Marita ya lleva 28 años en Barcelona. El Gobierno de Filipinas fomentaba la migración de mujeres y ella aprovechó la oportunidad. Con su sueldo de maestra ganaba 150 dólares al mes y en Barcelona le ofrecieron ganar 800. La misma decisión la tomó Lili desde Quito, y Sandra desde Santa Cruz, donde era peluquera. Edith dejó su Lima natal, pero “probó suerte” primero en Buenos Aires. Griselda y Mariana, que nacieron en esa ciudad, probaron esa misma suerte, pero en Nueva York. Romina, probó en Milán, donde ya estaba su tía. Allí también vivió Nicoleta, quien ya regresó a Cruj-Napoca, Rumanía, después de tramitar su jubilación, unos míseros 300 euros que le han quedado de años de cuidar a un anciano. Flora, de Oruro, está más contenta preparando su retiro. Inauguró hace poco un restaurante en el barrio de Coll Blanc, al lado de Barcelona, que costeó limpiando casas durante 15 años. Allí va a comer a veces Maritza, de Honduras, que cuenta los días para poder tener sus papeles mientras trabaja “de interna”. Lo mismo le sucede a Najat, a Margarita, a Fanny y a Constanza.
No son amigas entre sí, ni siquiera se conocen, pero todas tienen algo en común: son mujeres. Mujeres que han sido violentadas a lo largo de sus vidas. Violentadas por sus patrones, por sus jefes y por los Estados. Algunas por sus maridos, por novios o por otros hombres. Todas han tomado decisiones. Decidieron cruzar fronteras, hacer su vida, gestionar su dinero y cuidar a los suyos. Lo que no deseaban era trabajar de sirvientas y cuidar a los demás, pero el sistema las relegó a ese “sector”. A limpiar, servir, cuidar.
La desigualdad de género no es un fenómeno nuevo, más bien al contrario, es un fenómeno estructural basado en la tradicional división sexual del trabajo. Las normas de la economía las dictan unas élites masculinas que defienden sus intereses, y la clase trabajadora de todo el mundo está condenada cada vez más a una total precarización.
A menudo el hecho de que estas mujeres trabajen de sirvientas y cuidadoras se interpreta como la continuación del rol establecido para la mujer en el hogar. Pero no es exactamente así. Se trata de un fenómeno contemporáneo que responde a la desigualdad de género a escala global y también a las contradicciones del modelo productivo actual. Y se trata, también, por decirlo de alguna manera, de una traición del capitalismo a la vieja lucha de las mujeres, la emancipación.
La desigualdad de género no es un fenómeno nuevo, más bien al contrario, es un fenómeno estructural basado en la tradicional división sexual del trabajo. Las normas de la economía las dictan unas élites masculinas que defienden sus intereses, y la clase trabajadora de todo el mundo está condenada cada vez más a una total precarización. Precarización que sufren sobre todo las mujeres, relegadas a los peores trabajos en la estratificación social, esos que los hombres dejan o no quieren hacer. (No olvidemos, que incluso en el servicio doméstico antes había hombres). Esta precarización es, además, cada vez más agudizada por la falta de protección social.
¿Pero he dicho traición? Sí, traición. Mientras que las mujeres (a partir del feminismo) han ido conquistando derechos y ganando presencia en el mercado laboral formal (lo que sería la emancipación), el capitalismo financiero ha disminuido la protección social y ha reducido los salarios reales. Ante esta falta de protección social, la migración se presentó como una “solución”, tanto en el Norte como en el Sur global. Mujeres empobrecidas cubrieron el llamado “déficit de cuidados” en países ricos (y no tan ricos), al tiempo que sus divisas cubrían las demandas de los hogares en los países de origen. Es decir, la emancipación de las mujeres vino con una trampa: la mercantilización. Tal como lo analiza la socióloga Nancy Fraser, lo que se dio en llamar “crisis de los cuidados” tiene sus raíces en la alianza entre la mercantilización y la emancipación, una alianza impuesta en esta última etapa del capitalismo que acabó dominando la protección social. Esta alianza es la que provoca la migración de mujeres para trabajar en el sector doméstico y de cuidados, y es a su vez, una alianza perversa que las afecta en destino impidiendo una verdadera emancipación, con la total complicidad del racismo institucional.
Si preguntásemos a Marita, a Lili, a Nicoleta, a Flora o a cualquiera de ellas, qué es el feminismo y cuáles son sus reivindicaciones actuales, ninguna nos podría contestar con exactitud. Tampoco podrían explicarnos esos nuevos términos posmodernos como empowerment (¿de poder?) u otros de corte identitario como CIS (¿?). Algunas de estas mujeres salen a la calle el 8 de marzo, otras no. Pero todas, todas, tienen muy claro el concepto troncal del feminismo: la emancipación. Quizás no utilizan esta palabra, pero cada una lo explica desde su experiencia vital. Y desde allí, entienden muy bien lo que es la opresión, la desigualdad de género y la justicia social. Más bien diría que me lo han explicado ellas a mí. A partir de sus proyectos, frustraciones y violencias vividas, estas mujeres nos están dejando un mensaje: la necesidad de no dispersar luchas, de recuperar el objetivo troncal y de concretar una nueva alianza. La batalla es contra el patriarcado y el mercado, y la alianza es entre la emancipación y la protección social. A por ello.