La mañana del 10 de junio de 2020 fue algo atípica en el colegio. En la sala de profesores, nuestras conversaciones no giraban en torno a los estudiantes, ni a los exámenes finales, ni siquiera en torno a las vacaciones de verano que ya estaban a la vista en el calendario. Todos hablábamos sobre Olof Palme, el primer ministro sueco cuyo misterioso asesinato, ocurrido 34 años atrás, aún seguía sin resolverse. Aquella mañana, la de junio de 2020, estaba marcada en la agenda del país desde hacía varios meses. La Policía y la Fiscalía fijaron para ese día la comparecencia en la que revelarían, finalmente y tras décadas de investigación, los móviles del magnicidio y el nombre del homicida.
Olof Palme, hijo de la aristocracia estocolmense; uno de los principales arquitectos del Estado de bienestar sueco durante sus dos mandatos como Primer Ministro (1969-1976 y 1982-1986); amigo de Fidel Castro y de Yasir Arafat; opositor acérrimo de las ansias expansionistas de Estados Unidos —léase Guerra de Vietnam—, de las dictaduras de Pinochet, de Franco y del apartheid sudafricano; fue asesinado de dos balazos la noche del viernes 28 de febrero de 1986 en Sveavägen, una de las calles más transitadas de Estocolmo, mientras caminaba con su mujer hacia la estación de metro después de una noche de cine.
El magnicidio de Palme fue para Europa lo que el asesinato de J.F. Kennedy fue para Estados Unidos. Los dos balazos Smith & Wesson que quebraron la vida del líder socialdemócrata quebraron también la inocencia de un país pacífico hasta la médula, una nación poco familiarizada con los asesinatos en los telediarios, en especial a principios de los años 80. Para que nos hagamos una idea: el último asesinato de un funcionario del gobierno sueco fue el del rey Gustavo III, ocurrido en la Ópera de Estocolmo en una noche de máscaras en 1792. De ahí que el asesinato de Palme haya sido tan estremecedor para esta sociedad, tanto que aún hoy, 35 años después, cualquier persona mayor de 45 años puede recordar con facilidad dónde estaba y qué hacía en el momento justo de conocer la noticia. Pero quizá lo peor del trauma estaba aún por llegar: la evaporación —para siempre— del homicida con el arma, la incompetencia de la Policía desde el minuto uno de la investigación y las numerosas teorías conspiratorias que sólo sirvieron para alimentar conjeturas y para entorpecer la búsqueda, representan una herida que ha permanecido abierta en la sociedad sueca todas estas décadas. Y era precisamente esa herida —esa vergüenza colectiva— la que Policía y Fiscalía pretendían cerrar con la comparecencia del 2020, aquella en la que revelaron el nombre del asesino al tiempo que dieron por “cerrado el caso”. Pero, ¿lo lograron? ¿Pudieron convencer a la opinión pública sobre el resultado final de la investigación?
Durante el tiempo que estuve preparando este artículo, sondeé de manera informal entre amigos y conocidos en Suecia. Una de las preguntas era sencilla y directa, sin preámbulos: ¿quién crees que mató a Palme? El resultado me sorprendió.
Pero quizá convenga, a estas alturas de la crónica, recordar cuáles fueron las teorías que más calaron en la opinión pública y las que, en alguno u otro momento, fueron consideradas por los equipos de investigación. Paso por alto las hipótesis menos creíbles, algunas de ellas descabelladas, como aquella que aseguraba que fue su propia mujer en venganza por las infidelidades; o que fueron las feministas en connivencia con los cienciólogos; o que fue un suicidio planeado y ejecutado por su hijo; o aquella otra que culpaba al cineasta ruso Tarkovsky, cuya película El sacrificio incluye una escena filmada en la misma esquina donde Palme fue asesinado. Vayamos a las más plausibles:
33-åringen (el hombre de 33 años)
Víctor Gunnarson, un fanfarrón sueco que coqueteaba con ideas de extrema derecha y que se jactaba de haber sido entrenado por la CIA y de haber combatido en Vietnam cuando en realidad solo había prestado el servicio militar sin armas, fue el primer detenido por la muerte de Palme. Gunnarson, amante de las armas de fuego, estaba aquella noche cerca de la escena del crimen. En el registro domiciliario realizado en su vivienda la Policía halló propaganda y escritos de odio hacia el primer ministro sueco. Dos semanas después del asesinato fue encarcelado como sospechoso, pero liberado poco después a falta de pruebas. Börje Wingren, el policía que dirigió los interrogatorios a Gunnarsson, publicó en 1993 el libro Han sköt Olof Palme (“Él disparó a Palme”), en el que detalla su convencimiento de que Gunnarson fue quien disparó al líder socialista. Victor Gunnarson fue asesinado en 1994 en Carolina del Norte, Estados Unidos. Un exmiembro de la Policía estadounidense fue juzgado y hallado culpable. ¿El móvil? Celos.
