La música que escapa de la casa vecina salvaguarda el oído, nos recuerda que estamos hechos de legajos de ternura. La fe que esconde la música, guarda un alfabeto de amor, tributo y espera. Toda melodía esconde entre notas una voz que grita nuestro nombre, y poco escuchamos, tal vez grita para prevenirnos de un peligro de esquina o recordarnos lo esencial que somos para un amigo, la madre o un pariente lejano. Sentarnos a conversar es escuchar la canción de los abuelos que siempre nos soñaron a salvo del hecho de seguir vivos, teniendo noticas de tantas balas perdidas, de cruzar entretenidos una avenida o salir ilesos de un asalto con puñales.
—La dicha sobrevive a los accidentes aéreos—. La muerte es una cosa demasiado seria, la poesía que contiene todos los cantos, la vence y la pone a nuestros pies. El gato en la escalera es un custodio a la caza de la muerte, por lo tanto es bueno tener una casa de dos pisos y un gato en la escalera vigilando la calle. La música nos recuerda que a la cinta en el punto de llegada, no le gusta que tomemos tan en serio nuestras metas. La luna pasea por el cielo movida por un ritmo cadencioso, y al mirarla, todos sabemos que nos compadece. Una canción en el último peldaño de la vida nos muestra el valor que tuvo cierta herida. Esa herida nos recuerda lo triste que es bailar solos, lo frágiles que somos. Es en ese último escalón donde nos enteramos de que no podíamos vivir sin ella, una herida básica, para no olvidar que la sangre pulsa su lira más profunda en nuestra carne, el dolor que produce la herida nos recuerda los trozos de humanidad de la que estamos hechos.
