¿Recuerdan a Lacie Pound? Es la supuesta protagonista del capítulo Nosedive de la serie Black Mirror, disponible —“a bajo costo”— en Netflix. Lacie necesita una mejor valoración social para acceder a ciertos beneficios que determinan, según el relato audiovisual, su propia felicidad. Para ello recurre a expertos —o community managers— que le indican que debe buscar likes de prestigio en sus posts. Lacie duda unos segundos, pero termina por publicar en su perfil una foto de su osito de peluche, Mr. Rags. La acción tiene resultado. Naomi Blestow, una amiga de su infancia con una valoración social más alta —un like de prestigio—, reacciona a su publicación positivamente y la aceptación social de Lacie parece subir. Tanto como su felicidad aparente.
En una de sus últimas columnas en el portal pulzo, William Rincón asociaba el éxito de los últimos meses de Parchís y TikTok al hecho de que son tecnologías que humanizan: “Parchís y TikTok apuestan a la alegría, a la emoción, a juntarnos así sea digitalmente”.
No estoy en contra de la alegría o de la felicidad, desde luego.
Pero sí me opongo a dos cosas que son fundamentales para entender la humanidad. Lo primero es que no se puede confundir un golpe emotivo —como un subidón de azúcar, por ejemplo— con la felicidad. Son cosas diferentes. Lo segundo es que la humanidad, lo humano, entraña también todo lo que las redes sociales intentan camuflar: la tristeza, el llanto, la soledad, la desesperanza y, por supuesto, la aburrición —que son, según psicólogas tan importantes como Sherry Turkle, la base misma de la construcción de la personalidad y de la creatividad que, por otra parte, son fundamentales para resolver problemas de forma autónoma—.
El comportamiento ligado a la pantalla de ficción no hace nada más que relatar, en forma de caricatura supuestamente futurista, el sistema de expectativas y de comportamiento individual —cada vez menos humano, porque dejamos de resolver problemas— en redes sociales.
Volvamos a Lacie Pound. ¿Es feliz? Muy al contrario. Su reciente popularidad le exige nuevos golpes de azúcar —o likes— que le sirvan para mantener su estatus social y, a su vez, que le abran posibilidades de acceder a lo que le daría, según la plataforma —la protagonista real, siempre escondida— la felicidad. Así que Parchís y TikTok lo que generan en realidad son mecanismos de adicción emocional —aquí si acierta William, aunque me parece que lo describe en otro sentido—. Ambas tecnologías únicamente recurren a la emoción, como las máquinas tragamonedas —o tragaperras, como se llaman en España— de las cuales se sabe que son adictivas. Lanzar la moneda y esperar unos segundos. Publicar un post y esperar unos segundos. La respuesta es la misma: recompensas variables intermitentes, las claves de la adicción sicológica.
De hecho, el experimento realizado en ratones por los psicólogos Peter Milner y James Olds en 1954 ya daba cuenta del mismo comportamiento. Es el efecto placebo de la felicidad (o de la participación política) promovido por las redes sociales. Los investigadores introdujeron electrodos en el cerebro de ratas y estimulaban ciertas regiones cerebrales a partir de impulsos eléctricos. Aplicaban una descarga eléctrica en el electrodo cuando la rata paseaba por un espacio determinado de su caja. La rata empezó a emocionarse con ese espacio de su caja y volvió, cada vez con más frecuencia, a recibir su impacto eléctrico hasta que se durmió. Plácida. Al día siguiente, al despertar, la rata fue directamente a la región de descarga eléctrica. La perfección del experimento llevó a los científicos a instalar una palanca de autodescarga de satisfacción eléctrica. Las ratas encontraron la palanca y, en uno de los experimentos más dramáticos de la historia de la ciencia de la conducta —hasta la invención de las redes sociales—, Milner y Olds comprobaron que las ratas activaron hasta 7.000 veces la palanca en una hora para provocarse placer. Las ratas preferían ese estímulo al de la alimentación o al de pasar unas horas con sus congéneres en celo. ¿Eran felices las ratas?
Pero, además, limpiar la imagen de TikTok porque genera felicidad es arriesgado. Sobre todo si se considera que en la red social china predominan —con una gran diferencia— los discursos radicales de la extrema derecha (lo cual nos ayuda a reafirmar la columna anterior). Los datos recolectados por Alessandro Bernardi, cofundador de la star-up Social Elephants, demuestran que en TikTok la batalla de la conversación en la red social en España entre los extremos políticos se decanta absolutamente a favor de Vox y su líder Santiago Abascal. Cifras muy alentadoras para la felicidad y pluralidad democrática.
La falsa felicidad —que llega a ser privatizada por la plataforma— define un único comportamiento posible que es, además, naturalizado tanto en Nosedive ―caricaturizado― como en la realidad: la autocomplacencia y a la co-complacencia de quienes esperan recibir, también de forma hipócrita, su propia retribución para alimentar su puntuación social. Al final del capítulo, en la boda de Naomi, sus amigas, mujeres, se retroalimentan mutuamente en los cánones de la belleza, de la perfección femenina, del cuidado y de la sonrisa perfecta (instagrameable). Una autocomplacencia compartida. Legitimada. Los amigos del novio actúan del mismo modo en su versión de masculinidad socialmente aceptada. Se autocomplacen en una suerte de ritual irracional en el que se felicitan de su hombría, de su posición social y, a través de gestos muy claros, se otorgan likes de reconocimiento, de aprobación social. ¿Les suena?
El comportamiento ligado a la pantalla de ficción no hace nada más que relatar, en forma de caricatura supuestamente futurista, el sistema de expectativas y de comportamiento individual —cada vez menos humano, porque dejamos de resolver problemas— en redes sociales.
La última escena de Nosedive es maravillosa. Lacie es sancionada socialmente y encarcelada por haber mostrado su valor más humano: la falibilidad. A su lado, en la prisión, en el universo de la exclusión, está, desde luego, un hombre negro. Ella hace un gesto automatizado para valorar —negativamente— a su compañero de cautiverio. Ni siquiera se da cuenta de que no tiene el dispositivo para poder hacerlo.
Ya no hace falta.
Una reflexión final sobre la felicidad en los tiempos de pandemia. En las últimas tres semanas, Gisela Soria, una estudiante española de bachillerato, decidió hacer el experimento de pasar 21 días sin usar tu teléfono móvil. Al terminar su experiencia declaró que ahora valoraba más cosas que antes no hacía: “Pequeños detalles como pasar tiempo con mi familia, escucharnos los unos a los otros o dar un paseo con mi padre en bicicleta”.
Seguiremos en Nosedive. Aún no llegamos al lado más humano de la humanidad: el no feliz.
Pd. Tengo una excelente amistad con William Rincón. Le agradezco su columna porque nos permite proponer una conversación de posiciones diferentes que supera la imposibilidad del diálogo argumentativo en 280 caracteres. Invitación abierta.