El PKK
El Partido de los Trabajadores de Kurdistán se vio implicado en el asesinato de dos desertores residentes en Suecia, entre 1984 y 1985, lo que originó la clasificación de esa organización como una amenaza terrorista por parte del gobierno de Olof Palme. Hans Holmer, el polémico comisionado de la Policía de Estocolmo que se apersonó de la investigación por el asesinato, siguió esta pista con una obsesión febril, lo que a la postre solo sirvió para desencauzar la investigación de otras líneas más valiosas y para provocar su propia destitución por haber llevado a la Policía a un callejón sin salida. Si al principio de la investigación Holmer fue elevado a la categoría de héroe —el investigador que no tardaría en dar con los culpables en un final de película—, un año después había caído en desgracia. Arrastrando sus últimas hilachas de credibilidad, Holmer llegó a ser comparado con el inspector Clousseau, aquel investigador torpe e incompetente de La Pantera Rosa. No son pocos quienes culpan a Holmer de haber echado a perder la investigación a raíz de su obstinación casi enfermiza por los kurdos.
Christer Pettersson
Desde el momento mismo en que lo señaló en una rueda de reconocimiento, la esposa de Palme, Lisbet, sostuvo hasta el final de sus días que Christer Pettersson fue quien disparó el arma contra su marido. Alcohólico y drogadicto, condenado en 1971 por intento de homicidio, Pettersson se movía en los bajos fondos de Estocolmo, que por aquel entonces campeaban en la zona de Sveavägen. Personaje bastante conocido por la Policía local, algunos testigos lo ubicaron en la escena del crimen. En 1988 fue detenido, enjuiciado y condenado a cadena perpetua por el asesinato de Palme, pero liberado por el Tribunal de Apelaciones de Estocolmo un año después. A principios de los 90, ya libre, Pettersson se paseó por sets de televisión, estaciones de radio y redacciones de periódico que le pagaban generosas sumas de dinero para que mostrara al público su imagen de hombre malo, forajido y rebelde, lo que servía para alimentar las sospechas que caían sobre él, y para elevarlo de paso como una figura de culto en los ambientes artísticos undergroundde la ciudad. Algunos de sus amigos revelaron que Pettersson les habría confesado su participación en el crimen, debido según sus propias palabras a un error, pues su intención era la de asesinar a otra persona que aquella noche vestía como Olof Palme. La Policía descartó aquella versión.
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Hagamos una pausa entre sospechosos para hacernos una idea de la monumentalidad de la investigación, considerada por algunos expertos como la más extensa jamás realizada por cualquier cuerpo de policía. Conviene quizás aderezarla con algunos datos: en busca del culpable, los investigadores interrogaron a más de 10.000 personas; recabaron 17.500 pistas; toda la indagación está condensada en un total de 700.000 páginas, suficientes para cubrir los 250 metros de estantería donde hoy reposan; 134 personas confesaron ser autoras del crimen; hasta el 26 de febrero de 2016, el coste de la investigación habría ascendido a unos 600 millones de coronas suecas (aprox. 60 millones de dólares).
