¿Recuerdan quienes éramos hace apenas un mes y medio? ¿Antes de las casi 20.000 personas muertas en España? ¿Las más de 150 de Colombia? ¿Las 130.000 en todo el mundo (y seguimos contando)? ¿Antes del más de un millón de contagiadas y contagiados? ¿Antes de que el planeta se encerrara en sus casas (quienes las tengan)? ¿Se acuerdan de cómo éramos y de qué relación teníamos con todo lo que no éramos nosotras y nosotros? A ratos todavía tenemos la sensación de estar allá, a ratos estamos convencidas de haber llegado a un mundo nuevo. Es este.
Y en mi casa ya lo habíamos visto: lo fotografiaba mi hermano. En estos días muchas de nosotras y nosotros pensamos en la gente que ha muerto justo antes de la pandemia. Personas enfermas o muy mayores que hoy estarían asustadas o que no estarían suficientemente acompañadas hasta su muerte o cuyas cenizas tendríamos que salir a pedir cuando terminara el confinamiento con el número de identificación que hoy dan en muchas ciudades europeas cuando creman a un familiar nuestro que ha muerto solo, ha agonizado aislado y ha sido cremado sin la compañía de nadie que lo quisiera (aunque estoy segura que más de una enfermera, más de un enfermero se ha turnado para no dejarlos marchar solos, que las personas de las funerarias guardan un temeroso momento de silencio, que las trabajadoras y los trabajadores que abren fosas comunes a destajo lloran). En estos días, digo, muchas personas pensamos en quienes ya no están. Y sabemos que tendrían una insoportable sensación de pánico que no sabríamos cómo ayudar a blindar.
Mi hermano Rómulo murió el pasado diciembre. Murió profundamente querido, acompañado, en paz, adorado, cuidado, tras haberlo intentado todo, sin que se le privara el acceso a cualquier recurso, sin que se sintiera nunca solo, sin más miedos añadidos al miedo abismal de la muerte. Murió con nosotros: su familia, que pudimos también morir un poco con él. Despedirnos. Decirle cuánto lo queríamos, tocarlo, pedirle que se fuera en calma, acariciarlo hasta que se apagó… Estuvimos con su cuerpo inerte hasta que del estupor y la inmensa tristeza orgánica que se apoderó de todas nosotras y nosotros, una voz interna nos dijo que era momento de volver a casa. Sin él. Y hoy podemos decir que no murió solo, que no supimos de su muerte por teléfono, que no nos quedó nada por hacer, que pudimos vivir el tránsito imprescindible que ayuda con el tiempo a asumir la muerte.
Hoy la muerte de mi hermano sería un lujo en casi todos los países del mundo. Sobre todo en Europa y el norte de los Estados Unidos, donde esta pandemia se ha cebado de una manera especialmente esperpéntica y desde donde observamos con temor cómo se acerca a países de América Latina, África (pobre, pobre África) y el sudeste asiático. Estas últimas semanas de contar los fallecidos y las fallecidas por decenas ha modificado radicalmente y sin que hayamos tenido tiempo para entenderlo nuestra relación con la muerte y las despedidas. No le hace desde dónde leamos esto: nuestros muertos y muertas de hoy no son nuestros muertos y muertas de hace un mes. En ningún país del mundo. Y este planeta tampoco es el que habitábamos hace apenas seis semanas. Hoy es un lugar más nítido, más limpio, más vacío, probablemente con habitantes más humildes y conscientes de su (nuestra) vulnerabilidad, más desconcertante, menos previsible, con más presencia animal, con una generosidad infalible, un desconcierto y un deseo común. Algo que no hubiéramos creído posible. No le hace que estemos en Nicaragua y veamos una pobreza inabarcable; que estemos en México y hayamos aprendido (lamentablemente) a convivir con la violencia y la muerte; que vivamos en una gran capital africana; o que escribamos desde un país tan remoto en nuestro imaginario como Nepal. Hoy, el mundo es otro. Y en los países en los que esta pandemia todavía no ha explosionado, triste, tristemente, el mundo cambiará en los próximos días.
La relación con el miedo y la valentía, la seguridad desde los países emergentes de ser capaces de soportar mucho más que en otros lugares del mundo, la sensación de que la pobreza prácticamente ha inmunizado a millones de personas o el mito de que en países calurosos afectará menos y que la gente sin recursos ha soportado muchas, muchísimas pandemias, y pueden con una más, es falso. De origen, no es más fuerte un senegalés que un sueco (por resumir algunas de las muchas falacias racistas en las que insisten presidentes impunes como Bolsonaro o el desquiciado de Donald Trump). Este inestabilidad que hoy compartimos no es un problema de territorios y sí, sí ayuda la riqueza. No logra evitar la muerte, pero si a menguar los efectos de este virus que hoy nos tiene a todas y todos contra las cuerdas. Tratando de entender qué es lo que está ocurriendo. Sintiéndonos todas y cada uno de nosotros en un mundo distinto. Y todavía no sabemos ni a qué sabe, ni qué implica ni cómo lo vamos a tratar.
Mientras, lo observamos vacío. Y podemos ver en el sufrimiento la belleza, en la soledad el vacío, en los demás el miedo que nos tenemos y lo mucho que somos capaces de herirnos. Podemos ver nuestra común capacidad de resiliencia, nuestra tozudez para combatir a la muerte, en la esperanza la amenaza. Sí, hoy vemos en este mundo lo que antes parecía que solo el arte podía aislar. Lo sé porque me lo enseñó mi hermano.
Mi hermano Rómulo fue un fotógrafo extraordinario que vivió en Nueva York, La Habana, Bangkok, Barcelona… Conocía el mundo. Lo había recorrido mucho y lo había entendido desde lugares y tiempos radicalmente opuestos. Él sí supo ver cosas que nos parecían no improbables, sino absolutamente imposibles. Supo capturar con su obra la lucidez, su capacidad crítica, el aviso de lo fácil que era hacernos daño, su necesidad de descubrir lo humano en el terror, la fragilidad en la soberbia, el amor tras el terror, la esperanza obtusa e insistente, esas ganas de seguir viviendo a pesar de todo… las imágenes extrañísimas con las que hoy ya convivimos, este planeta vacío, la belleza que se esconde en nuestra terca voluntad de seguir vivas, vivos… Y viceversa. Esta mirada contradictoria y depurada que hoy lo abarca todo. Y ahora sí estamos en el mundo que mi hermano podía ver. Tan amenazante, bonito e incomprensible como mi hermano supo verlo, capturarlo y transmitirlo. Y en mi familia, gracias a él, hoy reconocemos este paisaje remoto que nos recuerda vagamente al mundo que recordamos de hace unas semanas y que sin embargo nos parece absolutamente nuevo. Probablemente porque no hay duda, como decía Oscar Wilde, de que la naturaleza imita el arte. Y el arte, lo sabía mi hermano y lo sabemos muchas de nosotras y nosotros, es el lugar de la tensión y la resistencia. Este y no otro es el nuevo mundo en el que a ratos tenemos la sensación de haber llegado. Casi vacío, casi bonito, desconcertante y del que nos sentimos parte todo el tiempo. Que nos sirva. Que nos sirva para entender nuestra fragilidad, nuestra unicidad y nuestra capacidad de adaptación y persistencia en pos del bien común.