-Si caigo, no me llores. Simplemente he caído-, dijo él.
-Tú no puedes caer-, respondió ella.
-Soy vulnerable. Después de que atraviese esa puerta, en cualquier momento puedo caer.
Ella se acordó del título de la novela de Juan Marsé mientras él echaba una última mirada a la habitación. Las puertas del armario se habían puesto tristes y las fotos de los viejos tiempos tenían un ruido interior bastante parecido a la nostalgia antes de que se llamara nostalgia. El gato dormitaba dentro de cada palabra pronunciada.
-Tú nunca puedes caer, repitió ella.
Él se confundió: elogio real, sabiduría piadosa, burla o desprecio. Lo que sí tuvo claro después de que ella le lanzara un silencio de agujas de fuego directo a los ojos era que había sido derrotado, esta vez, tal vez, para siempre.
Hubiera preferido oír algo como “rogaré a Dios para que nunca te pase nada”, o, por ejemplo, “sé que vas a volver”.
Los estudiantes de la U armaban barricadas en el centro de la ciudad. El transporte público estaba paralizado y pronto entraría en vigor el toque de queda.
– ¿Y sabes por qué nunca vas a caer?, preguntó y afirmó ella al mismo tiempo: “porque para caer hay que subir. Y tú nunca has subido, siempre has permanecido en la superficie”.