The Baseball League, la Policía
A principios de los años 80 era vox populi en Estocolmo la violencia de un grupo de policías adscritos a la estación de Norrmalm —el mismo distrito donde asesinaron a Palme— que hacían rondas nocturnas para “cazar” víctimas. Vestidos de civil y tocados con gorras de béisbol, se dieron a conocer como “The Baseball League” (la Liga de béisbol). Sus víctimas solían ser drogadictos, alcohólicos y habitantes de la calle a quienes les propinaban palizas agresivas. Se granjearon fama de agresivos e inclementes, eran amantes de las armas, los clubes de tiro y abrazaban las ideas de extrema derecha con tanto fervor que algunos de ellos cruzaban la frontera hacia el nazismo con total desparpajo e impunidad. Organizaban cenas clandestinas en las que cantaban canciones militares nazis y expresaban un odio visceral hacia todo lo que viniera de la izquierda política. Varios testimonios sostienen que durante las semanas previas a la muerte de Palme, algunos de estos policías se dejaron escuchar lanzando expresiones de odio contra el primer ministro. Incluso hubo quienes los vieron brindando por el magnicidio en una celebración realizada la noche después del asesinato.
La pista que encuadra como sospechosa a la Policía —o por lo menos a unos cuantos miembros de ese cuerpo— no se basa únicamente en los testimonios sobre la agresividad de la Liga de béisbol: numerosos testigos del crimen coincidieron en sus declaraciones haber visto a varios hombres comunicándose con walkie talkies durante los momentos previos al crimen. A estas sospechas se le suma una serie de hechos, actitudes, decisiones por parte de la Policía que, cuanto menos, invitan a extender un manto de desconfianza sobre el cuerpo de seguridad en este caso. En lo único que coinciden todos, absolutamente todos los suecos que han seguido de una u otra manera la muerte de Palme, es en la actuación desatinada de los investigadores policiales, en algunos puntos irracional y hasta disparatada. Los registros están llenos de esos “errores”, como por ejemplo el hecho de haber acordonado sólo unos cuantos metros de la acera donde Palme cayó asesinado, algunos paseantes incluso sortearon el cordón de seguridad con absoluta libertad para depositar flores sobre el charco de sangre; varios testigos del crimen abandonaron la escena horas después sin ser interrogados; la alarma nacional no fue decretada hasta dos horas después, cuando ya era noticia nacional, de modo que los trenes y ferris para salir de la ciudad continuaron funcionando con absoluta normalidad, así como carreteras y autopistas, lo que abrió innumerables vías de escapatoria al asesino. Pero el hecho que puso de manifiesto la inoperancia del cuerpo policial fue el de la bala: una transeúnte encontró por coincidencia, dos días después del crimen, una de las balas disparadas por el asesino. ¡Dos días después! ¿Puede usted, estimado lector, imaginar la escena? Una chica que camina desprevenidamente por la calle donde dos días atrás asesinaron al primer ministro del país, ve un objeto metálico del color del cobre que brilla en el suelo; se acerca, lo levanta con sus dedos a la altura de la vista, frunce el ceño y murmura: “pero si esto parece una bala”; la mete en su bolsillo y va con ella, quizá silbando de manera despreocupada, a la estación más cercana de la Policía. Donde algunos ven hechos que demuestran la ineficacia y falta de experiencia de la Policía sueca, otros ven una conspiración en la que si no perpetraron el crimen, por lo menos entorpecieron deliberadamente la investigación para no dar con los autores.
Stieg Larsson, el hombre que jugaba con fuego
Stieg Larsson, el aclamado periodista y escritor sueco autor de la trilogía Millenium, dedicó la mayor parte de su vida a investigar, desenmascarar y luchar contra el creciente fenómeno del neonazismo en Europa. Esa era su verdadera pasión, más aun que la de escribir novelas de crímenes. Larsson, quien llegó a poseer el archivo y documentación sobre extrema derecha más grande de Escandinavia, estaba mejor documentado incluso que las propias fuerzas de seguridad de los estados nórdicos. Desde el momento mismo de la muerte de Palme, Larsson dedicó infinidad de horas al caso. Valiéndose de sus conocimientos en el tema y de una extensa red de contactos y fuentes, el periodista intentó desentrañar lo que para él era el crimen más “increíble y asombroso que jamás haya tenido el desagradable trabajo de cubrir”, según confesó en una carta a uno de sus contactos en Reino Unido: “A veces evoluciona a la velocidad de una novela de Robert Ludlum —continúa Larsson en la carta—, otras veces como un asesinato de Agatha Christie y otras se convierte en un thriller policial de Ed McBain (…) El nombre de la víctima, el ángulo político, la desaparición del asesino, las especulaciones, los callejones sin salida, las idas y venidas de presidentes y reyes, persecuciones de autos, los rumores, los chiflados y los sabelotodo. Llamadas telefónicas, pistas anónimas, arrestos y esa sensación cuando crees que la historia está a punto de ser resuelta, pero solo es para aterrizar en la nada y crear más confusión”.
