Nos acercamos a curiosear la patera volcada a la orilla del mar, en Fuerteventura. Según las noticias, 16 subsaharianos habían sucumbido en las aguas del Mediterráneo por sobrepeso y hambre, después de varios días a la deriva tratando de burlar el ‘muro invisible’ impuesto por las autoridades europeas. La guardia costera sólo remolcó la indeleble patera como testimonio de su efectividad anti-migratoria. No había restos de comida en la patera, ni botellas vacías o cosa parecida como testimonio de que hubieran comido algo los últimos días. Sólo había restos de papel, todos de hojas de biblias. Se habían comido varios libros sagrados porque, en un hueco de la proa, había varios Apocalipsis.
Las mafias se encargan de patrocinar el sueño y la muerte por ahogamiento. No llegan, no regresan. Asisten a la ceremonia de su muerte, a ese rumor de las olas y al horizonte sin límites.
Seguramente, si no hubieran naufragado, se habrían comido hasta los Apocalipsis, dijo un subsahariano rescatado de otra patera y detenido en un albergue. El sueño de llegar al primer mundo quema más que un Apocalipsis en las entrañas.
Esta es una fábula que pretende ser ficción, publicada en mi último libro de relatos, pero que, desgraciadamente, hace parte de la realidad cotidiana del mar Mediterráneo, convertido en el cementerio más grande del mundo, solo superado ahora por los grandes cementerios de las víctimas de la peste.
Las estadísticas de emigrantes africanos víctimas de la inestabilidad global, las guerras, la pobreza extrema, la persecución política, el cambio climático, las mafias y hasta la violencia de género que pretenden llegar a Europa a través del Mediterráneo no son reales. Solo se cuenta en ellas aquellos ahogados que tienen testigos. Esos 2.220 de 2018, los 1.200 de 2019 y, para decir algo muy reciente, los 111 en un solo mes, julio de 2020, son una ficción más. A los ahogados reales nadie los conoce. Son miles y miles. Y son en su mayoría jóvenes, pero también niños. 500 se ha contado en los últimos tres años.
Europa cierra los ojos y las fronteras. Los barcos de las ONG que rescatan a los sobrevivientes de los naufragios o evitan que se ahoguen pasan días y hasta semanas esperando a que alguna autoridad italiana, griega o española les dé permiso para atracar.
Tras salir de Libia, una de cada 14 personas se ahoga en el Mediterráneo. Según el ACNUR seis personas mueren cada día en el mar.
El mayor cementerio del mundo de migrantes y refugiados es un cementerio de pobres, pero son aquellas personas con capacidad de producción, pues son los que prometen a sus familias, una vez instalados en el primer mundo, no solo enviarles una remesa mensual, sino rescatarlos también de la esclavitud en que viven. Las mafias se encargan de patrocinar el sueño y la muerte por ahogamiento. No llegan, no regresan. Asisten a la ceremonia de su muerte, a ese rumor de las olas y al horizonte sin límites.
Atrás dejan Marruecos, Guinea, Malí, Costa de Marfil, Argelia, Senegal, Gambia, Camerún, Mauritania, Islas Comores y, utilizando las rutas de Marruecos a España, Libia a Italia o de Libia a Grecia, pretenden escapar del infierno africano. Europa y los países que han saqueado a través de los tiempos a estos países los han invadido, patrocinan guerras intestinas y explotan sus recursos y mano de obra, no asumen las consecuencias de sus actos y mantienen la política de puertos cerrados a la inmigración “ilegal” y todo termina en un sueño.
Alex Armega, en Blasting News España resume el drama: “El Mediterráneo, cuna de civilizaciones, el mar que a través del comercio permitió durante siglos que las diferentes culturas de África y de Europa intercambien conocimientos, además de haber presenciado guerras y tempestades, generado mitos y hermosas canciones, hoy tiene la desdicha de alojar en sus fondos marinos a miles de personas que, en busca de las costas europeas, del sueño de una vida mejor se han dejado la vida en el intento”.
El Mediterráneo de Joan Manuel Serrat hoy no existe. En los últimos tres años, más de 120 mil solicitantes de asilo y protección en Europa han sido devueltos a sus países de origen a través de Libia o confinados en campamentos en Turquía y otros lugares. A Europa solo entran los africanos que vienen en grandes cruceros, gastan y se van.
Los que vienen en pateras tienen que enfrentarse al mar de Fernand Braudel, “Ese mar que ha sido punto crucial de tres civilizaciones como campo de guerra, control imperial en el enfrentamiento entre occidente, Roma y Grecia, cristianos y ortodoxos musulmanes, hoy es un cementerio de indigentes”.
Tras salir de Libia, una de cada 14 personas se ahoga en el Mediterráneo. Según el ACNUR, (Alto comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados), seis personas mueren cada día en el mar. Y la cifra no parará de crecer si Europa y el mundo desarrollado no asumen las consecuencias de sus actos históricos.
No basta con patrocinar campamentos de refugiados en Turquía y Marruecos, o patrocinar políticas de contención con muros materiales e invisibles. La salida es la descolonización del continente negro y promover su desarrollo material y humano para que la tragedia del Mediterráneo deje de ser la tumba humana más grande del mundo para transformarse en el mar de la canción de Serrat. Y para que cuando yo vuelva a escribir sobre el Mediterráneo no tenga la pretensión de mostrar a la realidad como fábula, sino todo lo contrario, una buena fábula como realidad.