La Penitenciaria de Alta Seguridad de Valledupar, bautizada por los lugareños como “La Tramacua” es una mole de hormigón armado levantada en un lugar inhóspito en que el mercurio puede alcanzar hasta los 45º C. El agua y la comida escasean. Estuve allí. Solo. Confinado en un calabozo. Cuando fui trasladado a otro penal mis huesos llevaban las carnes justas. Mi cuerpo había desmejorado, pero mi mente se conservaba lúcida. Los libros, el papel y el lápiz fueron mi tabla de salvación. Me mantuvieron en los limites de la condición humana. Sin esa tríada hubiera enloquecido.
La biblioteca de la penitenciaria era sólo nombre. El stock no superaba el centenar de textos. La mayoría irrelevantes. Eramos alrededor de 1500 reclusos sin nada que hacer, más que esperar la exigua ración de alimento y agua. El libro era un objeto de lujo. Tuve el privilegio de contar con una familia y unos amigos que en suma me enviaban cada tres meses una caja con decenas de libros. Pasaba todo el tiempo desnudo en la celda de aislamiento. Mientras había luz, leía y escribía. Pasaron los días, meses y años, hasta que volví a la libertad. La literatura, concluí, es la superlativa ruta de escape para un hombre desesperado, sin perspectivas de recobrar la libertad. ¡Algo había qué hacer por los que quedaban dentro de los muros!
En un encuentro literario realizado en Casa América Cataluña conocí a la escritora y activista catalana Lolita Bosch. Ella estaba al frente de Nuestra Aparente Rendición (NAR) una plataforma mundial que, mediante la denuncia y el testimonio, enfrentaba con valentía a los narcos que asesinaban a periodistas, defensores de Derechos Humanos, mujeres y cientos de personas en México. Hablamos sobre Colombia, sobre mi trashumancia guerrillera y mis años en prisión. Sobre la literatura que se lee y se hace dentro de los penales. Explique a Lolita el deficit de libros que había en la penitenciara de Valledupar. Fue así que nos hicimos cómplices de un proyecto: Libros para La Tramacúa.
Lolita contactó a Juan Marsé, el prestigioso escritor barcelonés fallecido el pasado 18 de julio. Marsé había ganado todos los grandes concursos de literatura en España y en 2008 fue galardonado con el Premio Miguel de Cervantes. Una tarde nos recibió en su vivienda en el número 106 de la calle Bailén. Vestía ropa de verano y calzaba unas sandalias. Nos hizo pasar hasta su estudio. Un lugar modesto, cubierto de libros. Sobre el escritorio había un computador portátil de modelo antiquísimo. No tengo conexión a Internet, nos dijo. Me impresionó su sencillez. Nos escuchó. Le explicamos la idea de los libros para La Tramacúa. Le entusiasmó la idea. Le pedimos que hiciera una lista de las obras que debía tener una biblioteca. Aceptó gustoso. Vengan por ella la próxima semana, prometió.
Luego nos habló sobre lo que estaba escribiendo. Le pregunté sobre qué libros leía. Leo para buscar información, respondió. Por ejemplo, prosiguió, ahora mismo estoy leyendo sobre los métodos empleados en Barcelona para contrarrestar a las ratas. En un momento se levantó de su asiento, y tomó un libro de la estantería. Me has caído muy bien, me dijo sonriente. Me sonrojé. El libro que tenía entre manos era uno de los suyos: Rabos de lagartija. Abrió el libro y con un bolígrafo de tinta negra escribió: Para Yezid con abrazos, de un amigo, Juan Marsé, Barcelona 2010. Fue un momento muy emotivo para mí. Había pasado más de 10 años leyendo a los grandes autores en un espacio que no tenía más de 12 metros cuadrados de libertad, y en ese instante tenía al frente a uno de los grandes que me trataba con cariño y me obsequiaba una de sus obras sin la mediación de un librero. Antes de irnos me indicó una caja de cartón que estaba en el suelo que contenía alrededor de unos 25 libros. Llévatelos, son todos nuevos, me lo envían las casas editoriales para que los lea y escriba algún comentario, explicó. La mayoría de títulos que estaban en la caja aún no estaban expuestos en los estantes de las librerías. Yo, concluyó, no tengo tiempo para leer estas cosas. Volvimos a la calle radiantes. Me abracé con Lolita. Los libros para La Tramacúa tomaban forma.
Volvimos una semana después. El encuentro fue breve. Sobre el escritorio del maestro Juan Marsé había un legajo de papeles emborronados con palabras escritas a mano. Aquí está la lista, mientras me pasaba las hojas, espero no haber saltado a ninguno de los clásicos. Lo realizado por Marsé era, desde mi perspectiva, una demostración de humildad. Hizo la tarea con la diligencia de un estudiante de bachillerato que presenta un trabajo en la que se juega la nota que le permite pasar al siguiente curso. Ocho páginas de su puño y letra. Había descartado la frialdad del computador para confeccionar el listado. En las ocho páginas, que aún conservo, el ganador del Premio Cervantes, había escrito el título de 333 obras con sus respectivos autores y autoras. Lolita llamó a estos papeles: “La lista Marsé”. Primero estaban las novelas, luego los cuentos, seguían los libros de aventuras, la novela negra y al final las obras de teatro y poesía. Nos despedimos. Los libros para La Tramacua tenían padrino.
Lolita envió la “Lista Marsé” a las editoriales radicadas en Barcelona, acompañada de un texto en el que explicaba la finalidad de los libros. En un abrir y cerrar de ojos los libros llegaron al lugar que habíamos fijado como centro de acopio: la Escola de Cultura de Pau de la Universidad Autónoma de Barcelona que en ese momento piloteaba Vicenç Fisas, titular de la Cátedra UNESCO sobre Paz y Derechos Humanos en el alma mater, ganador del Premio Nacional de Derechos Humanos en 1988 y autor de medio centenar de obras. Teníamos los libros pero no cómo hacerlos llegar hasta las manos de los reclusos de la Penitenciaria de Valledupar. En la ruta de los libros hacia La Tramacúa nos íbamos a encontrar con algunas piedras en el camino.