Mi hijo Alejandro se acerca ya a los 16 años. Vive su vida con una independencia lógica, calculada y silenciosa. Hace tan solo un rato que tenía 4, y tengo en mi mente algo que me dijo un día en la bañera: “No quiero que vuelvas a cumplir años. No quiero quedarme solo”. Pero los años siguen pasando, y de una forma u otra los amigos se enteran y nos ponen el mensajito en el Facebook. El año pasado más de cien. Éste, el año de la peste, solo un mensaje por tamaña fecha, el de Elena.
Alejandro se desenvuelve despacio, pero seguro. Tres días antes del confinamiento total en España por la pandemia, consiguió novia. Tuvo dos días para experimentar sus primeras ráfagas de amor, y al tercer día, él y su novia quedaron confinados en sus respectivas casas. Y lo hizo sin chistar, sin un asomo de resignación ni desespero, como si la peste estuviera programada en su vida. El preocupado fui yo. Un día abrí la puerta de su habitación con la intención de hablar un poco con él, explicarle, las razones de su confinamiento. Éste es un suceso que le ocurre por primera vez a la humanidad, le dije en forma solemne. “Ya”, dijo, “lo sé”, y siguió atento a la pantalla con su juego sin que yo pudiera explicarle que la pandemia de Covid-19 tenía características singulares.
Volví a mi confinamiento con más preguntas que respuestas. ¿Era verdad que los adolescentes de hoy viven una vida más tranquila porque no llevan el peso de la historia, costumbres o tradiciones por lo que nos rompemos la cabeza los que no pertenecemos a su generación? ¿Que los tiempos de hoy son tan veloces que no les da la oportunidad de adquirir hábitos duraderos y que la construcción de su destino no depende del pasado sino de lo que sean capaces de proyectar a partir de un presente intemporal y huidizo?
Volví a experimentar ese no haber logrado el “Gran Sueño”, que a esta hora sigo sin saber cuál es.
Hace mucho tiempo, me encontré en el basurero el diario de una chica. Empezó a escribirlo a los 16 años, una tarde en que se encontró lejos de casa y sin el amparo de un hogar. Entonces empezó a prometerse que iba a cambiar. Todos los días eran el mismo, se hacía la misma promesa: hoy no voy a ver la tele, hoy voy a estudiar. Al otro día se pedía perdón a ella misma y volvía todo a cero. Los científicos sociales llaman a esto la generación “ni-ni”, ni trabajan ni estudian.
Alejandro estudia, ve la tele, juega y consigue novia sin ninguna dificultad, pero no escribe un diario. Yo en cambio vivo escribiendo y preocupado a veces por la forma en que escribo. Él, aun siendo muy niño para esto, también escribía, sin ninguna pretensión, como debe ser. Un día apareció con un escrito en mano. Es un cuento y hace parte de los tres que pienso escribir, dijo. Luego se olvidó de la escritura. Ahora creo que ni lo recuerda. Así vive el confinamiento mientras los políticos se sacan los sesos entre ellos preocupados porque los chicos no salen a la calle. Elena, su madre, lo atribuye a la capacidad de adaptación de los niños y los adolescentes a las circunstancias.
Mi preocupación por el encierro a raíz de la pandemia no tiene asidero. Sigue siendo el buen chico de casa. En cambio, llegué a pensar que el preocupado era él, aunque tampoco lo veía como algo horrible. Siempre fue así. Cuando tenía 6 años, mientras lo llevaba de la mano al cole, me preguntó si yo sabía por qué el día lunes era especial para él. “Porque hay helado en el cole”, dijo. Y continuó: “y el martes es especial porque hay educación física, y el miércoles porque hay ordenador, y el jueves porque hay la clase de música, y el viernes porque es el último día de la semana, y el sábado y el domingo son especiales porque no tengo que ir al cole”. Y remató: ¿Por qué tú no haces lo mismo para que todos los días sean especiales para ti?
Olvidé todo esto y me proponía comentarle que estos tiempos eran especiales porque la humanidad experimentaba algo trascendental por primera vez en la historia y que lo iba a recordar toda la vida. Pero él, aunque no escribe un diario ni comenta sus cosas, ya había aceptado el encierro y ya lo vivía como algo especial así haya conseguido a la chica de su gusto antes del confinamiento.
Bueno, durante el encierro, inexorablemente, volví a cumplir años. Volví a experimentar ese no haber logrado el “Gran Sueño”, que a esta hora sigo sin saber cuál es. Pero la cuarentena y el actuar no sólo de mi hijo menor sino de Darío y Gabriela, sus hermanos mayores, quienes con estoicismo admirable llevan muy bien esto del sometimiento a las reglas de la peste, han terminado por darme una lección de vida: la rutina también es una peste y hay que vencerla sin mucho ruido. Lo que sí me ha quedado claro es que la historia está ahí, en los genes, en la ducha, en la comida, en los días de la semana, y que todos los obstáculos también pueden ser un motivo especial para llevar sin pesadez los días de la semana.
Pues esto, y ahora que el rebrote de la pandemia es un hecho, habrá que inventarnos un motivo especial cada día para no sucumbir a la ira de la peste.