Yerako es el término en lengua uitoto para referirse a las plantas prohibidas, esas que se enterraron en un sitio especial de nuestro territorio, lejos, para que nadie las tocara y que su espíritu no nos alcanzara. La situación de pandemia que vivimos hoy representa que hemos tocado algo que no debíamos, es la simbolización de la naturaleza modificada por el hombre.
En el Amazonas, referirse a la COVID es remembrar la ingobernabilidad en la que estamos, ese abandono estatal que vivimos diariamente en donde es protagonista la corrupción que nos azota, los políticos fantasmas, la poca relevancia que se nos brinda a la población de zonas periféricas, el aumento de precios desmedidos y sin ningún tipo de control en productos de la canasta básica, el cierre fronterizo, el narcotráfico, la deforestación, la desesperanza, el hambre, la frustración, la muerte, pero también la resiliencia, el regreso a lo propio, al origen, a la medicina tradicional.
Los médicos renunciaron porque les debían meses de pagos y no tenían garantías de ningún tipo, ni había medidas de bioseguridad. El gobernador desapareció y nadie lograba contactarlo.
Arribé la última vez al Amazonas justo antes del cierre de fronteras, aeropuertos y puertos, y me quedé forzosamente para vivir este espacio de tiempo cerca de los míos. Me refugié en mi casa de la comunidad Takana, a cuarenta minutos de Leticia y luego quince minutos por trocha. Mi madre se quedó en nuestra casa de Leticia, capital del departamento. Quién pensara el Amazonas como idílico; durante esta temporada el día a día se volvió agotador, con una consecución de eventos que cansan física y anímicamente.
Acogimos en casa a un primo muy querido, Jacobo Rodríguez, ex-trabajador de PNN y líder indígena. Llegó a Leticia en avioneta ambulancia para ser hospitalizado justo antes del inicio de la cuarentena; al salir del hospital lo destinaron a un albergue mientras esperaba su traslado a Bogotá, Cali o Medellín para sus exámenes. Pero las condiciones en los albergues son complejas, así que estuvo en mi casa. Jacobo no podía casi caminar ni hablar por su avanzada hepatitis, que nunca supimos de qué tipo era ni el grado en que estaba la enfermedad. Esperando su remisión para la toma de exámenes que no pudieron ser, debido al cierre de aeropuertos y la no autorización de vuelos, ni siquiera para emergencias médicas, falleció en plena cuarentena. Lo vimos salir de casa y nunca volvió.
Le siguió Camilo Suárez, el “diputado de la selva”. La noticia de su fallecimiento nos dejó estupefactos. No quiso ir a un hospital para no ocupar una cama que podría ocupar alguien más necesitado.
Mi madre, Felisa Añokazi, educadora y lideresa indígena, mientras lidiaba con las nuevas metodologías virtuales y a distancia que deben seguir los colegios para que sus alumnos no pierdan clase, enfermó entre los primeros grupos de contagio. Por esos días había poca información del tema. El hospital, los servicios de salud y las instituciones colapsaron casi de inmediato, no había camas, medicamentos, respiradores ni UCI. Los médicos renunciaron porque les debían meses de pagos y no tenían garantías de ningún tipo, ni había medidas de bioseguridad. El gobernador desapareció y nadie lograba contactarlo. El recinto que se estaba acomodando en unas carpas para afrontar la pandemia se inundó y se cayó en una noche de lluvia, las cifras de contagios y muertes subían de forma escalofriante. Con ese panorama, nuestra opción fue atender a mi madre en casa, con medicina tradicional, aromáticas, nebulizaciones y baños de plantas medicinales, masajes, soplos y oraciones tradicionales; mañana, tarde y noche. Solicitar la prueba COVID fue una travesía hacia un mundo lleno de vericuetos, pasando desde los organismos de emergencia para la pandemia hasta las instituciones de salud municipal, departamental, la clínica, el hospital y la EPS; todos tirándose la pelota. Para la primera prueba duramos veinte días entre gestiones y esperas. Para la segunda se tardó lo mismo y los resultados llegaron casi un mes después. Nuestra casa cerró puertas con cinco personas dentro, durante más de un mes solo hablábamos con ellos por teléfono.
Una vez mi madre me pidió entre lágrimas que entrara a verla, entré a casa y la vi desde la puerta de la habitación. Era otra, no era ella. No podía hablar, respirar, moverse ni levantarse. Fue tan fuerte la imagen, que pensé que esta enfermedad era de otro mundo, que no podríamos combatirla. Me sobrecogió pensar en tanta gente que se infectaría sin los cuidados adecuados. Mucha de nuestra gente que no tendría dinero ni para un acetaminofén. ¿Cómo afrontaríamos esto? Pero ella resistió.
