En 1995, Jim Carrey interpretó a Edward Nygma en la película Batman Forever. Nygma, un inventor de las Empresas Wayne, se transforma en villano, El Acertijo, al recibir un rechazo de su jefe, Bruce Wayne. El invento rechazado por Batman pondrá en jaque a Ciudad Gótica. Nygma crea una caja mágica —verde, no negra— capaz de controlar las ondas cerebrales de los ciudadanos que ven la televisión. Es menos sutil que un algoritmo y, físicamente, no pasa desapercibido. El aparato, situado justo encima del televisor, captura las ondas cerebrales de los televidentes y se conecta a los receptores de imagen televisiva de todos los hogares de Ciudad Gótica. Con las ondas cerebrales capturadas, El Acertijo se hace cada vez más fuerte pues conoce y puede controlar los deseos y las emociones de la ciudadanía. ¿Una distopía?
Era, en 1995, ciencia ficción.
Los datos de cientos de investigaciones e informes realizados en casi todo el mundo confirman un consumo adictivo del teléfono móvil, principalmente en los jóvenes. No es una novedad. La importancia del problema radica en que cada año el tiempo en pantalla es mayor. En España, por ejemplo, los jóvenes entre los 18 y los 24 años de edad dedicaron al teléfono móvil más de seis horas al día en 2018, según un estudio de mercado realizado por la firma Ratreator, uno de los broker de seguros dedicado al consumo más importantes de Europa. Los datos del informe también señalan que los jóvenes han aumentado un 12,6% el tiempo de uso del teléfono móvil en un año, que 3,7 millones de españoles no son capaces de estar más de una hora sin mirar el móvil y que “lo primero y lo último que hace cada día el 51% de la población en España es mirar su smartphone”.
De la crisis de fin de siglo, porque justo sucedió entre 1999 y 2001, sobrevivieron dos tipos nuevos de estructuras económicas en la red. Amazon y Facebook son ejemplo de las dos.
Estudios similares realizados en Estados Unidos o México señalan que el tiempo de uso del teléfono móvil es de hasta 9 horas al día —sí, más de una jornada laboral, pero de ello hablaremos más adelante—. El tiempo de consumo es uno de los pilares de la nueva economía de la información, lo que permite introducir la operación absoluta y sistemática de la economía de la atención y lo que abre la puerta al análisis de la concentración monopólica en lo que, en teoría, sería la caja de oportunidades más liberal de la historia: Internet.
Porque en su inicio, Internet fue promocionado como el lugar de la democratización, de la oportunidad de acceso y de inclusión y, por supuesto, de la creación libre de contenido para que pudiera circular abiertamente por todos los terminales conectados a la red de redes. Sin embargo, la creación de contenido nunca fue gratuita. Bueno, no lo fue hasta el periodo 2004-2008, justo cuando saltó la crisis anterior. Como no era gratuita, la creación del contenido para la red hizo fracasar a millones de empresas en lo que se conoció como la crisis.com. ¿Recuerdan a MySpace, Yahoo, Netscape…? Aún viven, sí, pero no se llevan nada del pastel.
De la crisis de fin de siglo, porque justo sucedió entre 1999 y 2001, sobrevivieron dos tipos nuevos de estructuras económicas en la red. Amazon y Facebook son ejemplo de las dos. El primero inventó el modelo de predicción producto a producto basado en los datos de los usuarios. Así que los datos (todos) empezaron a adquirir valor a comienzos de siglo. Después de ser una librería, Amazon es hoy el principal distribuidor de comercio electrónico del mundo y su catálogo de productos es infinito. ¿Por qué? Porque logró, además, que los usuarios crearan contenido gratuito para la marca. Es lo que vio Facebook y lo que lo hizo un imperio.
Zuckerberg creó la plataforma en la que, como en YouTube, Twitter o Instagram, la gente crea contenidos y los sube gratuitamente a un espacio en el que —en teoría— cualquier persona conectada a ese mismo lugar puede ver, e incluso comentar las creaciones —bueno, eso era al principio, cuando teníamos amigos y no seguidores—. Algunos se han hecho famosos con ello, desde luego, pero no llegan a ser el 0,1%. Al igual que Amazon, Facebook Inc. no solo concentra el contenido, sino también los datos de todos los usuarios. Todos los datos.
Internet dejó de ser entonces ese lugar en el que cualquier ciudadano con conexión podría acceder al universo (político, económico, cultural…) del conocimiento. Justo cuando las grandes plataformas aprovecharon la crisis para hacerse fuertes en la nueva economía. Todos los espacios de creación se concentraron en muy pocos lugares, que se hicieron más fuertes a medida que aumentaban su volumen de usuarios (como Nygma). El mito de la diversidad se destruyó por completo. Investigaciones recientes han demostrado que ese tiempo de uso del móvil, es decir, las seis horas que pasan los jóvenes en interacciones con sus pantallas conectadas a su propia cotidianidad, está concentrado en cuatro plataformas —hagan ustedes el ejercicio con sus datos—.
Los jóvenes pasan casi el 85% de ese tiempo en cuatro redes sociales: WhatsApp, Instagram, YouTube y Twitter. Por eso valdría la pena dejar de decir “las redes sociales” y emplear sus nombres propios. Porque son sólo cuatro las que se llevan todo el pastel, no son democráticas y actúan como el experimento de El Acertijo.
¿Es posible que haya diversidad o democracia en esas cuatro redes? Es una pregunta retórica, claro. Pero para los incrédulos, utopistas y defensores de las cuatro redes ya existen los algoritmos. Diferentes investigaciones han demostrado que los usuarios de Facebook y de YouTube tienden a seleccionar la información que más se acerca a sus pensamientos y creencias y a formar grupos polarizados que comparten sus opiniones.
La caja mágica de control tiene hoy diseños maravillosos -y costosos, claro-. Son artilugios de consumo que actúan como el propio invento de Edward Nygma: catalizan todo el comportamiento y predicen u orientan la decisión del usuario a través de inputs emotivos diseñados individualmente. El marco de sofisticación psicológica actual hace que el invento sea un objeto de deseo y que su uso sea justificado porque, básicamente, tenemos miedo de perdernos de algo.
Pero la esclavitud y el carácter monopólico del propio universo de Internet bajo las dos premisas del negocio digital descrito (la recolección y administración de los datos y la concentración de la distribución de contenidos, creados a coste cero para las plataformas), como propia contradicción máxima del propio sistema capitalista liberal -en el que los monopolios son vistos por las manos invisibles como monstruos terribles para la ley de la oferta y la demanda-, queda aún más asegurada al comprobar que -háganlo, de nuevo, ustedes mismos- el 99,7% de los usuarios de dispositivos móviles del mundo usa sistemas operativos Android o IOS.
Internet no ha hecho nada más que concentrar, como nunca en la historia, la economía mundial. Con el agravante de que el sistema de control social está también oligopolizado.
Por eso Black Mirror no es una distopía… como se verá en la próxima entrega.