Completo ya seis semanas en reclusión, aunque la cuarentena decretada por el gobernador del estado de São Paulo, y confirmada por el alcalde de la ciudad homónima, dónde vivo, haya empezado oficialmente el 24 de marzo. Desde la ventana de mi departamento, en el décimo piso, he visto unos atardeceres de otoño preciosos. Las calles vaciadas y la temperatura agradable invitan a un paseo impensable en ese momento: São Paulo es la ciudad brasileña que registra el número más grande de contaminados y muertos por coronavirus. Sabemos que los datos oficiales en todo el país son más bajos que los reales, ya que la cantidad de pruebas realizadas aún es muy pequeña. Coincido con el filósofo brasileño Jonnefer Barbosa, cuando señala que la subnotificación, ahora tan evidente en tiempos de pandemia, ha sido siempre una técnica gubernamental de gestión biopolítica: en Brasil, hay vidas que desaparecen incluso de las estadísticas. Cuanto menos muertos por la Covid-19, más fuerte se vuelve el discurso de retomada de la «normalidad».
Amigos periodistas divulgan fotos y relatos desde los cementerios periféricos de São Paulo y sus filas de ataúdes lacrados en razón de las muertes por causas sospechosas. Pero la situación se repite en otros lugares del país. El 21 de abril, circuló por las redes y los portales de noticias la dura imagen de una fosa común repleta de ataúdes en un cementerio en Manaus, capital del estado de Amazonas, en la región amazónica. Allá el sistema de salud – tanto la red pública cuanto la privada – entró en colapso. Un número significativo de fallecimientos por Covid-19 ocurrió en casa. El alcalde de Manaus, con lágrimas en los ojos, subrayaba que el «presidente se comportara como presidente».
Con el reto de garantizar desde ahora su reelección en 2022, Bolsonaro insiste en que «Brasil no puede parar» y que la economía es tan importante como la vida.
Pues, ¿qué esperaríamos de un presidente de la república durante una pandemia? ¿Liderazgo? ¿Confiabilidad? ¿Acatamiento de las recomendaciones de la Organización Mundial de Salud? ¿Empatía con la gente? ¿Información veraz? Nunca hemos tenido tal comportamiento por parte de Jair Bolsonaro. Él, desde el inicio, menospreció la pandemia, afirmando que se trataba de una «gripecita». Con apoyo de ministros que rechazan la ciencia, afirman que la tierra es plana y que el calentamiento global es una invención marxista, Bolsonaro pasó a defender el uso de la cloroquina en el tratamiento de la Covid-19 como posibilidad de una solución mágica y eficaz. Destituyó el Ministro de Salud que lo contrariaba – defendía la necesidad de aislamiento horizontal – y que crecía en popularidad gracias a su postura cautelosa, opuesta a la del mandatario. «Yo soy el presidente», Bolsonaro repitió más de una vez. «Soy la Constitución».
Con el reto de garantizar desde ahora su reelección en 2022, Bolsonaro insiste en que «Brasil no puede parar» y que la economía es tan importante como la vida. No podemos olvidar que la mayoría de los empresarios brasileños componen su base de apoyo y han sido beneficiarios de los cambios en las leyes laborales y de seguridad social promovidas por Bolsonaro en su primer año de gobierno. No sería diferente ahora. Por lo menos, el parlamento determinó la creación de un auxilio de emergencia de 600 reales (unos 110 dólares) durante tres meses para apoyar a los millones de brasileños sin empleo fijo o que se encuentran en la informalidad económica.
Mantenerme sana mentalmente en el Brasil gobernado por Bolsonaro no ha sido fácil. El ejército de bots que ayudó a elegirlo sigue en intensa actuación, desinformando y propagando noticias falsas, además de intentar desmoralizar a sus enemigos políticos. El ex Ministro de Salud Henrique Mandetta, el gobernador de São Paulo João Doria y el presidente de la Cámara de Diputados Rodrigo Maioa son blancos de sus ataques. Hinchas del presidente han organizado protestas, bajo la forma de caravanas de autos con banderas verdeamarillas, en distintas ciudades del país exigiendo el fin de las medidas restrictivas. En Brasília, capital federal, hubo quienes defendieron la instalación de una dictadura militar, con Bolsonaro de gran capitán.
Más allá de la disputa de narrativas y de la politización del contexto (hay gente del gobierno que afirma que el coronavirus es una «maniobra comunista»), la pandemia ha expuesto de modo brutal la tremenda desigualdad estructural y las contradicciones que conforman la sociedad brasileña. En un país tan grande, los impactos sanitarios y económicos se dan de modo muy distinto y nada homogéneo. En una misma ciudad, por ejemplo, no es lo mismo respetar la cuarentena en las favelas, dónde se vive de forma precaria, que en barrios de clase media. La vulnerabilidad de las comunidades indígenas también es preocupante, porque la pandemia no ha frenado a los litigios por tierra, ni las amenazas de supresión de derechos por parte del gobierno federal. Y, con la confirmación de más de un centenar de infectados y algunos muertos entre los presos del país, la situación de las hacinadas cárceles se torna alarmante.
Con el privilegio de poder seguir con mi investigación académica en casa, intento recrear mi cotidianidad desde la ventana de mi departamento y desde las pantallas de mis aparatos electrónicos. Experimento lo que el pensador argentino Jorge Dubatti llama «tecnoconvivio». Sin embargo, todos los proyectos teatrales que tenía para este semestre fueron cancelados. Las actividades en la universidad también fueron suspendidas. Amigos artistas e investigadores buscan medios de sobrevivir económica y afectivamente en este tiempo. Me pregunto cuándo y cómo volveremos a tener actividades artísticas y culturales de nuevo. ¿Qué va a cambiar en nuestras prácticas? ¿Retomaremos algún día la experiencia de lucha política en las calles de Brasil?
Ya son más de tres mil muertos por la Covid-19 en el país, según los datos oficiales. Todavía hay brasileños que niegan la gravedad de la situación e insisten en el retorno a la «normalidad». Como decían unos grafitis en las calles de Santiago de Chile, durante el estallido social de fines de 2019: «no volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema». Poco a poco, nos vamos dando cuenta. Ya era tiempo.