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Adiós al debate, bienvenido el retuit

Llámame ortodoxa, pero yo había entendido que la prudencia y la ponderación eran cualidades que se esperaban de alguien que tiene en sus manos el acceso a diferentes fuentes de información y que, por tanto, pierde credibilidad en cuanto opina indiscriminadamente en soportes tan proclives a la trivialidad como las redes sociales.

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Likes. Imagen de Daria Nepriakhin en Unsplash

Uno de los tantos inconvenientes de vivir a más de 8500 kilómetros de tu ciudad de origen es que las buenas conversaciones por WhatsApp suceden mientras duermes. Allá es de noche y aquí de madrugada, pero cuando despiertas encuentras más de 70 mensajes en un mismo grupo y te saboreas el café con el debate. Esta semana ha sido, cómo no, la portada de la revista Semana con Tomás Uribe y la respuesta en forma de carta, vía Twitter, escrita por Sergio Fajardo. 

Leí con fascinación la opinión de mis amigos sobre si el centro político existe o no, abrí los enlaces compartidos para seguir entendiendo el tema y me encontré con una columna de opinión publicada en El Espectador, una caricatura sacada de Instagram y dos referencias en Twitter. El paseo por las redes sociales fue largo y productivo y será por eso que hay quienes las defienden como auténtica sabiduría popular, la cita textual que alimenta cualquier nota periodística. 

Nos encanta participar en discusiones airadas, incluso sobre temas que no dominamos, porque necesitamos opinar.

Decía Marshall McLuhan que “el medio es el mensaje” para explicar que la forma en que adquirimos la información nos afecta más que la información en sí misma. Cuando lanzó aquella frase que se estudia (o se estudiaba) en las facultades de Comunicación, el señor McLuhan se refería a las sensaciones que genera la imagen en movimiento en una pantalla, muy diferentes de aquellas que experimentamos frente a un texto pasivo en papel periódico. 

Si a don Marshall le hubieran explicado el vértigo que produce asomarse a Twitter, la ansiedad que ahoga a muchos influencers en Instagram o los miedos que propagan los comentaristas de Facebook, seguramente habría abierto una cuenta fake para hacer sus propios experimentos sociales. Entrometido, de incógnito, comprobaría que se quedó corto en su definición de “aldea global” y, que efectivamente, no es un mundo armónico -como él mismo vaticinó- pero que la controversia vacía parece alimentar todos y cada uno de nuestros sentidos. Que nos encanta participar en discusiones airadas, incluso sobre temas que no dominamos, porque necesitamos opinar. Porque sí, porque hay que meter la cucharada allá donde haya un tema de “candente actualidad”.

Pero estas actitudes caben en la audiencia, siempre ha sido así. Al público se le permite contrariarse, agitarse, envalentonarse e incluso, enmudecerse frente a las noticias. A lo que no termino de acostumbrarme es a ver a encumbrados directores de medios de comunicación emitiendo sus propios juicios de valor en las redes sociales, azuzando los ánimos para ver cuántos incautos pescan. Llámame ortodoxa, pero yo había entendido que la prudencia y la ponderación eran cualidades que se esperaban de alguien que tiene en sus manos el acceso a diferentes fuentes de información y que, por tanto, pierde credibilidad en cuanto opina indiscriminadamente en soportes tan proclives a la trivialidad como las redes sociales. 

Y mucho me temo que esta será la primera de incontables veces en que el éxito de la revista no se contará por número de suscriptores sino por retuits a su directora.

En ese amplio universo de hashtags en el que caben las descalificaciones, las calumnias y los señalamientos me movía estos días para entender lo que había desatado la portada de Semana, pero rápidamente entendí que la publicación no era el documento que servía como punto de partida de la polémica, sino la excusa ideal. 

El foco, otra vez, tenía que ponerse en quienes tienen acceso a información privilegiada y usan las redes sociales con irresponsabilidad premeditada para levantar polvorines a su favor. Y mucho me temo que esta será la primera de incontables veces en que el éxito de la revista no se contará por número de suscriptores sino por retuits a su directora. En este caso, querido McLuhan, el medio es el emisor. 

Poco queda de la periodista que fue, pero insiste en escribir. Ganó el premio Simón Bolívar de Periodismo en 2000 por la serie de reportajes "Ciudad Botero". Trabajó para "El Colombiano" de Medellín y realizó reportajes para "El Tiempo" de Colombia. Fue editora de la redacción Barcelona del "Periódico Latino". La gran mayoría de sus trabajos recientes se pueden ver en el portafolio: http://www.behance.net/ZulmaSierra.

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