Esta semana me preguntaron: ¿por qué las mujeres escriben menos que los hombres? Así, sin anestesia, dando por hecho que efectivamente escriben menos y que lo pertinente ahora era preguntarse por qué. ¡Vamos por partes, por favor! ¿Escriben menos o publican menos? Cifras oficiales no hay, pero según cálculos de críticos de literatura, de cada 100 novedades en narrativa 25 son de autoras. Y para confirmar que publican menos también nos podríamos guiar por una visita que hizo @Stiby2 en 2017 a una librería para poner números a su corazonada: 531 libros escritos por ellos contra 251 escritos por ellas.
Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos después de una jornada laboral, de hacer la cena, de acostar a los niños, de preparar la comida para el día siguiente, de ordenar un poco la casa y de responder a los 200 mensajes de correo electrónico y de sus grupos en WhatsApp.
Entonces, ahora así, volvamos a nuestro punto de partida: ¿por qué? Dice la editorial Cerbero que las escritoras deben sentirse muy seguras de que tienen opciones de ser publicadas antes de enviar sus manuscritos a una editorial, mientras que los escritores lo hacen sin pensárselo dos veces. Que ellas deben acudir al viejo truco de cambiarse el nombre para que las tomen en serio y que el bajísimo porcentaje de mujeres premiadas por su obra literaria confirma que hay mucho camino por recorrer en esto de la paridad.
Aquí me detengo para recordar a Alice Munro cuando se ganó el Nobel en 2013. En todas las reseñas de aquel momento se destacaba como gran anécdota que la señora logró hacer sus primeros cuentos aprovechando las siestas de sus hijas y, además, se recordaba un recorte de prensa de 1961 que titulaba: “Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos». ¡Qué gran logro! Lleva la casa, es madre y, como si fuera poco, saca tiempo para “escribir relatos”. Es decir: primero cumple con sus obligaciones y luego, se dedica a hobbies y aficiones varias. Pongamos el mismo titular en 2020 y nos quedaremos cortos. Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos después de una jornada laboral, de hacer la cena, de acostar a los niños, de preparar la comida para el día siguiente, de ordenar un poco la casa y de responder a los 200 mensajes de correo electrónico y de sus grupos en WhatsApp. ¿Muy caricaturesco? No.
La carga mental de la vida doméstica la llevamos nosotras. Decidimos prácticamente todo en la vida cotidiana de los hogares: lo que hay para comer, cuándo hay que limpiar, si ya toca bajar la basura, si a los niños se les está quedando corta la ropa, qué regalar en los cumpleaños de cada familiar… ¡todo! Esa presión invisible pero latente se traduce en un agotamiento físico y emocional que, difícilmente, deja espacio para la creatividad. ¿Que estoy generalizando? Sí. Generalizar permite dibujar radiografías sociales como la que pretendo hacer para responder a la pregunta que dio origen a este texto. Y en este tema, créanme, las excepciones son eso: lucecitas que destellan en un firmamento oscuro.
Ellos, los hombres que viven y se crían con nosotras, tendrían mucho que hacer para que el relato que escribamos a partir de ahora no nos implique tantas culpas ni nos robe tanta energía vital.
Por supuesto que en los últimos años los medios de comunicación y, sobre todo, las pequeñas editoriales se han encargado de enseñarnos el amplísimo abanico de autoras que despuntan con nombre propio, pero no voy a entrar aquí a debatir temas de cuotas femeninas ni mucho menos a comparar talentos como si fuera una guerra de sexos. Eso se lo dejo a los especialistas en el mundo editorial, que son bastantes y se enzarzan en complejísimas discusiones. Yo vuelvo la mirada sobre lo básico, sobre las dificultades para conciliar vida familiar y laboral y sobre los que se suponen son nuestros deberes cotidianos.
Ellas, las que escriben y publican, también llevan el rótulo de “cuidadoras” colgando de algún hilo. Con o sin hijos, se enfrentan a los estereotipos que hemos asumido por siglos y que parecen condenarnos a demostrar continuamente todo lo que hacemos y que toda carga es poca. ¡Stop! La historia, como la literatura, también puede dar giros narrativos inesperados y aquí hay un 50% de protagonistas que podrían intervenir de manera diferente. Ellos, los hombres que viven y se crían con nosotras, tendrían mucho que hacer para que el relato que escribamos a partir de ahora no nos implique tantas culpas ni nos robe tanta energía vital. Pero hasta que no podamos hablar de una distribución realmente equitativa de las labores domésticas y de una efectiva conciliación familiar y laboral, seguiremos escribiendo lo que podamos, mientras nuestros hijos hacen la siesta y hasta que el café nos permita seguir despiertas.