“Colombiano bueno muere chiquito” decían en Venezuela en los ochenta y noventa, acostumbrados a escuchar sobre la violencia desmedida en el país vecino.
No es para sorprenderse, pues en esos años lo que sabían de Colombia en el mundo era que el país estaba inundado de narcotráfico, violencia, pobreza, corrupción y migraciones forzadas. En aquel entonces Colombia era vista bajo el prisma de películas como Rodrigo D, no futuro de Víctor Gaviria, y el universo que envolvía al sicariato juvenil de Medellín era producto de exportación.
Rodrigo D soñaba con ser baterista de una banda de punk. Quería dejar huella en su paso por la vida porque sabía que era muy corta. Aprendió a tocar de oído y con cubos de basura porque no tenía posibilidades de aprender en una escuela. No había cumplido veinte años y ya sabía lo que era la muerte en diferentes modalidades, la marginalidad, la exclusión, y conocía de sobra la impunidad. Sin embargo, soñaba.
El protagonista de lo que llaman cine social; el de los actores naturales que no necesitan mucho guion para enseñar su particular universo, creció en un país que no ofrece nada a los jóvenes más que reclutamiento forzado, violación, pobreza y estigmatización. No se puede ser joven en Colombia.
Hoy esa frase macabra con la que se referían los venezolanos a sus vecinos vuelve a cobrar sentido, a juzgar por el asesinato de cinco adolescentes en Cali; ocho jóvenes en Samaniego y dos niños en Leyva, en el departamento de Nariño. Según la ONU, en el país se han perpetrado 33 masacres en lo que va de 2020, y todavía faltan siete por documentar.
Hay hipótesis sobre los posibles autores de los crímenes, comunicados que se atribuyen los asesinatos y otros que los desmienten. Se acusa a las víctimas de buscarse su suerte por estar en el lugar equivocado, se justifica su muerte como si fuera posible encontrar un solo argumento que permita el asesinato impune de chicos y chicas indefensos. Los asesinatos cometidos en Samaniego, al igual que los de Cali, revelan la crueldad del país que no piensa en la juventud. Pero la juventud sigue soñando.
Por ejemplo, cuando ganó el NO en el plebiscito por los acuerdos de paz en 2016, los jóvenes salieron a la plaza, encendieron velas, sacaron instrumentos y montaron Paz a la Calle. Porque a pesar de vivir en un país en el que nunca se cumplen las promesas, que los enfrenta a la precariedad económica, al reclutamiento forzado y al trabajo mal pagado, los jóvenes siguen soñando. Por eso salen a la calle y paralizan las vías de las grandes ciudades cuando exigen su legítimo derecho a una educación pública y de calidad, porque siguen soñando.
Porque la juventud es esa etapa de la vida donde nacen las pasiones, se descubre el amor y se gestan los sueños para vivir el futuro. Es el tiempo en que la vida nos pide atrevernos, lanzarnos, romper barreras, estructuras y modelos para crear otros nuevos.
Nariño es hoy en día una región castigada por los restos de la guerra, como lo son muchas otras zonas de Colombia donde se enfrentan grupos armados de los que nadie sabe nada, como siempre. Podríamos decir, como en otras editoriales o columnas de opinión, que se requiere medidas urgentes por parte del Gobierno para aclarar estos crímenes y que deben crearse políticas públicas que le abran el espacio de participación a las nuevas generaciones, pero eso son solo palabras repetidas cientos de veces, multiplicadas en las redes sociales y en los medios de comunicación. No son más que eso, palabras.
Lo que realmente urge es la construcción de un país que crea en el inmenso valor de la juventud y tenga la valentía de no temer a aquellos que tienen sueños y quieren un futuro mejor.
Rodrigo D creció en un país inundado de narcotráfico, violencia, pobreza, corrupción y migraciones forzadas. Su historia fue galardonada con reconocidos premios cinematográficos, pero ya es hora de que Colombia ofrezca un mejor futuro a la juventud. Es hora de que los sueños dejen de ser una película. La juventud necesita futuro que les permita crecer y no morir antes de tiempo.