reinado de belleza en el colegio. Desfilé en traje de baño verde esmeralda, bailé bambuco con un niño que no conocía, hablé de mis aficiones infantiles frente al micrófono y repartí galletitas entre los asistentes. Nena, tú eres la más linda, pero ten presente que hay otras candidatas y no es seguro que tú ganes, tienes que estar preparada, repitió mi madre sin descanso durante una semana antes de mi prematura exposición.
Ganó Katherine. Alta, blanca y rizos dorados. Atributos con los que físicamente me resultaba imposible competir. La odié a ella y también a mi madre, aunque reconozco que la fatal advertencia previa al desfile me ayudó a encajar con dignidad el casi, pero no. Virreina de seis años.
Supongo que desde entonces tengo cierta aversión a ocupar el primer lugar. Nunca fui la número uno de mi clase, jamás escuché mi nombre en una izada de bandera en el colegio y por no ganar, no me he ganado jamás una rifa. Solo sé que si yo fuera la presidenta de la comunidad buscaría una y mil maneras de abandonar el cargo. Pero entiendo que hay quien disfruta del poder por pequeño que sea.
Ser la número uno, la representante, la que manda, a la que se le hace caso, es algo que resulta muy atractivo. Sin embargo, a mí me resulta insoportable. Puede que tenga la autoestima lastimada irreparablemente, pero me aterra la idea de ser la cara visible, el estandarte, el icono, cualquier cosa que suponga ocupar ese lugar destinado a los más grandes, porque pienso que, así como gozan de gloria, son los primeros en sufrir la deshonra, el rechazo y la acusación. Si el presentador de noticias tiene problemas con el audio en un directo, poco importan los errores del técnico de sonido. La audiencia siempre recordará la cara de angustia del presentador. Siempre.
El poder requiere de una gran responsabilidad. Que te adulen y te sigan significa que representas algo para los demás. Tal vez un ideal o una simple proyección del deseo, a lo que aspiramos ser, no lo sé, pero sé que no da descanso, que no admite error y le resta mucha humanidad a quien ejerce ese poder. Me abruma ser quien dirige, quizá porque confío demasiado en el valor de un guía y desprecio el mandato del tirano, de aquel que no controla su ira, su verbo, el que siempre quiere tener la razón, el que no escucha y solo habla de sí mismo.
Ser la número uno siempre me ha parecido muy inquietante. En cambio, un discreto número dos que no necesita lucirse me parece mucho más cómodo. Al fin y al cabo, es el lugar donde se toman las decisiones importantes, el primero solo las repite. Yo prefiero ser virreina. Siempre he pensando que de haber nacido en una familia real me hubiera gustado ser la prima decimoséptima en el orden de sucesión al trono. Es decir, la que nunca lo va a conseguir, pero duerme tranquila sin fotógrafos en la puerta de su casa, y goza de todos los beneficios económicos de pertenecer a un clan de poderosos.
Hace unos años, una profesora de mi hijo me dijo que nunca había conocido a un niño que no tuviera miedo de la autoridad. Algo que me hizo sentir orgullosa porque le dije que era yo quien enseñaba a mi hijo a respetar la jerarquía, que ojalá algún día la admire, que la cuestione siempre, pero que no le tema nunca. Porque si le teme no hay autoridad, hay autoritarismo, y eso siempre es peligroso para cualquier comunidad.
¿El poder para qué? Preguntó Darío Echandía poco después del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán en Colombia, por allá en 1948. La pregunta la hizo un liberal que, en su momento, fue considerado la antítesis del político tradicional, y que llegó a ser presidente, aunque no quería serlo. ¿El poder para qué? No tengo la menor idea, pero si a usted le gusta, solo le pido, desde mi discreto segundo lugar, que tenga siempre presente lo que le dije a la profesora de mi hijo.