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Cansada de llorar

Confiesa que llegó a pensar en quitarse la vida por la depresión que tenía al salir del hospital, pero no lo hizo por sus hijas. Cada día se levanta pensando en ellas. Es lo que le da la fuerza para afrontar la desprotección, la angustia y la humillación.

Violencia doméstica

Contra la violencia doméstica. Imagen de Mika Baumeister en Unsplash

Son las 4 de la tarde y Neiry llega puntual a la estación del metro Sant Ildefons, en Cornellá. Uno de esos barrios del llamado “cinturón rojo” del área metropolitana de Barcelona. Un barrio con mucha historia, conocido por las luchas obreras de los 60 y 70, y con mucho presente por albergar ahora a migrantes de todo el mundo. Neiry no puede desplazarse a Barcelona para recoger el libro de catalán. Hace pocos días le denegaron el asilo, tiene miedo de que la policía la pare y le pida la documentación y, además, anda con una muleta. Su voz es temblorosa y se le nota la angustia. Le doy el libro y la invito a tomar un café. Acepta enseguida, aunque no quiere café, quiere hablar. 

La voz de Neiry es la voz de las mujeres sin voz. En noviembre pasado un hombre abusó de ella mientras estaba en rehabilitación en un hospital. ¿En un servicio público? Sí, en un servicio público. Nadie se dio cuenta hasta que al día siguiente vino su amiga a visitarla y descubrió la sábana manchada. Ella estaba con calmantes recuperándose de una fractura de tibia y peroné, y apenas pudo defenderse. En el centro, como “solución”, la cambiaron de habitación, pero el hombre que abusó de ella siguió unos días más allí, a unos pocos metros de distancia. Fue la hija de la señora que cuidaba quien, horrorizada al enterarse de lo que le sucedió, puso la denuncia en la policía. 

Neiry vino a Barcelona huyendo de las amenazas de su primer marido y solicitó asilo. En su país natal trabajó de cajera, reponedora y en seguridad, con apenas contratos y sueldos indignos. Tiene tres hijas, de 17, 13 y 7 años que se quedaron con su madre y su abuela. Cuatro generaciones de mujeres que se cuidan entre sí. Neiry tiene miedo por ellas, por las amenazas de su primer marido y por el coronavirus. Les envía todo el dinero que gana cuidando a personas mayores o limpiando casas. Con los modestos ingresos de Neiry, comen las cinco. Hasta que se fracturó la tibia y el peroné, y se quedó sin trabajo.  

“La mayor tiene 17, pero no puede trabajar. Si fuera chico…”, suspira Neiry con resignación. Neiry adora a sus hijas, pero cree que haber tenido tres mujeres es una especie de maldición. Desprotección, miedo e inseguridad es lo que siente en todo momento, “por ser mujer”, recalca ella. Sabe que lo que le sucedió a ella podría sucederle a cualquiera de sus hijas.  

Neiry está cansada de llorar. Confiesa que llegó a pensar en quitarse la vida por la depresión que tenía al salir del hospital, pero no lo hizo por sus hijas. Cada día se levanta pensando en ellas. Es lo que le da la fuerza para afrontar la desprotección, la angustia y la humillación. La psicóloga la está ayudando, pero aún continúa tomando ansiolíticos.       

Lo que le pasó a Neiry no es mala suerte ni una maldición divina. Es una de las tantas consecuencias de la desigualdad basada en la división sexual del trabajo. Una desigualdad producto del patriarcado, el sistema que ha subyugado desde hace milenios a la mitad de la humanidad por su función reproductora. Es lo que hace que tenga que huir por maltrato, es lo que la hace invisible y es lo que hace que en medio de la noche un hombre se crea dueño de su cuerpo estando medicada en un centro de rehabilitación. 

Si esa desigualdad y opresión no existieran, Neiry no hubiese sido abusada por un desconocido en un servicio público y no estaría tomando ansiolíticos. No habría tenido que huir. Habría padres y abuelos que también la cuidarían, su madre tendría una mejor pensión, ella tendría mejor trabajo y su hija mayor podría trabajar en algo que le guste. Tendrían una vida sin amenazas.   

Me despedí de Neiry al lado de la iglesia. La vi perderse por los bloques de Sant Ildefons, caminando con su muleta, aferrada al libro de catalán. Sé que se recuperará, conseguirá el permiso de trabajo y podrá volver a enviar dinero a sus hijas para que estudien, pero siempre le quedará ese dolor. El dolor de huir. El dolor de ser abusada. El dolor de la impotencia. El dolor de la injusticia. El dolor del miedo. El dolor de ser mujer. ¿Por qué una mujer tiene que soportar tanta opresión y violencia? 

Este 8M, al igual que Neiry, no saldremos a la calle. Pero este 8M hay que recordar más que nunca que necesitamos el 8M para dar voz a nuestras reivindicaciones. Las mujeres no queremos tomar más ansiolíticos. Las mujeres necesitamos trabajo e iguales salarios. Las mujeres necesitamos espacios seguros y servicios públicos que nos protejan. Necesitamos poder proteger a nuestras hijas, madres y abuelas. Necesitamos paz, y vivir en un mundo que le devuelva la dignidad a Neiry. A ella y a tantas mujeres anónimas violentadas. Este 8M la M es de mujer. 

De Buenos Aires, migrante en Barcelona. Antropóloga especializada en migraciones internacionales. Investigadora social de la Universidad Autónoma de Barcelona. Directora de Europa Sense Murs.

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