Nuestra dieta, lo que comemos, cuánto comemos y lo que dejamos de comer, no es solamente un asunto privado o un asunto cultural. Cada comida que consumimos tiene efectos reales en la vida de millones de personas alrededor del mundo y en la vida de millardos de animales no humanos, y de animales no-humanos-no-animales, como los virus.
Por ejemplo, el SARS-CoV-2 o Covid-19. Los virus son criaturas fascinantes, subvierten lo que entendemos por vida y no vida, desestabilizan la distinción entre el nosotros y el otro. Los patógenos son parte del proceso de domesticación de animales y plantas. Han estado con nosotros desde que empezamos a vivir de la agricultura. Es más, llevamos restos de su material genético en el nuestro.
En un trozo de carne están presentes los acuerdos de libre comercio que desplazan a millones de trabajadores agrícolas que perdieron la posibilidad de siquiera reproducirse, no digamos ya producir y que ahora se embarcan en inciertas caravanas de migrantes.
Nos han hecho ser los seres humanos que somos. Pero los patógenos son más que entidades biológicas. Están integrados en procesos sociales, económicos y políticos que definen la producción de comida. Desde el fin de la segunda guerra mundial, el surgimiento de la “granja-fabrica”, que desconecta a los animales que son criados en un sitio particular de la ecología colindante y los conecta con sitios donde se produce soya a miles de kilómetros de distancia, parece el ejemplo perfecto de la dominación antropocéntrica sobre la naturaleza.
Una línea de producción industrial donde son asesinados millones de animales genéticamente idénticos cada año. Sin embargo, como sugiere el surgimiento de enfermedades como la influenza aviar (H5N1), el síndrome respiratorio agudo (SARS) y la fiebre porcina (H1N1) por citar algunos ejemplos, la forma en que producimos nuestros alimentos crea el espacio ideal para la producción de nueva vida “silvestre” o “salvaje”, que nos puede matar.
Nuestra alimentación nos define como seres biológicos y como seres políticos. Tomemos un filete de carne, por ejemplo. ¿Qué nos dice un trozo de carne sobre quiénes somos y cómo nos relacionamos con otros seres humanos y con seres no humanos y medio seres (como el Covid-19)?
La carne es un encuentro formado por encuentros en lugares que están quizá muy lejos de nuestro plato de comida, tanto en el tiempo como en el espacio. Hoy día la carne en el mundo se produce en un archipiélago de fábricas de animales que no está materialmente limitado a lugares que antes imaginábamos como “lo rural”. Antes de la segunda guerra mundial en EE. UU. y en el resto del mundo la carne se producía en los patios de miles de granjas. Hoy día se produce en un número reducido de “plantas de producción” que operan por contrato y que son controladas por un puñado de corporaciones transnacionales. Este es el “modelo Tyson” en el que se integran todos los eslabones de producción bajo el control de una sola compañía. Es el modelo que ha sido replicado a lo largo y ancho del mundo, pero particularmente en China.
En 2013 una empresa china compró la compañía Smithfield Foods, la más grande productora de carne de cerdo del mundo, con operaciones en EE.UU., México, y Europa. Así llega quizás a nuestros platos la alianza entre el Estado chino y las corporaciones transnacionales chinas. Así es como llegan a nuestro plato las relaciones comerciales entre Brasil y China basadas en la compra y venta de soya. Y la soya nos lleva al Cerrado Brasileño y al despojo indígena y a la dictadura militar. Fue durante la dictadura militar que se empezaron a esbozar los planes para el “desarrollo” del Cerrado y sus miles de hectáreas “inhabitadas” (porque para implementar tales planes fue necesario hacer invisibles los cuerpos indígenas, sus sociedades y sus culturas incluyendo sus practicas agrícolas), un desarrollo que se impone con violencia y sangre.
La soya le ha abierto las puertas del poder político a un grupo de productores que forman uno de los lobby más fuertes en Brasil. En un trozo de carne están presentes los acuerdos de libre comercio que desplazan a millones de trabajadores agrícolas que perdieron la posibilidad de siquiera reproducirse, no digamos ya producir y que ahora se embarcan en inciertas caravanas de migrantes. Y los que tienen suerte encuentran trabajo en fábricas de pollos o empacadoras de carne donde tal vez pierden sus extremidades mutiladas por los aparatos afilados con los que transforman un ser vivo en carne.
Y no pueden quejarse porque son “ilegales”. Y los que no pierden la vida en el viaje o las extremidades en la fábrica se pueden enfermar de Covid-19. De hecho, las empacadoras de carne han sido el epicentro de infecciones de Covid-19 en EEUU, Europa, Australia, y Brasil. Las condiciones laborales de la avanzada industria no permiten guardar dos metros de distancia entre trabajadores. Tampoco en este caso se pueden quejar, por la vulnerabilidad en la que su situación migratoria los coloca.
Un trozo de carne nunca es solamente un trozo de carne.