Miércoles, 11:57 p.m. Por fin puedo sentarme a escribir la columna para EL COMEJÉN. Llevo un par de días corriendo de aquí para allá buscando carpetas, cuadernos, una regla redonda, bolígrafos, clasificadores de colores, témperas, folios de diferentes tamaños, gafas de protección para la primera clase de química y unas cuantas cosas más para mi hijo de once años que mañana empieza la secundaria.
Si en un mes cierran de nuevo los colegios, volveremos a la falacia de la educación online y tendré que venderlo todo por Internet.
He esperado hasta el último momento para hacer las compras porque no sabía con certeza la fecha de inicio de curso. Llegué a pensar que no necesitaría muchos cuadernos pensando que tal vez volveremos a las clases virtuales. Hace una semana todavía tenía dudas al respecto porque en Madrid, y en España en general, desde que comenzó la pandemia los niños han sido los grandes olvidados. En junio se abrieron bares, terrazas, playas y discotecas, pero los colegios no han tenido directrices claras para empezar el nuevo año escolar. Al parecer, tres meses de encierro y dos meses de vacaciones no han sido suficientes para planificar.
¿Vale la pena comprar los diez archivadores plásticos que están en la lista, o el estuche para guardar los lápices? Porque si en un mes cierran de nuevo los colegios, volveremos a la falacia de la educación online y tendré que venderlo todo por Internet. Espero que el material escolar no acabe lleno de polvo en la biblioteca si vuelven a confinarnos.
Mami, qué pereza volver al colegio, dice mi hijo. Le inquieta que este año le dejen más tareas para hacer en casa, tener varios profesores y no coincidir en la misma clase con sus amigos. A mí me preocupa que pueda contagiarse de coronavirus, sobre todo porque si él me contagia a mí se desajusta toda nuestra logística familiar. Me inquieta el efecto que pueda tener en él llevar la mascarilla puesta durante ocho horas, los separadores transparentes entre pupitres, los grupos burbuja que se romperán como pompas de jabón.
Por momentos siento que voy a mandarlo a un entorno de riesgo muy alto, que debería dejarlo en casa, pero por otro lado pienso que la vida hay que vivirla con lo que viene.
He intentado darle vuelta a la situación y ver el lado positivo de las cosas, aunque yo estoy más inquieta que él, pero soy su madre y me corresponde sonreír, darle ánimo y ayudarlo a relativizar los temores. Tendrás nuevos amigos, y a los de siempre podrás verlos los fines de semana si no coincides con ellos en la misma clase, le digo mientras acaricio su pelo para que se relaje.
Cualquier otro año mi lista de beneficios frente al cambio que le espera sería más larga. Pero lo cierto es que no tengo mucho que agregar. No sé cómo explicarle que mi mayor angustia es no poder protegerlo frente a riesgos que son desconocidos para mí. He estado preparándome para dar largas charlas sobre el primer amor, la sexualidad en la adolescencia, las drogas, el alcohol y las malas compañías. Pero no sé cómo explicarle un mundo que también es nuevo para mí.
Por momentos siento que voy a mandarlo a un entorno de riesgo muy alto, que debería dejarlo en casa, pero por otro lado pienso que la vida hay que vivirla con lo que viene y que no puedo conservarlo conmigo en casa, solo y aburrido. Responsabilidad y culpa bailan juntas y no tengo derecho a negarle la vida que le corresponde.
Bailamos al ritmo de los políticos que no ven la educación como una prioridad.
Tengo que llevarlo al colegio, repetirle cien veces que no se olvide de lavarse las manos cada vez que pueda, que no se le ocurra cambiarse la mascarilla de ninja que le ha regalado el padre con ningún otro niño, aunque ese otro lleve a Spiderman en la sonrisa. Debo transmitirle el ánimo y la confianza que a mí me faltan.
Los profesores también están preocupados. Sobre todo, aquellos que han tenido que ir a hacerse una prueba serológica a la que han sido citados de un día para otro. El descontrol ha sido tan grande que la convocatoria ha sido suspendida después de que cientos de maestros hicieran fila durante horas, sin poder evitar las desaconsejadas aglomeraciones.
En las noticias dicen que los niños son súper contagiadores, que van por el mundo repartiendo Covid-19 como polvo de estrellas en el universo. Que no, que no lo son, dicen las noticias del día siguiente. Que sí, que no, que sí, que no, que sí. La indecisión parece una ronda infantil de cumpleaños. Y padres y madres bailamos para que los niños no tengan miedo y también se atrevan a bailar.
No era este el mundo quería para mi hijo. Esperaba un lugar más amable, menos amenazante, más limpio y menos mezquino.
Bailamos al ritmo de los políticos que no ven la educación como una prioridad. Lo que resulta muy injusto, porque si lo fuera se habría aprovechado mejor todo este tiempo para planificar un regreso a clases con algo más que separadores entre mesas y turnos en el comedor. Un regreso que contemple la conciliación familiar, la falta de recursos en muchos hogares, la falta de preparación del personal docente en el uso de la tecnología, la apatía de muchos alumnos y el retraso en el programa académico, entre otras cosas.
Los niños han sido los grandes olvidados durante el caos generado por la pandemia. Es una lástima porque los niños escuchan mejor que los adultos. Asumen el autocuidado mejor que los adultos. Cumplen las normas mejor que los adultos. Distinguen prevención de paranoia mejor que los adultos. Pero nos hemos empeñado en tratarlos como al jarrón chino de la abuela, ese al que todo el mundo le tiene un cariño especial, pero nadie sabe dónde ponerlo.
No era este el mundo que quería para mi hijo. Esperaba un lugar más amable, menos amenazante, más limpio y menos mezquino. Creo que no he hecho mucho para que las cosas sean diferentes, pero mañana estaré en la puerta del colegio a la hora acordada, con el móvil en la mano para tomarle una foto en su primer día de clase en secundaria.
Le daré un beso en la frente y le veré entrar por la puerta de los alumnos mayores, sabiendo que cada día, al salir, estará cada vez más lejos del niño que yo quiero proteger. No sé cómo será el año que le espera en el colegio, pero con o sin coronavirus estaré esperándolo a la salida, lo llevaré al baloncesto y, muerta de miedo, pero con una sonrisa, le animaré a vivir con la confianza que a mí me falta, porque me niego a tratarlo como al como al jarrón chino de la abuela.