Semanas antes de los comicios presidenciales del 3 de noviembre, después de un año sin precedentes y difícil de encapsular, la mayoría de los círculos políticos y mediáticos de centroizquierda se vestían de un triunfalismo cauteloso pero palpable. Las encuestas estatales y nacionales también pintaban un escenario favorable a Biden. Se daba casi por hecho que una mayoría determinante del país, tanto de liberales como conservadores, había por fin descubierto que el emperador naranja nunca tuvo traje. Sin embargo, no fue así. Resulta muy difícil entender que, en el año de la mayor oleada de manifestación social antirracista en cincuenta años, y de la exposición total de las profundas inequidades en el sistema de salud pública en medio de la pandemia, Trump haya estado a punto de ganar las elecciones aumentando su porcentaje de votos en cada minoría étnica respecto a los resultados electorales de 2016.
El descontento de cientos de miles de manifestantes de todos los grupos étnicos y estratos económicos por la injusticia racial y el fin de la brutalidad policial (o de la policía misma), había calado decisivamente en el sentir nacional. Al mismo tiempo, en muchos sectores del país, el pésimo manejo de la pandemia por parte de los gobiernos republicanos a nivel federal, estatal y local, había rebozado la honda copa de permisividad y negacionismo frente a las tendencias protofascistas del presidente.
El resultado fue aún peor para los progresistas que nos tapamos la nariz, apretamos el estómago y le pusimos el pecho de lleno a la movilización de nuestras comunidades para votar por el insípido candidato demócrata.
En junio, después de centenares de protestas y manifestaciones en todo EE.UU., como respuesta al asesinato de George Floyd, Breonna Taylor e incontables afroamericanos inocentes y desarmados a manos de policías, el promedio de encuestas nacionales tenía a Joe Biden un 10% por encima de Trump. Un escenario casi impensable dada la historia electoral moderna del país. Un día antes de las elecciones las encuestas lo tenían ganando por 8%. Sin embargo, aunque Biden ganó con 81 millones de votos, el mayor número de votos en la historia electoral del país, Trump perdió con 72 millones, el segundo mayor número de votos. Biden ganó apenas con el 51.3%.
Los Estados que finalmente determinarían el resultado de las elecciones fueron Georgia, Arizona, Wisconsin, Michigan, Carolina del Norte y Pennsylvania. En todos se pronosticaba una victoria cómoda de Biden. En Pennsylvania, probablemente el Estado más determinante, las encuestas del día anterior a las elecciones le daban una victoria del 5%, pero terminó ganando con apenas el 0.2%. Lo mismo pasó en el resto de los Swing States. Quien ganara en Pennsylvania, Michigan y Wisconsin ganaba la elección, y Biden ganó con un margen de 124,364 votos (0.007% del total acumulado de votos en los tres Estados). En los mismos Estados, pero en el 2016, Trump ganó con un margen de 190,655 votos (un 0.008% del total). Biden ganó con las uñas. Casi la mitad de todos los votantes del país sintieron que Trump merecía cuatro años más para hacer y deshacer.
El resultado fue aún peor para los progresistas que nos tapamos la nariz, apretamos el estómago y le pusimos el pecho de lleno a la movilización de nuestras comunidades para votar por el insípido candidato demócrata. Mucho se habló de una nueva coalición progresista y multiétnica, la que se había manifestado en las calles durante todo el verano en contra del racismo institucional, que rescataría al país de las garras de la ultraderecha en las urnas. Una coalición parecida mitológicamente a la que eligió al primer presidente negro en el 2008. Sin embargo, un análisis más minucioso de los resultados indicaría que esta nueva coalición simplemente no se materializó a la hora de votar.