Me desmoroné el día que llamó mi madre, aún desde su hamaca, hundida en la tristeza por la muerte del abuelo Antonio Bolívar, ese personaje que demostró que el séptimo arte es una ventana amiga para dar a conocer nuestra realidad y cultura, querido y respetado desde mucho antes de ser Karamakate. Fue el aviso de que mucha de nuestra gente empezaría a irse; porque cuando alguien grande se va, se lleva consigo a otros que acompañan su camino. Luego de pasearlo en ambulancia por la puerta de una clínica y el hospital general para ver dónde lo recibían, le afectó la entubación y, además, se había acabado el oxígeno en el hospital. Le siguió Camilo Suárez, el “diputado de la selva”. La noticia de su fallecimiento nos dejó estupefactos. No quiso ir a un hospital para no ocupar una cama que podría ocupar alguien más necesitado. Llamó a la ambulancia porque le faltó el oxígeno, pero una vez más la ayuda llegó tarde.
El pueblo tikuna apropió la enfermedad como si no fuera externa, le pusieron un nombre tradicional a la COVID y la volvieron suya. Siendo suya, encontraron que en lo muy profundo de su tradición las historias hablaban de ella, de cómo nacía, los riesgos que traería y contras para su manejo.
Iniciando la pandemia, todos los líderes de las organizaciones indígenas habían caído en cama con síntomas de la COVID, solo uno de ellos había recibido la prueba debido a que trabaja en la gobernación. Los demás, sin ningún tipo de atención médica tuvieron que lidiar desde casa con la enfermedad, continuar liderando sus comunidades y velando por el bienestar de ellas. Finalizando la cuarentena, Róbinson López, representante de los pueblos indígenas de la Amazonia colombiana en la COICA, con una vida entera por delante, nos dejó y continuó su camino hacia la casa de nuestros ancestros.
Las comunidades indígenas cerraron, no se pudo ingresar ni salir. Mi casa está en camino hacia cultivos de las comunidades, hacia el río, hacia viviendas de más adentro de la selva. Desde ahí comencé a ver familias enteras entrando a diferentes horas del día, todas iban, nadie salía. Los jóvenes y niños acompañando a los padres y mayores. La incertidumbre afloraba. La gente decía que había que guardarse en la selva, cuanto más adentro, mejor. Nuestros pueblos indígenas han estado constantemente en riesgo no solo por pandemias sino por guerras y colonización. Por ello, en diferentes etapas de la historia muchos decidieron entrar a la selva para nunca más salir. Ahí permanecen sanos y salvos, desde ahí nos protegen y son la esperanza de que una parte de nuestro aliento continúa intacto, inquebrantable.
En la actual sociedad occidental hemos estado corriendo de un lado a otro, pensando en producir, en generar ingresos para comprar cosas que son innecesarias; tanta prisa no nos ha permitido detenernos a percibir que hace mucho estamos enfermos. Hemos estado viviendo en una sociedad en la que abundan los hijos inservibles que han olvidado quién es su propio aliento; siendo nuestra responsabilidad cuidar y aprovechar el conocimiento de los mayores. Hemos pasado por alto que cada árbol que perdemos crea un desbalance en la tierra, que el agua de quebradas, ríos y océanos es sagrada, que vivimos en una casa que es de todos, el planeta tierra. Que tenemos un padre sol alumbrando y brindando energía a todos los seres vivos por igual. Hemos olvidado que somos humanidad. Hemos olvidado lo básico y hemos perdido la conexión con los espíritus. La ley original estaba quedando lejos, eso causó el desarrollo de nuevas enfermedades y el desequilibrio de la población.
Mucha de nuestra gente había estado tan ocupada en trabajos de ciudad, que habían olvidado las labores que nos fueron encomendadas desde el origen del universo. Desde ese origen la madre naturaleza tiene sus propias leyes y nosotros tenemos una ley de origen. La orden para los pueblos indígenas es preservar los recursos de la madre tierra, ellos fortalecen las conexiones espirituales que nos permiten tejer la vida. Mantener el equilibrio de todo es salud.
Y es que la salud para nosotros como pueblos indígenas es preventiva. Ha sido tiempo de analizar, ¿qué ha pasado con los rituales, con la parte espiritual, con el manejo de la chagra, las semillas y los alimentos? ¿Cómo se refleja hoy esa ausencia? Con el cambio climático, la realización de rituales ya no puede llevarse a cabo de acuerdo al calendario ecológico, entonces llegan las plagas, las enfermedades, los efectos sociales negativos, se afecta la gobernabilidad, porque la naturaleza afecta todo.