Al momento de morir, con apenas 50 años de edad, Larsson dejó un trabajo de investigación colosal sobre el caso Palme: veinte cajas atestadas de documentos, fotografías, recortes, notas, organigramas. Todo un archivo que años después el reportero Jan Stocklassa escudriñó, organizó y completó con sus propias investigaciones para publicar en 2018 el libro El hombre que jugaba con fuego: la última investigación de Stieg Larsson, del que se desprende una serie documental del mismo nombre. Stocklassa se limitó a seguir la línea que Larsson trabajó durante decenios: la pista sudafricana.
La pista sudafricana
El régimen que gobernaba con terror la Sudáfrica del apartheid enfrentaba algunas voces críticas en la escena internacional: unos cuantos líderes extranjeros que condenaban los métodos atroces y anacrónicos de un sistema racista, dictatorial y colonial. Ningún presidente, sin embargo, ningún actor de la política mundial condenaba el apartheid de una forma tan severa, continua y comprometida como lo hacía Olof Palme. A principios de los 80, el primer ministro sueco se había erigido en el mayor enemigo del régimen sudafricano, pero no sólo a nivel propagandístico sino también operativo, pues para nadie era un secreto que Suecia era ya el patrocinador más generoso del Congreso Nacional Africano (ANC, por sus siglas en inglés). Hacia 1980, más del 50% de las finanzas del ANC para las luchas militares, propagandísticas, diplomáticas y económicas contra el régimen sudafricano provenían de Suecia.
Una semana antes del asesinato de Palme, Estocolmo acogió un evento para resaltar la lucha del ANC, el Swedish People’s Parliament Against Apartheid (Parlamento del pueblo sueco contra el apartheid). En dicho mitin, al que asisiteron los líderes más destacados del ANC, entre ellos su presidente Oliver Tambo, Palme pronunció un discurso aguerrido que habría de enfurecer a la dictadura sudafricana. Además de llamar al boicot internacional contra el régimen —“El mundo está directamente implicado en la continuación de este sistema. Si el resto del mundo decide, si la gente de todo el mundo decide que se debe abolir el apartheid, el sistema desaparecerá”—, el líder sueco se despachó con palabras mordaces: “El apartheid no se puede reformar; sólo se puede abolir”. El periódico The Citizen, vinculado al apartheid, respondió en portada a cinco columnas: “Sweden go to the hell” (“Suecia, Vete al infierno”). Pero más allá de este vehemente intercambio de acusaciones y ofensas, lo que enfureció a Sudáfrica y la puso en “pie de guerra” contra la Suecia de Palme fue el intenso lobby desplegado desde Estocolmo cuyo objetivo consistía, nada más y nada menos, que en boicotear la venta de armas a la dictadura africana.
La investigación realizada por Larsson en torno a la pista sudafricana es quizá la más completa y creíble de cuantas teorías conspiratorias giran en torno al asesinato de Palme. Larsson señaló desde un principio a Bertil Wedin, un exagente de los servicios secretos suecos que mantenía conexiones dentro de las fuerzas de seguridad del régimen sudafricano, entre ellas Craig Williamsom, el reconocido espía y ejecutor del apartheid. Hacia fines de septiembre de 1996, el coronel Eugene de Kock, exoficial de policía sudafricano, prestó declaración ante el Tribunal Supremo de Pretoria y aseguró que Palme fue asesinado porque «se oponía firmemente al régimen del apartheid y Suecia hizo contribuciones sustanciales a la ANC». A De Kock no le tembló la voz cuando afirmó que detrás del magnicidio estaba Craig Williamson. Pero no solo De Kock, otros exoficiales sudafricanos señalaron, de una u otra manera, a Williamsom. En mayo de 1987, el diario sueco Svenska Dagblade publicó un artículo en el que Rian Stander, exempleado de los Servicios de Seguridad de Sudáfrica, confesó que la operación del asesinato de Palme se llamó “Hammer”, y que fue planificada por Williamsom. Ante semejantes revelaciones, investigadores suecos viajaron a Sudáfrica para recabar información, pero no hallaron pruebas suficientes.