La estrategia electoral de Trump se basaba única y exclusivamente en fomentar el miedo de los votantes blancos, conservadores y rurales con un discurso claramente machista, xenófobo, homofóbico y antiinmigrantes. Sin embargo, a nivel nacional, comparado con el 2016, Trump aumento en 5% sus votos afroamericanos, 3% los latinos y 5% entre los asiáticos. También se llevó un mayor porcentaje del voto femenino en esas comunidades. En la mayoría de los condados en el sur de Texas, en donde ciertos municipios llegan a ser compuestos hasta en un 90% de población latina y predominantemente de clase trabajadora, Trump aumentó sus votos y ganó en 14 de los 28 condados de la región. En el condado de Starr, por ejemplo, mientras que en el 2016 Clinton ganó con 60% más votos que Trump, Biden ganó con un margen de apenas el 5%. En Florida, donde se asume que la ventaja de Trump se debe a votantes cubanoamericanos y familias ricas colombianas y venezolanas, también terminó aumentando su porcentaje del voto entre mexicanos, dominicanos, y puertorriqueños.
¿Por qué? Obviamente entre cubanos, colombianos y venezolanos en el sur de Florida caló la acusación persistente de que los demócratas eran más afines o permisivos con gobiernos latinoamericanos “socialistas” (o que tal vez los mismos demócratas eran socialistas disfrazados). Pero en el sur de Texas muchas personas sintieron que la campaña de Biden no se comunicó con ellos en lo absoluto. En comunidades latinas profundamente religiosas y altamente dependientes de trabajos en el sector petrolero y en el sistema policial, carcelario y de inmigración, el mensaje conservador republicano simplemente tuvo mayor resonancia cultural, aun en condados en donde los republicanos no habían ganado en décadas. La realidad es que la victoria de Biden fue diseñada y llevada a cabo con base en condados suburbanos, mayoritariamente blancos y de clase media alta.
Debemos construir sobre el legado de las dos campañas presidenciales del senador Sanders, aprendiendo de sus aciertos y sus errores, si deseamos abrir espacios para un progresismo efectivo en el partido demócrata.
Mientras los consultores políticos de la elite demócrata en Washington D.C. insisten en que los resultados electorales son evidencia de que vivimos en un país de centro y que las elecciones nacionales no se ganan con propuestas progresistas, la experiencia de Bernie Sanders nos demuestra lo contrario. Sanders se llevó una mayoría decisiva del voto demócrata latino en Nuevo México y California (ganando así las primarias en ambos Estados), porque hizo campaña de la mano de organizaciones sociales que llevaban años trabajando en sus comunidades y porque sus directivos de campaña (como Chuck Rocha, un líder sindical del suroccidente del país), sabían que para aumentar el nivel de votación de comunidades marginalizadas, hay que crear espacios de dialogo honesto y consistente durante meses (y a veces años), antes de pedirles el voto.
Tristemente, esta orientación es poco común en organizaciones progresistas a lo largo del país, y sobre todo en el ala progresista del partido demócrata. Muchos asumimos que las comunidades rurales y los barrios populares más golpeados por las políticas neoliberales contra las cuales luchamos a nivel local siempre estarán orgánicamente de nuestro lado en su posición de “víctimas del sistema.” Al mismo tiempo, nuestras estrategias electorales frecuentemente dependen de votos liberales en sectores adinerados (generalmente blancos en su mayoría), aun cuando lanzamos candidatos de minorías étnicas.
Por dar un ejemplo concreto: está claro el beneficio político, económico y social de disminuirle el presupuesto a las fuerzas policiales e invertir esos recursos en programas sociales a nivel municipal como demanda, por ejemplo, el movimiento de Defund the Police. Sin embargo, si no tenemos organizaciones progresistas de base entablando diálogo con comunidades negras y latinas, no sabremos proponer soluciones políticas que sean sensibles a la dependencia estructural que tantas comunidades tienen con sus fuerzas policiales, sea como fuente de empleo, o como la única institución lo suficientemente financiada para responder en situaciones de crisis.
Debemos construir sobre el legado de las dos campañas presidenciales del senador Sanders, aprendiendo de sus aciertos y sus errores, si deseamos abrir espacios para un progresismo efectivo en el partido demócrata. Si algo dejan claro los resultados de esta elección, es que a nuestros movimientos progresistas les hace falta un polo a tierra.