En 2008, dictaba yo unos cursos de redacción y estructuras narrativas para estudiantes de periodismo y comunicación de la Universidad Tecnológica de Bolívar. Ese año se celebró en Cartagena de Indias el IV Congreso Internacional de la Lengua que tuvo como a una de las grandes figuras invitadas al Nobel de Literatura Gabriel García Márquez. La universidad me asignó dos actividades que consistían en presidir dos conversatorios, uno al aire libre en el Parque Bolívar, en el que participaba un grupo de reconocidos escritores, conformado por Pablo de Santis, Ángela Becerra, Santiago Gamboa, Eloi Yagüe Jarque, Mario Mendoza y Antonio Muñoz Molina. El otro, se llevaría a cabo al día siguiente en la sede de la Biblioteca Bartolomé Calvo que quedaba por entonces a pocos metros del Claustro San Agustín.
“Sólo me siento seguro aquí, en esta enorme jaula que es Barranquilla”. Bogotá le parecía una ciudad ajena, como lo son, seguramente, todas las grandes ciudades del mundo, pero en ese rumbódromo que es La Arenosa se sentía seguro.
Esa tarde, en medio del frescor que se produce en la ciudad con la caída del sol, del bullicio de la gente que pasaba y de la que se agolpaba curiosa a los alrededores para escuchar de viva voz a esas reconocidas figuras de las letras hispanoamericanas, un señor bajito, de lentes gruesos, se me acercó sonriente, una vez terminada la actividad, y puso su mano derecha en mi hombro. Había escuchado atento las intervenciones de los invitados y le pareció muy acertada la manera como conduje el conversatorio. No lo reconocí enseguida. Sólo lo había visto en fotografías y ahora parecía mucho más viejo. “Ramón Bacca”, dijo, extendiéndome su mano. La verdad es que no recuerdo con claridad si dijo “Ramón”, “Ramón Bacca”, “Ramón Illán” o “Ramón Illán Bacca Linares”. Lo único cierto fue que sus palabras fueron como el abracadabra que abre un portal al reino de la fantasía, pero en este caso el de los recuerdos, porque entonces, en ese preciso instante, me acerqué a él y lo abracé como si ya nos conociéramos desde siempre.
Hasta ese momento, había leído de Ramón un relato que llevaba por título Fantasma entre las flores, que hacía parte de la antología del IV Concurso Nacional de Cuento Jorge Zalamea de 1988, patrocinado por el Fondo de Publicaciones de Transempaques Limitada, una empresa de transportes que era propiedad de la familia del poeta antioqueño Carlos Castro Saavedra. Se lo recordé. Y él, de inmediato, como si le hubiera hecho una revelación, dijo: “Yo también leí tu cuento. Excelente. Lo que hizo preguntarme por qué no obtuvo el primer premio”. Nunca supe si aquello era en realidad un elogio, una burla disfrazada o una manera irónica de exaltar mis primeros pasos en la literatura. Con don Ramón nunca se sabía, pues manejaba un fino sentido del humor que hacía dudar a quien lo escuchaba si estaba hablando en serio o mamando gallo.
Cada palabra suya era literalmente un chiste. No recuerdo haber reído tanto en mi vida en tan pocos minutos. Recuerdo haber pensado que nadie que tuviera su sentido del humor, que fuera capaz de sacarle chispa hasta una piedra, podía ser un mal escritor.
Al día siguiente, como invitado especial, se presentó a la charla con unos lentes oscuros de monturas doradas. Llevaba colgado al hombro un maletín de cuero negro donde guardaba algunos ejemplares de sus libros. Al lado del poeta Rómulo Bustos, del novelista Alberto Duque López y de un grupo de reconocidos críticos y profesores universitarios, habló de su amor por Barranquilla, del carnaval, de eso que los estudiosos literarios llaman el proceso creativo. Entre una anécdota y otra, se burló un poco de esos escritores que, siguiendo los consejos de Gabriel García y Vargas Llosa, se levantaban a las cinco de la madrugada a escribir y terminaban su jornada creativa pasada las tres de la tarde.
“Cada quien mata los piojos a su manera”, dijo con una sonrisa tímida cuando alguien del público le preguntó minutos después qué opinión le merecía levantarse a las cinco de la madrugada a escribir. Su ritmo de trabajo, o por lo menos su horario, estaba más cercano al de Juan Carlos Onetti, quien, en una oportunidad, ante una pregunta similar, respondió: “Eso pregúnteselo a Vargas Llosa, que es un empresario de la literatura. Yo escribo cuando me da la gana”.
De aquel hombre menudo, casi nervioso, me llamó la atención su sentido del humor. El humor es, por antonomasia, un catalizador de la personalidad, o por lo menos un indicador de qué tan liberales somos. El humor que impregnaba sus textos era sutil, sarcástico, con el poder de fustigar no solamente las costumbres, sino también de burlarse de sí mismo. Recuerdo haberle dicho, en broma, que con esos lentes se parecía a Cabrera Infante. Entonces, como si le hubiera contado el mejor chiste del mundo, soltó una carcajada que se escuchó por todo el salón. “Seguramente por lo maluco”, respondió, alargando una mano y posándola sobre mi hombro.
