Lo que está ocurriendo en Colombia es una auténtica revolución ciudadana. Es mucho más que un triunfo histórico de la izquierda, del progresismo o de los sectores democráticos. Los hechos que se han desencadenado a partir de las elecciones del domingo 13 de marzo y en lo corrido de esta semana, con la defensa de los votos por parte de una ciudadanía activa y movilizada, son la evidencia física de la metamorfosis democrática de la sociedad. Se viven días que harán que el país cambie para siempre. Los ciudadanos han decidido tomar la historia en sus manos y poner a las élites tradicionales, corruptas, asesinas y mafiosas, en su lugar. Es urgente entonces que la izquierda colombiana encuentre el suyo, que también debe ser completamente nuevo, si quiere ser parte del cambio.
La narrativa hegemónica sobre la historia y la situación del país, y el poder corrupto y mafioso dominante, se han agrietado de manera estructural gracias al ariete de las mayorías empoderadas. Esto va más allá de los millones de votos de Petro y el Pacto Histórico y la derrota de la clase política tradicional y sus señuelos del centro. Por primera vez, desde los días de Gaitán, una narrativa nueva, alternativa y de cambio, que moviliza a los habitantes del país para transformarlos en ciudadanos activos y beligerantes, empieza a imponerse como hegemónica. La acción decidida de ciudadanos libres y autónomos le empieza a torcer el pescuezo al dominio sanguinario que han impuesto las élites corruptas. Por eso se movilizan al máximo los ciudadanos que defienden el cambio y los que quieren preservar el orden de cosas actual. Esto apenas empieza. Se percibe en el horizonte la llegada de un nuevo contrato social, escrito sobre bases verdaderamente democráticas y de justicia.
Los que han mordido el polvo no son solo los candidatos del establecimiento. El grotesco y gigantesco aparato mediático ha sido puesto de rodillas por las voces alternativas, que han sabido aprovechar mejor que nadie las nuevas herramientas tecnológicas y que han puesto en evidencia el carácter embustero de la industria informativa nacional. La elección como congresista de Luís Alberto Tejada, el “cucho” del canal dos, el periodista que arriesgó su vida para cubrir la resistencia de los jóvenes caleños es una muestra de ello. Ver a Vicky Dávila rendida ante la figura de Francia Márquez, en su más reciente entrevista, es un bálsamo reparador.
La composición de las listas al congreso y los precandidatos del Pacto Histórico son la viva imagen de la nueva política. Afrocolombianos, indígenas, lideres estudiantiles, excombatientes, campesinos de ruana, intelectuales demócratas, sindicalistas, y todos esos que hasta hace poco tiempo eran perfilados por el ministerio de defensa y tildados de terroristas, son ahora la nueva cara de la política nacional. Francia Márquez es la mejor representación de este fenómeno, pero también en el exterior se impuso ese criterio. Karmen Ramírez Boscán, una mujer indígena, expatriada como millones de colombianos, residente en Berna, le ha arrebatado la curul de colombianos en el exterior al uribismo y el clientelismo cristiano. Algo inimaginable hasta para los más optimistas. Ellas y ellos representan esas nuevas ciudadanías que empiezan a convertirse en poder político real, haciendo añicos la compra de votos y los intentos de fraude.
Es natural que, en medio del fragor de la contienda democrática y los efluvios del triunfo, los análisis y comentarios se dirijan hacia los derrotados, los culpables de la debacle social, política y cultural de Colombia en el siglo XX. Sin embargo, si la izquierda aspira a conducir este proceso de transformación radical, debe empezar a mostrar que también está en capacidad de transformarse, de hacer la autocrítica. Me preocupa que de eso no se está escribiendo tanto.
Todo lo dicho hasta acá no es solo una lección para la política tradicional de derecha, constituye también un poderoso mensaje para las estructuras tradicionales de la política de izquierda, sino pregúntenle al camarada Jorge Enrique Robledo y al Moir. La izquierda y quienes militamos en ella, debemos abandonar la idea de que somos almas benditas a las que no nos afectan los fenómenos políticos, económicos y sociales que han gangrenado la vida en Colombia. Esa es la “superioridad moral” que estamos llamados a abandonar. De lo contrario, nos esperan descalabros como el de los Moreno Rojas, el del cura Hoyos o el de las propias Farc. Debemos aceptar que, en parte, también nos cabe mucho de la responsabilidad por lo ocurrido con la sociedad colombiana en el siglo veinte. Somos más que víctimas del sistema.
Está más que claro que sin la resistencia del comunismo, del camilismo, del maoísmo, del anarquismo, de los compas del eme, y de tantos otros combos de la zurda heroica criolla, jamás hubiéramos llegado a este punto. “No se puede sufrir del adanismo que piensa que todo es nuevo”, me dijo un día Álvaro Vázquez en uno de los pasillos de la sede del Partido Comunista. Discutíamos sobre la autonomía total que yo defendía para el movimiento estudiantil y que en parte me costó la militancia en la Juco. No éramos cientos de miles los que marchábamos contra Uribe en sus años de presidente. Cuando lanzamos la primera campaña por el desmonte del Esmad, tras el asesinato de Nicolas Neira el 1º de mayo de 2005, fueron solo unos pocos los que nos acompañaron a poner la placa que lleva su nombre en la calle 19 con séptima, casi al frente de la placa que recuerda a Jorge Eliecer Gaitán. Estamos parados sobre hombros de gigantes, dijo Newton, y eso también aplica a la política. Pero no es el discurso antimperialista y revolucionario el que ha triunfado en las elecciones del 13 marzo. No son miles de jóvenes organizados en células partidarias los que se han movilizado para defender la paz y para votar por el cambio.
La identidad es algo en permanente construcción. Son tres movimientos en uno, nos explicaba Sergio de Zubiría algún día a las orillas de un río en Rivera, Huila. Siempre tenemos que estar decidiendo a qué herencia renunciamos, qué herencia conservamos y qué cosas nuevas introducimos. El nuevo contrato social que la ciudadanía está exigiendo en Colombia requiere una izquierda de nuevo tipo, capaz de aportar a un nuevo proyecto de país. Todo parece indicar que estamos en el camino correcto. Por primera vez, en lo que tengo de memoria política, la gran mayoría de la izquierda se ha lanzado a las elecciones en una sola lista y además cerrada. Ese fue uno de los primeros milagros operados por el Pacto Histórico. No es momento para ortodoxias, hay que preservar el fuego.