Los bares y restaurantes son los fortines fundamentales desde los que la civilización occidental teje relaciones, construye hermandades e incluso hace la revolución. Comenzar una charla alrededor de una cerveza o una copa del licor lugareño, es la mejor manera de alejarnos de prejuicios, construir nuevas formas de ver el mundo y aproximarse a perspectivas ajenas. Bien sea, porque el lugar predispone a los individuos con su música, decoración y el ruido de carcajadas detrás, o porque la cerveza te sube a la cabeza y te va importando cada vez menos defender tu propia visión sobre el tema. Las relaciones humanas son tremendamente complejas, pero, poco a poco se van haciendo más sencillas si pones un buen guiso para compartir en el medio.
Comer es un acto social. Acudir a un restaurante es entender que nuestras vidas son un conjunto de acciones que se entrelazan con las acciones de muchas otras personas, y que el bar es el núcleo donde llegan a converger todas nuestras penas, alegrías y desengaños. El buen amigo y gastropólogo que es Sergio Gil lo denomina sostenibilidad relacional, esa “capacidad de perpetuar la vida de una comunidad gracias al tejido de vínculos basados en el apoyo mutuo y la reciprocidad.”
El solo hecho de interesarnos por saber lo que comemos, cómo lo comemos y las condiciones en que se producen esos alimentos es en sí, algo meramente agitador.
Pero, así como construimos tanto humanismo desde las sillas de una taberna, así mismo, contribuimos a destruir muchas formas de vida natural e incluso, sobre el largo plazo, nuestra propia especie. El modelo actual de consumo es depredador y encuentra su cúspide en la oferta de nuestros restaurantes. Por esta razón, no dudo cuando digo que nuestros bares y restaurantes contribuyen, entre otros sectores, a la destrucción de la vida tal y como la conocemos.
¿Por qué el modelo actual no es sostenible?
Para entender el desastre actual, vale la pena echar una rápida mirada al pasado en clave de menú a 3 tiempos.
De primero, tenemos el fin de una devastadora guerra en el 45 y necesitamos reconstruir una economía y una sociedad diezmada. Durante 30 años crecimos sin parar y nos damos cuenta de que podemos aplicar modelos de producción industrial a nuestra agricultura a favor del rendimiento económico y en detrimento de los valores culturales en los que se basaron.
Como plato principal, proponemos los años 80s y 90s en los que comenzamos la democratización de un modelo neoliberal que pregonaba el libre mercado y la privatización de todos los servicios a favor de la mercantilización de la vida misma. A esto le ayudó que los grandes gurús del Marketing, con Porter a la cabeza, nos inculcaran la doctrina de posicionar los productos de forma que construyéramos una sociedad basada en la necesidad de lo innecesario.
¡Packaging, packaging y más packaging! Si lo importante era que el producto se viera bien a través de cartón o plástico, entonces dejamos de lado las manzanas con desperfectos por unas brillantes y relucientes, y los tomates deformes por unos de la misma talla, pero sin gusto alguno.
Como postre, tenemos la vida posmoderna de una sociedad líquida. Turbo-capitalismo, Instagram y una completa desconexión entre los comensales y el origen del producto que consumen son algunos elementos que han llevado a que muchos restaurantes hayan perdido los valores sociales que comentamos arriba para convertirse meramente en un lugar de consumo de emociones y experiencias efímeras desconectadas del relato que hay detrás de cada producto.
Este menú histórico nos permite entender una realidad desoladora. En un restaurante compramos, transformamos, vendemos y tiramos; y es precisamente esta estructura lineal la que ha sido muy poco cuestionada o quizás, no lo suficiente por la sociedad de consumo en las últimas décadas. El modelo de consumo actual, además de no ser nada sostenible, destruye los valores mismos en los que fundamos nuestros negocios de comida.
Del acto social al acto político de comer.
Si comer siempre fue un acto social, ahora más que nunca hemos de entender que comer es una manifestación política. El solo hecho de interesarnos por saber lo que comemos, cómo lo comemos y las condiciones en que se producen esos alimentos es en sí, algo meramente agitador. Una acción colectiva que hoy en día puede tornarse revolucionaria en la medida que cuestiona, contradice e invita a revertir el modelo actual.
En palabras de Alain Ducasse, uno de los más grandes exponentes de la gastronomía francesa en el mundo, “El acto de comer implica una responsabilidad colectiva que va de la tierra al plato. Mientras destruimos otras formas de vida, tanto animales como vegetales, estamos condenándonos a un futuro incierto.”
La revolución se hace desde los bares y con cerveza.
Por tanto, la mejor manera que veo para solucionar todo esto es volver a pensarnos la alimentación, los modelos de consumo y las relaciones comerciales desde los bares y los restaurantes. Solamente desde estos lugares de cohesión social podremos revolucionar realmente la empresa gastronómica, salir de la vorágine destructiva de una economía lineal y plantearnos la transición sostenible hacia una economía circular.
Soy plenamente consciente que es un planteamiento de mucha envergadura, pero estoy seguro de que, entre todos, y con la ayuda de unas cervezas, podremos trazar las grandes líneas del modelo de restauración que queremos para el futuro. Mi próximo artículo será dedicado justamente a comenzar ese dialogo en clave de economía circular y esbozar algunas líneas desde una perspectiva empresarial. Con su permiso, tengo una cita en el bar de la esquina.