Salimos a uno de los balcones que daba a la calle y, como si fuera a comentarme un secreto, sacó del bolso negro que le colgaba del hombro unos ejemplares de dos de sus libros. Uno era Escribir en Barranquilla, una reedición de 2005 de la Universidad del Norte, donde -supe luego- dictaba desde hacía varios años unos cursos de literatura para estudiantes de filosofía y otras disciplinas humanísticas. El otro era su celebrado libro de relatos Marihuana para Göering, que por esos días había reeditado el Instituto Distrital de Cultura y Turismo de la capital del Atlántico. Se acercó un poco más hacia mí y después de cerciorarse de que nadie más nos escuchaba, dijo: “Los estoy vendiendo”.
Lo que vino luego fue un recorrido por el centro de la ciudad en busca de un cajero electrónico. El sol había caído y una brisa suave y fresca que venía del mar había barrido las últimas crestas del extenuante calor del día. Recuerdo que bajamos por la calle de La Moneda hacia uno de los almacenes de cadena que quedaba a pocos metros. Después de retirar unos billetes, subimos a la cafetería y pedimos comida y cervezas. Hablamos de lo divino y lo humano. Nos burlamos hasta del rabo de la zorra. Cada palabra suya era literalmente un chiste. No recuerdo haber reído tanto en mi vida en tan pocos minutos. Recuerdo haber pensado que nadie que tuviera su sentido del humor, que fuera capaz de sacarle chispa hasta una piedra, podía ser un mal escritor. Antes de despedirnos, sacó del bolso un par de ejemplares y escribió en uno: “Para Joaquín Robles, con afecto (soy malísimo para las dedicatorias). Ramón Illán. Mayo de 2008”. En el otro, me lanzó un piropo: “Para el gran escritor Joaquín Robles, con afecto”.
Desde ese entonces me volví su fan. Leí casi todos sus libros. Y aunque no volvimos a vernos durante varios años, los fines de semana sacaba tiempo para comprar El Heraldo, el periódico barranquillero que publicaba en la Revista Dominical una columna suya que luego conocimos con el título de Punto de bizca. Era un ‘reflexionatorio’ bien elaborado sobre literatura, sobre libros, sobre anécdotas, sobre la vida barranquillera, sobre la cotidianidad suya y la de sus amigos. El año en que leí su libro Maracas en la ópera, con el que ganó el Premio Nacional de Novela de la Cámara de Comercio de Medellín, me alegré mucho de haberlo encontrado en uno de los estantes del Reloj Público. Se lo conté en un correo y una semana después recibí de vuelta un ejemplar con una hermosa dedicatoria que contradecía su afirmación primera: “Para Joaquín Robles, con admiración y respeto, estas estrambóticas Maracas en la ópera”.
Cuando por esas inesperadas circunstancias de la vida me fui a vivir a la capital del Atlántico, le pregunté en una oportunidad las razones de por qué había decidido quedarse a pernoctar en ese enorme y eterno rumbódromo tropical. Me miró con esa mirada extraviada que le caracterizaba y me soltó su confesión: “Sólo me siento seguro aquí, en esta enorme jaula que es Barranquilla”. Bogotá le parecía una ciudad ajena, como lo son, seguramente, todas las grandes ciudades del mundo, pero en ese rumbódromo que es La Arenosa se sentía seguro. La razón: allí estaban sus amigos de siempre. Allí había vivido los últimos 60 años de su vida. Allí todo el mundo lo conocía y él conocía a todo el mundo. Sabía dónde quedaba cada calle, cada esquina, cada rincón de esa urbe ardiente. Conocía cada centímetro cúbico de ese aire idiosincrásico barranquillero. Además, no congeniaba con el frío de la capital. Odiaba el frío, quizá por la misma razón que los cachacos amaban el calor de la costa.
Ramón Espinosa se había labrado su propia suerte por mandar a comer mierda a medio mundo, haciéndose enemigos innecesarios.
No sé si fue ese temor a alejarse de sus raíces lo que no le permitió alzar el vuelo que lo pusiera al lado de las grandes figuras de la literatura colombiana. En uno de esos conversatorios de Facebook Live que por estos días le rinden homenaje, un amigo aseguraba que fue ese temor, ese pánico escénico a los reflectores de la publicidad y del marketing, el que no le permitió a Ramón Illán Bacca -a pesar de la calidad indiscutible de su obra literaria- estar en ese listado de los más vendidos, o por lo menos en el abanico de aquellos escritores que viven de su obra.
En ese conversatorio que presidí en 2008 en el marco del IV Congreso Internacional de la Lengua, aseguré que Germán Espinosa, el escritor más importante que ha dado Colombia después de Gabriel García Márquez, le había faltado un poco de suerte. Recuerdo que el novelista Alberto Duque López, una vez terminada mi intervención, tomó la palabra y dijo que Espinosa se había labrado su propia suerte por mandar a comer mierda a medio mundo, haciéndose enemigos innecesarios. Creo que a Ramón Illán Bacca le faltó mandar a la porra a unos cuantos, gritar un poco e hijueputear a unos tantos. Tal vez así, para algunos, su literatura habría sido más interesante. Tal vez así sus libros se hubieran vendido un poco y no habría muerto, como Cervantes, sin un peso en su bolsillo.