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La marea verde

Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir, esos eran, y siguen siendo, los pilares de la campaña. El pañuelo verde se coció en ese caldo.

Foto de Matias Hernan Becerrica en Unsplah

Foto de Matias Hernan Becerrica en Unsplah

Verde en las muñecas, verde en la cabeza, en las mochilas, en las bicicletas, en los carritos de los bebés, la marea de pañuelos verdes, símbolo de la lucha por el aborto legal, seguro y gratuito, irrumpió en la Argentina con la fuerza de los reclamos que, una vez visibilizados, ya no tienen vuelta atrás.

Somos hijas y nietas de todas las brujas que no pudieron quemar, saquen sus rosarios de nuestros ovarios, saquen sus doctrinas de nuestras vaginas. En junio de 2018, la larga marcha por los derechos sexuales y reproductivos cristalizó en una vigilia histórica frente al Congreso. La demanda de soberanía sobre sus cuerpos, territorios donde durante siglos se cebaron la discriminación, la coacción y la violencia patriarcal, impulsó a cientos de miles de mujeres a ocupar el espacio público, a calentar el ágora del debate político, a exigir que se reconozca su condición de personas gestantes con derecho a decidir si desean o no ser madres, y así, a defender sus vidas del oprobio del aborto clandestino.

Los pañuelos verdes no aparecieron, de golpe, ese día. Llevaban años tejiéndose al calor de un movimiento nacido a fines de los ’80, y que se corporizó, hacia 2005, en la Campaña Nacional por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito, un colectivo que se nutrió de diferentes corrientes del feminismo y los derechos humanos, y que, tras décadas de oscurantismo, sacó a la luz la discusión sobre la interrupción del embarazo, su centralidad como política de salud pública y las miles de muertes que produce en la clandestinidad. 

Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir, esos eran, y siguen siendo, los pilares de la campaña. El pañuelo verde se coció en ese caldo. De hecho, fue un aporte de la agrupación Católicas por el Derecho a Decidir, que lo llevó al Encuentro Nacional de Mujeres de 2003, donde por primera vez hubo una marcha pidiendo la legalización del aborto. Ese año, también, el pueblo argentino volvía a apostar a la política, después de la debacle de 2001, cuando el país estalló al grito de “que se vayan todos”. En la década siguiente se aprobarían dos leyes claves, la de matrimonio igualitario y la de identidad de género, que alimentaron un promisorio clima de ampliación de derechos en la Argentina. Sin embargo, el proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo, que desde 2007 se presentaba año en año en la cámara de Diputados, debió esperar más de una década para ser debatido en el recinto.

Al grito de “basta de femicidios”, la masiva movilización de mujeres del #Ninunamenos contra la violencia machista, el 3 de junio de 2015, había dejado en evidencia el profundo malestar social que agitaba las aguas, resultado de siglos de patriarcado y disparidad de género. Aunque no se habló explícitamente de aborto, aquella marcha, repleta de mujeres jóvenes y adolescentes, rebosaba de pañuelos verdes.

Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir, esos eran, y siguen siendo, los pilares de la campaña.

Así se llegó a 2018, cuando, paradójicamente, un gobierno de derecha habilitó –para desviar la atención de la crisis económica en ciernes- la discusión del aborto en el Congreso. Para entonces, la militancia estudiantil ya era parte medular del movimiento feminista argentino, y las calles se tiñeron de verde.

Del otro lado, la reacción no se hizo esperar. Los pañuelos celestes, agitados por grupos conservadores, eclesiásticos y evangelistas, opusieron resistencia. Pero los argentinos ya asistían, por primera vez, a un debate que, durante semanas, llevó al plenario de comisiones de la Cámara Baja a especialistas de las más diversas ramas para fundamentar la necesidad de aprobar la legalización, o rechazarla, y pudieron escuchar, atónitos, las falacias de los sectores más recalcitrantes de la sociedad.

En la madrugada del 14 de junio de 2018, la interrupción voluntaria del embarazo obtuvo media sanción en Diputados. Fue un día histórico. Dos meses después, el Senado –integrado por muchos representantes provinciales muy permeables a las presiones de los obispos locales, bautizados los “senadores percha”- rechazó el proyecto.

La frustración duró poco. Desde entonces, el derecho a decidir, aún no consagrado, flota en el aire como algo que, inexorablemente, va a suceder. Hoy, los médicos y los funcionarios que ignoran los protocolos de interrupción del embarazo permitidos por la ley vigente –que data de 1921 y permite el aborto cuando corre peligro la vida de la mujer, si el embarazo es producto de una violación o fruto de un atentado contra una mujer demente- son denunciados públicamente. Y el nuevo gobierno ya anunció que avanzará hacia la aprobación de una nueva ley que despenalice el aborto una vez que la pandemia permita un funcionamiento pleno del Poder Legislativo.

Los pañuelos verdes ya son parte del paisaje, señal de sororidad en las calles, símbolo de la lucha por este derecho y todos los derechos. Son, sin duda, hijos de los pañuelos blancos de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.

Periodista argentina. Colabora en Caras y Caretas, Tiempo Argentino y El Destape. Trabajó en el Colón, editando la revista y las entrevistas para el Canal 7. Tradujo La tumba del león, de Jon Lee Anderson, a quien conoció en el carnaval de Barranquilla cuando la Argentina se desmoronó y quedó varada con su mochila en Colombia.

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