No recuerdo la última vez que se me ocurrió celebrar algún acontecimiento significativo sin sentir la necesidad de compartir una copa. Cumpleaños, graduaciones, reuniones con amistades no frecuentadas en mucho tiempo, comidas familiares… encuentros tan dispares hermanados por un mismo vínculo cultural: el alcohol.
El alcohol es cultura. Y antes de que se me lleve a la hoguera por blasfemia, debo decir que no vengo aquí a fomentar el consumo de este ni mucho menos, simplemente quiero invitar a la reflexión y al diálogo entorno a un tema que me corroe cuanto más investigo sobre el mundo de las bebidas: ¿por qué no tenemos una educación alcohólica?
La/el joven bebe igualmente en la inconsciencia, con cierta repulsión y contemplando el acto como algo clandestino o casi vandálico.
Con semejante barbaridad etílica quiero referirme a la educación alcohólica como aquella que tiene que ver con el conocimiento del mundo del alcohol desde una perspectiva vinculada al patrimonio cultural. Estadísticamente, existe un porcentaje muy pequeño de personas que crecen con un cierto conocimiento sobre el beber, comparado al extendido uso y mal uso del alcohol. Bebemos para acompañar festividades y rituales de varios tipos, pero indagamos poco en por qué lo hacemos o en la calidad de lo que nos metemos en el cuerpo, por no hablar de si se tiene una clara noción de todos los efectos que nos causa.
Acuérdense por un momento de su adolescencia: nos iniciamos en el alcohol de manera abrupta y chocante, sin capacidad crítica. Nuestros padres nos advierten constantemente de que no debemos beber, está mal, pero sus razones, lejos de ser convincentes, son amenazas infantiles equivalentes a decir a los niños que si no comen se los llevará el hombre del saco.
El problema de acercase joven al alcohol es llegar desde la ignorancia y truncando la sobreprotección paternalista que centra toda su energía en prohibir en vez de educar, dialogar o guiar ante las decisiones alcohólicas que vendrán en su mayoría por convención social.
Para una persona que empieza a descubrir el mundo de los adultos, no existe sentido aparente tras una prohibición pobremente argumentada; se trata más bien de un desafío. La o el joven bebe igualmente en la inconsciencia, con cierta repulsión y contemplando el acto como algo clandestino o casi vandálico. Se bebe sin siquiera comprender por qué nuestros adultos o directamente nadie en su sano juicio querría ingerir algo que de entrada resulta astringente, amargo y desagradable.
De lo social y lo ancestral
La historia de los alimentos y de las bebidas es gran parte de lo que nos ha hecho seres culturales, y aun así en nuestra época escolar esta realidad tiene escasa relevancia. Cuánto sabemos de los reyes y los colonizadores, de sus hijos bastardos y amantes, y qué poco sabemos de lo que se comía y bebía en su época. Son contadas las referencias gastronómicas o alcohólicas en los libros de historia de los colegios, la pobreza cultural está a flor de piel en las aulas.
Sin embargo, el alcohol siempre ha estado ahí. Nos ha acompañado históricamente en la toma de decisiones políticas, en el establecimiento de negocios, en el desarrollo industrial de las ciudades e incluso en la independencia económica de las mujeres.
El alcohol siempre ha sido un motor latente, y aunque no se grita a los cuatro vientos, es uno de los motivos por los que pasamos de nómadas a sedentarios en un momento dado de la Historia. Con todas estas premisas, es una injusticia querer borrar su universalidad tras la cortina hipócrita de quien se guarda sus borrachos de puertas para adentro.
El acto de beber se ha forjado muy cerca de nuestra emociones y subconsciente, pero también como parte relevante de nuestra alimentación y de la evolución de nuestra medicina. Cuántas veces se ha utilizado el alcohol como remedio a males varios, como bebida salubre del día a día para niños y adultos, como forma de llegar a Dios, o para liberar emociones y ahogar penas.
Pocos elementos culturales nos hacen más homo sapiens sapiens que nuestro pasado ligado a las bebidas etílicas. Hablar del alcohol sin otorgarle un significado es banalizarlo y bandalizarlo, convertirlo en agua para los cerdos, reducirlo a una mancha en nuestra pulcra cultura. Beber siempre significa algo, nos resulte más o menos molesto. Aun así, tras unos 9.000 años de idilio, seguimos culpando al alcohol de todo lo malo que pasa en el mundo. Maldito sea, es el diablo.
¿Es posible una cultura del alcohol sana lejos de la adicción y los malos hábitos?
Si bien es innegable la universalidad y atemporalidad de la embriaguez, nuestras carencias y debilidades como humanos pasan por el abuso del alcohol, convertido en un mal mayor y una vía de escape tóxica. Se culpa al alcohol de destruir a las personas, pero no se responsabiliza lo suficiente a una sociedad mezquina con el sufrimiento del prójimo, a la que se exime de su responsabilidad individual y colectiva.
El alcohol siempre ha sido un motor latente, y aunque no se grita a los cuatro vientos, es uno de los motivos por los que pasamos de nómadas a sedentarios en un momento dado de la Historia.
Es triste que el interés por el crecimiento económico haya arrinconado una parte de nuestra historia dirigiéndola a duras penas a unos pocos curiosos, y por supuesto, a los que pueden pagar por llegar a ella. No nos engañemos, estudiar alta gastronomía o sommelería para aprender sobre el beber y el comer es más bien elitista, pues la información y formación gastronómica debe ser patrimonio de libre acceso.
El ecosistema social nutre el estigma del borracho, el poca vergüenza e irrecuperable, pero me pregunto cuánto más útil sería invertir energía y recursos en dotar a nuestros jóvenes de una educación no basada en el miedo o la censura, sino centrada en el conocimiento real del alcohol y, sobre todo, en el reconocimiento de nuestros estados emocionales.
Beber es en sí un acto cultural lleno de connotaciones a veces positivas, tantas otras negativas y mal gestionadas. El alcohol y su función social va mucho más allá del simple divertimento o la amargura: nos acerca o nos divide, nos clasifica en estatus sociales, nos llama cultos o ignorantes cuando quiere y cuando le conviene; nos brinda felicidad o nos sume en la más absoluta pena. Finalmente nos humaniza con todos nuestros defectos, y no falla en recordarnos que simplemente no somos perfectos.