Por eso, en una decisión política de las organizaciones indígenas, la línea fue curarnos desde adentro, desde lo propio, porque el cuerpo es el espejo de nuestro estado espiritual. En mi pueblo uitoto por ejemplo, se dijo que ésta es una época de acatar el consejo, Yetárauai. Es tiempo de guardarse, de reflexión, de mirarnos a nosotros mismos, de reordenar y limpiar el territorio, teniendo en cuenta que el cuerpo de cada persona representa un fragmento del territorio hasta la extensión del conjunto de sitios sagrados que representan la madre tierra (la maloka, la chagra, ríos, raudales, lomas, cananguchales, caminos, etc.) es decir, la vida y el conjunto de relaciones que permiten que esos espacios y ese cuerpo sagrado se sostenga. Se necesita dietar para trabajar y estar llenos de alegría y amor. Si las comunidades conservan las curaciones, se garantiza el trabajo y el equilibrio con el medio que nos rodea.
Las enfermedades se transmiten por el aire, eso es lo que ven los chamanes por medio de telares invisibles sobre y bajo el espacio que habitamos. Ellos cuidan, protegen y dan la batalla espiritual. Para la prevención hay que alimentarse bien, mantener la funcionalidad de la comunidad de acuerdo a la ley de origen. El rol de la mujer es fundamental, se encargan de la producción, la alimentación, el cuidado de la maloka y emanan la sacralidad del territorio.
El pueblo tikuna apropió la enfermedad como si no fuera externa, le pusieron un nombre tradicional a la COVID y la volvieron suya. Siendo suya, encontraron que en lo muy profundo de su tradición las historias hablaban de ella, de cómo nacía, los riesgos que traería y contras para su manejo. Los abuelos por medio de plantas sagradas soñaron y en las visiones encontraron las plantas que curan esta enfermedad, unas que nunca habían utilizado antes para alguna medicina. Las buscaron en nuestra farmacia de la selva, las prepararon, las probaron una y otra vez hasta que pudieron manejar la medicina y la enfermedad. Curaron a su gente, curaron el territorio. Se curó desde lo tradicional.
Perdimos vidas, sí. Pero a toda costa quienes han estado en esa primera línea de la que tanto se habla han sido los médicos tradicionales, las curanderas, que han pasado de casa en casa con sus plantas, remedios y conocimientos propios sin ningún tipo de protección de bioseguridad.
Un problema grande es que el mundo occidental no quiere reconocer la medicina tradicional porque no tiene un método científico. Pero el conocimiento de la naturaleza, del territorio, de la medicina propia, el pensamiento ancestral, el uso de la chagra, la caza y la pesca, permiten que nuestros pueblos pervivan y demuestran la importancia de conservar y abrazar lo nuestro. En sí, lo que nos afecta a todos es el modelo de desarrollo capitalista que no nos permite integrar nuestro conocimiento tradicional asociado a los bosques, los ciclos biológicos, estacionales, el reconocimiento de especies, etc., porque lo ve como una amenaza a su sistema. No le interesa que nuestro conocimiento puede ser para el beneficio de todos y tampoco nos garantiza una protección a nuestros conocimientos tradicionales. Las comunidades indígenas, al igual que en otras situaciones difíciles, hemos afrontado la pandemia solos, sin acciones razonables por parte del Estado.
Perdimos vidas, sí. Pero a toda costa quienes han estado en esa primera línea de la que tanto se habla han sido los médicos tradicionales, las curanderas, que han pasado de casa en casa con sus plantas, remedios y conocimientos propios sin ningún tipo de protección de bioseguridad, atendiendo a personas sin importar si son de bajos recursos o no, sin cita previa ni esperas, sin pagos remunerados. Han mantenido a salvo cientos de vidas con una paciencia inigualable, haciendo un trabajo silencioso sin reclamar nada en absoluto. Han curado y han pasado desapercibidos por la institucionalidad que hace inversiones absurdas que se esfuman.
Yerako, ese espacio poderoso con energías nocivas ha estado presente en las atrocidades que hemos tenido que vivir a causa del desarrollo de Occidente. Pero una vez más, lo pueblos indígenas demostramos que aún está intacta nuestra sabiduría, que nuestros abuelos siguen ahí sentados pensando, cuidando y que los jóvenes no tenemos necesidad ninguna de modificar nuestros imaginarios por unos occidentales en declive.