En 1982, cuatro años antes de la muerte de Palme, una carta bomba mató en Mozambique a la activista antiapartheid Ruth First, amiga cercana del primer ministro sueco. ¿Quién envió la carta? Craig Williamsom. En 1982 una bomba de 11 kgs. explotó en la sede del ANC en Londres causando graves daños estructurales y un herido de gravedad. ¿Quién estuvo involucrado y confesó posteriormente el crimen? Williamsom. Es decir, los téntaculos de este asesino perpretando atentados contra los enemigos de la tiranía sudafricana llegaban mucho más allá de las fronteras de su país. Culpable o inocente del asesinato que nos compete, lo único que parece cierto es que Craig Williamsom estaba en Estocolmo la noche en que mataron a Palme.
Un verso suelto y pacífico en medio del polvorín
A principios de la década de los 80, la política internacional era un polvorín que vivía con la amenaza constante de la detonación final: la intensificación de la Guerra Fría con el acceso de Reagan al poder, dictaduras en América Latina, Guerra de las Malvinas, Guerra Irán-Irak, Guerra afgano-soviética, atentados de IRA en Reino Unido, Guerra del Líbano, pero sobre todas las cosas, la imparable carrera armamentística nuclear… La sensación de que solo hacía falta la chispa para encender la mecha más destructiva era una percepción real, casi física, para quienes vivían informados en esa época. Espías, contraespías, agentes encubiertos y el temido botón rojo que desataría la guerra nuclear y arrasaría con la Humanidad. En medio de ese panorama, La Unión Soviética escudriñaba con sus submarinos todos los recovecos de las costas del Norte para descubrir espacios de estrategia militar. La OTAN hacía lo propio en medio mundo, también en los países escandinavos. Consciente del riesgo, pero también movido por su profunda convicción pacífica, Olof Palme inició una campaña, regional primero e internacional después, con el ánimo de declarar a los países escandinavos libres de armas nucleares. Pero muy pronto su idea fue más allá y apuntó a un corredor libre de armas nucleares en el centro de Europa, lo que acabaría desembocando en el desarme mundial. Palme y la Comisión Palme se erigieron como los protagonistas más ambiciosos de la escena internacional en cuanto a los planes de desescalada armamentística. El primer ministro sueco era un verso pacífico en medio de la tensión: quería mantener a toda costa la tradición de neutralidad que caracteriza a su país, de ahí que continuara rechazando el ingreso de Suecia a la OTAN. En una entrevista publicada en el diario El País en diciembre de 1982, Palme afirmó: «Yo no soy miembro de esa organización y, por tanto, debo ser muy cuidadoso de expresarme yo mismo sobre lo que debiera ser la actitud de esa entidad atlántica. Pero espero que el papel de la OTAN sea el de tomar parte activa en la reducción de las fuerzas hoy presentes en Europa». Miembros del gobierno de Ronald Reagan como William Schneider Jr. han confirmado que la intención de Palme de reducir el enfrentamiento entre los bloques iba en contra de la estrategia estadounidense de resquebrajar la Unión Soviética mediante una carrera armamentista acelerada.
En 1985, tres años después de ser reelegido para su segundo mandato, Palme prohibió la visita de dos barcos de la armada estadounidense a puertos suecos. La decisión enfureció no solo al gobierno de Estados Unidos sino a la OTAN y a las propias Fuerzas Militares suecas, quienes acusaban a Palme de venderse a los intereses soviéticos —afirmación ésta que resonaba desde hacía ya un tiempo en los pasillos de cuarteles militares y de la extrema derecha del país—. De no haber muerto la noche del 28 de febrero, Palme habría sostenido, 45 días después, una reunión con Mijail Gorvachev en Moscú. Estaba en su agenda pública: 14 de abril de 1986.
