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En Colombia, no todo el que la hace la paga

La decisión de la Corte Suprema de Justicia de ordenar la detención del expresidente Uribe ha sido calificada por la prensa internacional como un “hecho histórico”, no porque tenga algo de extraordinario la detención de un delincuente con poder, sino porque en Colombia la impunidad es la regla general

Mafia y Justicia

Imagen de Pete Linforth en Pixabay

Un país que supera en pobreza y desigualdad a sus vecinos está condenado a la tragedia. Cuando la justicia falla, todos los males florecen y lo anormal se convierte en parte del paisaje. La justicia es un estadio universal. No puede ser selectiva ni aplicarse teniendo en cuenta el color político, la posición económica o social. No puede aplicarse por capricho ni con la intención de beneficiar a un ciudadano en especial. No puede constituirse en un elemento de persecución porque, sencillamente, deja de ser justicia y se convierte en una herramienta de venganza.

Hoy, en Colombia se habla de polarización, pero se deja por fuera la aplicación real de lo que es la justicia, no sólo la que yace en los códigos que nos rigen, sino también esa que no está escrita en ninguna parte y que nos permite ayudar al vecino al que el invierno le derrumbó el techo sobre la cabeza o a la anciana que busca cruzar la calle en compañía de su perrito. Hans Kelsen afirma en uno de sus ensayos que no puede haber justicia sin libertad, ya que ningún orden social será justo si no se garantiza la libertad individual, pues sin esta es imposible sentar las bases de la democracia.

¿Cómo puede hablarse de democracia cuando la administración del Estado se encuentra en manos de clanes mafiosos que fungen de partidos políticos?

¿Cómo puede entonces hablarse de democracia en un país de 50 millones de personas donde 30 millones viven en la pobreza? ¿Cómo puede hablarse de democracia cuando la administración del Estado se encuentra en manos de clanes mafiosos que fungen de partidos políticos? ¿Cómo puede hablarse de democracia cuando la justicia ha sido inferior a las 300 investigaciones abiertas a un expresidente de la República acusado, desde hace más de 25 años, de crímenes de lesa humanidad y de faltas disciplinarias graves? ¿Cómo puede hablarse de democracia cuando el señor que dirige el gobierno, en una flagrante falta, arrecia en una alocución televisiva sus críticas contra las decisiones de la Corte Suprema de Justicia porque esta, después de siete años de investigación sobre sobornos y falsificación de testigos, decide cobijar con medida de aseguramiento al expresidente que durante 25 años se ha burlado de la justicia?

Esta decisión ha sido calificada por la prensa internacional como un “hecho histórico”, no porque tenga algo de extraordinario la detención de un delincuente con poder, sino porque en Colombia la impunidad es la regla general. Para los seguidores del expresidente y senador, esta decisión del máximo tribunal de justicia del país ha sido calificada de persecución política, de un complot orquestado por un grupo de “magistrados de izquierda”, apoyado, seguramente, por el Foro de Sao Paulo. Tanto es el delirio que ya se escuchan voces, como la de la senadora Paloma Valencia, una de las más fervientes seguidoras del expresidente, y la de la señora María Fernanda Cabal (otra superfan), pidiendo a gritos una Asamblea Nacional Constituyente que modifique de una vez por todas la estructura de la justicia del país y acabe con ese “embeleco” de la Jurisdicción Especial para Paz, un tribunal creado, según han afirmado, “para beneficiar a los criminales de las Farc”. 

En este sentido, no deja de ser curioso que la democracia colombiana no sea para el partido de gobierno un asunto de bien común, como lo entendieron los griegos clásicos, sino de intereses particulares. Es decir, de círculos: círculo de amigos, círculo de cercanos, círculo familiar, círculo empresarial y círculo de delincuentes amigos para armar el roscograma. De esta manera, logran crear una estructura viciosa, delincuencial, pero con bases en la legalidad, que les facilita gobernador sin mayores obstáculos, pues no sólo montan como Fiscal General de la Nación a un tipo sin muchos méritos, a un Contralor de bolsillo y a un Procurador cercano, sino que también alcanzan el dominio del Congreso, no porque sean mayoría, sino por los profundos niveles de corrupción que carcomen esa corporación, donde es más importante hacerse a una embajada, un consulado o a una notaría para la esposa, el hijo, el amigo o la tía universal, que presentar un proyecto de ley que declare el agua no como una mercancía, sino como un bien preciado y gratuito para todos los ciudadanos.

Pero en Colombia, hay que dejarlo claro, hasta la sal se corrompe.

Ha sido profesor en la Universidad de Cartagena y en la Tecnológica de Bolívar. Ha escrito artículos de opinión para la revista Semana, El Espectador , Víacuarenta y Publimetro

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