La sociedad colombiana es una sociedad traumatizada. Fue forzada a presenciar el peor escenario de sangre de Occidente, y uno de los peores del mundo en la segunda mitad del siglo XX, cuyo momento cumbre fue la toma de las instituciones por parte de la alianza entre paramilitares, políticos y mafia. Tanta atención en el caudillo que encabezó tal operación parece hacer olvidar que la ideología que soporta ese proyecto, el fascismo criollo, es un fenómeno social, es el gran elefante en la sala que nadie quiere ver y que no ha sido tocado por el proceso de paz.
El incumplimiento de los acuerdos de paz de 2016 y la violencia estatal ejercida hoy contra los jóvenes en las ciudades puede ser el origen de una nueva guerra, en una Colombia urbana.
Ese fascismo criollo está impregnado en el ADN de la sociedad colombiana y sus instituciones. Es el que justifica el asesinato de grafiteros o la “limpieza social” a manos de policías, las violaciones cometidas por soldados a niñas indígenas, el bombardeo de menores reclutados a la fuerza, los espionajes y los perfilamientos. El saboteo sistemático del presidente Iván Duque y su partido, a la implementación de los acuerdos de paz, ha impedido que la sociedad colombiana y sus instituciones reconozcan lo que pasó, miren el monstruo a la cara y cambien de verdad para seguir adelante, para dejar atrás la guerra en toda su dimensión.
Ese fascismo criollo es el verdadero obstáculo a vencer como sociedad. Los que siendo jóvenes padecimos a Álvaro Uribe como presidente hablamos desde la experiencia de un país donde cualquier crítica era un acto de terrorismo, donde todos éramos sospechosos de ser miembros de la guerrilla y cualquier manifestación popular estaba infiltrada por grupos armados. El país donde todos los grandes medios de comunicación hablaban y escribían en coro. ¿Les suena a algo conocido?
El fascismo criollo de antes, el de Uribe presidente en persona, se presentó como la salvación frente al avance de la guerrilla. El fascismo criollo de hoy, el del subpresidente Duque, es una respuesta al avance democrático de la sociedad colombiana, en gran parte gracias al acuerdo de paz de 2016. Por eso los muertos son los jóvenes, los del paro de noviembre, los que se la están jugando por la paz. Por eso es la policía la que dispara. La misma policía que mató a Nicolás Neira, de 15 años, en la marcha del Primero de Mayo de 2005. La misma policía que mató a Dylan Cruz, de 18 años, en el Paro Nacional el 25 de noviembre de 2019. La misma policía que mató a Javier Ordóñez, de 44 años, el 9 de septiembre. La misma policía de los años de la guerra, la que disparó contra los civiles en Bogotá, la que le sirvió a Uribe y que hoy le sirve a Duque.
El ejemplo de lo que se puede esperar son las 56 masacres cometidas en lo corrido del 2020.
El incumplimiento de acuerdos de paz y la violencia estatal ejercida contra campesinos en los cincuenta y sesenta fueron parte del origen de la guerra de guerrillas del siglo XX, cuando Colombia era un país rural. El incumplimiento de los acuerdos de paz de 2016 y la violencia estatal ejercida hoy contra los jóvenes en las ciudades puede ser el origen de una nueva guerra, en una Colombia urbana. La sociedad se enfrenta a una decisión que marcará el curso de las próximas décadas: o se decide a abandonar a los representantes de ese fascismo criollo y su proyecto, o se prepara para un nuevo ciclo de la confrontación militar, esta vez mucho más descompuesta por el narcotráfico, otras economías ilegales y la crisis climática. El ejemplo de lo que se puede esperar son las 56 masacres cometidas en lo corrido del 2020.
No aguanta asustarse con el cuero. Justificar los muertos es algo del pasado. Las declaraciones que al momento de los hechos culpan a alguna guerrilla no pueden ser aceptadas. El cuento de los infiltrados en las manifestaciones es inadmisible. Que las máximas autoridades civiles se pongan del lado de quienes aprietan el gatillo ya no es una respuesta válida. A pesar de todas las críticas y estos dos años de gobierno de Duque, el acuerdo de paz de 2016 ha abierto una ventana de oportunidad para el cambio democrático. La sociedad colombiana ha cambiado, en particular sus jóvenes, que se niegan a repetir la historia, que perciben el mundo de otra forma y que no están dispuestos a soportar el estado de desigualdad, violencia y miedo que les fue impuesto a sus padres. El fascismo criollo del subpresidente Duque no cuenta con el consenso que acompañó al fascismo criollo de Uribe presidente.