Rebeca Buendía, la hija adoptiva de José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, los fundadores de Macondo, solía comer tierra cruda y húmeda en secreto, quizás porque era el único olor que le traía el recuerdo de su origen: las antiguas tribus caribes de donde procedía. La nostalgia que, aunque también la llevaba en una bolsa en forma de huesos, era más profunda y grave en la sustanciosa tierra, quizás porque al fin y al cabo es el principio y el fin de la aventura de la vida.
La nostalgia es una condición humana. En mi mente aparece clara y nítida la imagen de los platanales de las tierras bajas del sur de Colombia, donde el trópico descompone la naturaleza a una velocidad de vértigo, cuando escucho La flor de la canela en la versión de María Dolores Pradera. Al escucharla, aparece nítida y fecunda la hojarasca podrida y la niñez perturbada por la nostalgia de lo que aún no era y por lo que podría ser en el futuro. Al igual que Rebeca, me gustaba ese olor a eternidad podrida de las guayabas, los limones, las granadillas y los plátanos diluidos en el humus de la tierra.
Marcel Proust lo entendió muy bien y nos recalcó hasta el cansancio que el tiempo se guarda mejor en los olores. Para recuperarlo, solo hay que activar las glándulas pituitarias con el combustible del recuerdo, pasarse por una casa abandonada o adentrarse en los platanales para obtener, ya en la edad adulta, las sensaciones de la niñez, esa que aún no estaba contaminada de la guerra y los traumas de hoy.
Rebeca Buendía trajo la peste del insomnio a Macondo, pues la nostalgia tiene esa particularidad de robarnos los sueños y meternos de lleno en otras emociones que no son exactamente lo que nos hubiera gustado hacer. O, al contrario, sentarnos a escribir la historia de nuestras nostalgias o las nostalgias de la historia. O irnos más lejos de lo lejos para que la nostalgia de un amor o de una herida sin remedio no nos siga atormentando, aunque la experiencia nos diga que es un recurso inadecuado, porque la nostalgia es más nostalgia entre más lejos estemos del presente.
En los tiempos actuales donde todo es mercancía, desde la alimentación a la vivienda, la salud y el placer, la vida privada, la libertad, los sueños, la muerte, he escuchado a mucha gente quejarse de que los inmigrantes no se han enterado aún de que la nostalgia puede ser una fuente de negocios como ninguna otra. Y además inagotable. El insomnio, por ejemplo, da buenos resultados a las farmacéuticas. La tristeza y la melancolía que ahora, en términos comerciales, la llaman depresión, tiene enfrentadas a las empresas productoras de medicamentos por el mercado. Y ni qué decir de la peste. No de la peste del insomnio que trajo Rebeca a Macondo, de la cual Arcadio Buendía no sacó un solo centavo en provecho propio por su gestión sanadora, sino de la peste de coronavirus que ha azotado a la humanidad durante los últimos dos años y que ha representado la mayor depredación de recursos de los pueblos en favor de las grandes empresas sanitarias.
Pero la queja de que los migrantes latinos de estos tiempos no aprovechamos bien la nostalgia como materia prima de un buen negocio no es del todo cierta. En la estación de Oporto del metro de Madrid, desde las tres de la tarde se instalan ecuatorianos y peruanos con sus canastas de humitas, choclo, refrescos importados por empresas más grandes, ceviches y hasta cervezas de la tierra. Es una actividad clandestina, pues la venta de comestibles al aire libre está prohibida en todo el país. Le pregunto a Laura Quetial si logra sobrevivir con la venta de empanadas y humitas, y entre risas dice que sí, y que no son pocas las familias que no solo viven de esta actividad, sino que les alcanza para enviar remesas a sus familiares.
Antonio Suárez, uno de los muchos propietarios que regentan panaderías en el centro de la ciudad, dice que el pan colombiano, la natilla, la torta, el sancocho y la bandeja paisa son productos que atraen a los compatriotas; y que muchos de los consumidores, atraídos por los recuerdos, no les importa el precio. “Compran porque vuelven a sentir el aroma de su país en estos olores”, dice. Podemos, es verdad, encontrar la patria en un plato de sancocho, y de una manera más auténtica y feliz.
Marc Alcaraz, en La Vanguardia de Barcelona, nos trae a cuento el despertar de este fenómeno: “Uno de los primeros casos masivos de consumo de nostalgia llegó hace unos años con el juego de realidad aumentada basada en Pokémon y su ecosistema. Pokémon Go daba una nueva vida a lo que en su nacimiento era un producto terrenal, apoyado en cromos coleccionables. Con Pokémon Go miles de aficionados se lanzaron a las calles de grandes ciudades en busca de personajes virtuales solo visibles a través del teléfono móvil. Para The New York Times, fue «el primer producto de nostalgia de consumo masivo» de la generación de los millennials”.
Pues bien, la venta de nostalgia no se ha masificado entre la migración, al menos en Madrid, (a excepción de restaurantes y panaderías de origen latino, africano o Europa del Este). Podría haber dado buenos resultados abrir cineclubes para proyectar las películas que hicieron parte de otras épocas y otros rumbos. Distribuir a un León Gieco, a un Silvio Rodríguez, a los Parra, a una Sonora Matancera o un Julio Jaramillo como economía de subsistencia o como empresa para grandes consumidores. Pero las cosas han cambiado. Hoy hay una segunda generación de migrantes que ya no les apuestan a estos negocios porque esta clase de nostalgia ya no les pertenece.
Marc Alcaraz, sin embargo, piensa que “con el aumento de la longevidad, el marketing de la nostalgia tiene más mercado. Su razón de ser es conseguir que los consumidores volvamos a revivir experiencias y recordemos lugares, personas, objetos, animales o canciones que años atrás nos proporcionaron momentos de bienestar. Para las marcas es un camino muy interesante, ya que la nostalgia consigue una conexión emocional con el cliente y ese es un enlace muy fuerte entre marca y consumidor”.
Yo me imagino a Pablo Neruda pasando frente a una panadería en París cuyo olor lo hacía llorar a gritos. O a César Vallejo velándose, también en París, de cuyo acontecimiento ya tenía el recuerdo: la nostalgia de haber vivido su propia muerte. Y a Albert Camus sentado en una mesa con la nostalgia de las pestes medievales en las cuales ya estaba implícita la peste de hoy, y la peste del insomnio de Macondo y el olor a naturaleza podrida de las tierras bajas colombianas. Es la nostalgia, no como negocio, sino como fuente de creación, de poesía, de teatro, de música, la que a mí me despierta a la vida.
En todo caso, cuando ya se pierda toda iniciativa de supervivencia en la diáspora migratoria, no hay que olvidar que la nostalgia es una fuente de vida a la cual se puede acudir para montar un restaurante, un local de productos de su país de origen o una taberna donde saborear un buen licor nacional y escuchar las canciones de nuestros mejores tiempos. Incluso, ya sea como negocio o como ejercicio mental, la nostalgia también funciona como terapia para analizar qué ha fallado, qué pena, qué silencio, qué abandono, qué infinita tristeza, qué orgullo o pretexto nos ha traído hasta el momento presente y cómo podemos aprovechar la nostalgia para mejorar el futuro.