Mario Benedetti, en su libro Andamios, escribió que para el emigrado-exiliado, la patria termina siendo justo el lugar en que no estamos.
No importa si nos vamos sin querer o si lo único que quisimos fue irnos. Finalmente hay una inercia producto del tiempo y las costumbres que se ha apoderado de nuestros primeros años en el país de origen, y que así sea para alejarse de ella, se convierte en un referente inicial.
Luego está la vida que se hace al emigrar, procesos que son comunes y a la vez tan individuales, que conllevan destinos diferentes y realidades únicas. Construir una nueva inercia, unas nuevas relaciones, unos nuevos lazos, pero aferrándose a la idea de que los que dejamos atrás no se van a deshacer, deseando, tal vez, que se congele en el tiempo la realidad que se quedó y que nos gustaría volver a ver tal como la dejamos.
El mundo se hace más chico, lo lejano ya no es tanto y poco a poco nos vamos llenándonos de una especie de inevitable acervo comparativo entre inercias y realidades. Comparamos tanto y tan a menudo, que a veces son esas comparaciones las que nos determinan la relación con el lugar de origen.
No hay regla para medir a Colombia. Nuestro país es un caso atípico, las cosas que pasaban en otros lugares, allí no pasaron, y ahí pasan cosas únicas. Pero, dentro de todo lo distinto que tenemos, tal vez lo más fuerte es que hemos generado una insensibilidad casi genética a la violencia, y no a cualquier violencia, a una muy cruda.
Hechos que alarmarían a cualquier sociedad, pasan casi inadvertidos. El miedo hace parte de la forma natural de vivir, y la justificación a todo lo anterior ya ha colonizado la cabeza de la sociedad. “Eso le pasó por estar metido en esas cosas”, “para qué se pone a caminar por ahí”, “eso le pasó por dar papaya”, “quién la mandó salir a la calle vestida así”. Frases como estas son parte de la cotidianidad y la sociedad no es consciente de la magnitud que tienen. Colombia nunca llegó a saber que era posible vivir en una sociedad en que la capacidad de hacer daño no es la justificación para poderlo hacer, y padecer un daño no es el sello inherente para, de una u otra manera haberlo merecido.
Entonces la distancia genera en muchos un cierto sentimiento de indignación que dentro del territorio nacional es percibido como superioridad moral o pedantería, y que en algunos casos se le parece mucho.
No es fácil ver desde afuera cómo en muchos otros lugares, aspectos mínimos de la vida en sociedad están por fuera del debate de la lateralidad ideológica y simplemente hacen parte de la inherente idea de un estado-nación. Pero en Colombia se concitan fuertes debates sobre la pertinencia moral de mínimos derechos y libertades. Existe un anclaje determinante hacia el sufrimiento como virtud, pero al mismo tiempo se aprueba el uso abusivo de la fuerza, y la capacidad de pasar por encima de los demás se considera una ventaja social.
Claro que una cosa es describir generalizando y otra totalizando una sociedad, esto no es posible. No se debe. Afirmar que todas y cada una de las personas de esa sociedad vemos o ven de esa forma el mundo no es correcto. Menos ahora, que ha venido tomando fuerza una idea distinta de sociedad, una intención disruptiva que ha vencido la inercia y el miedo, y se ha manifestado a favor de cosas impensables y escalofriantes para una sociedad ultraconservadora como la colombiana.
Hablar de aborto, matrimonio igualitario, o uso recreativo de la marihuana, es meter todos, o casi todos los demonios que han acechado las cristianas almas del país del sagrado corazón en una misma bolsa. Educación laica y universal, servicios de salud no diferenciales y derechos laborales, son cosas que ya no solo resuenan en los rincones clandestinos de mi generación y las anteriores, sino que hay quienes las han puesto en la agenda pública para discutirlas de manera mucho más abierta.
Falta por construir, los que vemos con interés la realidad desde la distancia, seguimos en la apuesta de ver un país un poco más justo, menos cruel. Las nuevas generaciones avanzan y vinculan a su paso a quienes, desde otras generaciones quisimos cambiar la realidad de una u otra forma.
Ser colombiano en Colombia para muchos ya es un destierro en sí mismo. Se vive aferrado a las identidades regionales con discusiones sobre gustos gastronómicos y las variantes posibles en un mismo idioma, pero lo único que más o menos cohesiona todo es un equipo de fútbol. Sin embargo, la cohesión dura mientras la selección juega, luego cada jugador regresa a su club y la hinchada vuelve a su chovinismo en tercera persona, cuando desde cualquier tienda de barrio se alientan equipos de Milán, Madrid o Barcelona.
Estar lejos para muchos es saber desde afuera lo que se sospechaba desde adentro, y a pesar de eso, hacer cábalas sobre qué condiciones se deberían reunir para poder volver.