La OTAN y su “Stay Behind”
En agosto de 1990 fue desvelada en Italia la existencia de la Operación Gladio, rama italiana de la red Stay-Behind. Fundada por los servicios de inteligencia de EEUU y de Inglaterra para socavar las defensas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial, Stay-Behind acabó convirtiéndose en una red internacional de organizaciones secretas que, bajo el amparo de la OTAN, combatía lo que para entonces se consideró como la “amenazante invasión soviética”. Llegó a operar en un total de 20 países, 16 pertenecientes a la OTAN y cuatro países neutrales, entre ellos Suecia. Ante la disminución gradual de la amenaza soviética, los ejércitos secretos de Stay-Behind focalizaron sus esfuerzos en luchar contra los partidos comunistas y otros movimientos de izquierda. Los métodos utilizados no tenían apenas límites, e iban desde la propaganda, la vigilancia y el registro hasta el aplastamiento violento de los grupos de oposición, torturas, golpes de estado y actos de terrorismo. Estaban equipados con armas, explosivos y equipos de alta tecnología que escondían en almacenes secretos de toda Europa. No pocos investigadores vinculan a Stay-Behind—y por ende a la OTAN— y la CIA con el asesinato de Palme. Para ello, defienden, habría sido necesaria la participación de los servicios secretos de Suecia (SÄPO), un hecho que tampoco se antoja muy difícil de creer, pues la animadversión de varios miembros de la SÄPO —incluso de todas las fuerzas de seguridad del país— hacia Olof Palme ha sido ampliamente documentada. El libro Los ejércitos secretos de la OTAN: La operación Gladio y el terrorismo en Europa occidental, del investigador suizo Daniele Ganser, es quizás el trabajo más riguroso de investigación sobre las operaciones de Stay-Behind. Para la edición sueca de esta obra, fue incluido un capítulo del investigador Mats Deland, en el que detalla los vínculos de Stay-Behind con el magnicidio de Palme.
Amor y odio
Olof Palme es considerado casi por unanimidad como el verdadero arquitecto del Estado de Bienestar sueco. Sus políticas internas estructuraron la Suecia que aún es hoy, una nación caracterizada, entre otros aspectos, por disfrutar de un sector público expansivo. Al acabar su primer mandato, en 1976, Palme dejó a su país con el estado de bienestar más grande y completo del mundo, con un sólido sistema de impuestos vinculados a la renta de cada ciudadano. Asimismo, fue pionero en la igualdad de género al impulsar una serie de reformas radicales que mejoraron la situación de las mujeres, entre ellas la tributación separada de marido y mujer, así como la expansión de centros de cuidado infantil. A nivel educativo, muchas de sus reformas de amplio alcance sobrevivieron al paso del tiempo: creación de preescolar para todos los niños, universidades regionales y, en especial, el revolucionario sistema económico estudiantil de préstamos y beneficios.
Aún así, a nivel interno Palme era un personaje bastante controvertido. Todas las personas adultas con quienes he charlado en Suecia para construir este texto —los mayores de 55 años— coinciden en un punto cuando les pregunto sobre la percepción que los ciudadanos tenían de Palme antes de su muerte: “Así como muchos lo querían, muchos lo odiaban”. En los círculos de extrema derecha habían florecido varias teorías conspirativas sobre una inminente invasión de Suecia por parte de la Unión Soviética, donde Palme sería un agente para el enemigo “comunista”. Se sabe que en sedes juveniles de partidos de derecha se lanzaban dardos contra retratos de Palme. Un oficial marino llegó a decir públicamente que Palme era controlado desde Moscú por telepatía. Por toda Suecia circulaban caricaturas de Palme ridiculizado o caracterizado como un villano.
Viernes 28 de febrero de 1986
Stieg Engström, un diseñador gráfico y publicista que trabaja en la prestigiosa aseguradora Skandia, es uno de esos ciudadanos que expresa abiertamente su odio hacia Palme. Engström coquetea con las ideas de extrema derecha, está inscrito en un club de tiro y tiene un amigo bastante cercano que colecciona armas. Es la noche del viernes 28 de febrero de 1986. Engström está en su oficina, ubicada en la calle Sveavägen. Pocos minutos después de las 11 de la noche, decide finalizar su jornada laboral: baja a la salida principal, intercambia un par de palabras con el guardia del edificio y finalmente encamina sus pasos hacia la estación de metro. Hace frío. Apenas da unos pasos cuando escucha dos disparos. Avanza unos metros más y ve a un hombre tendido en el suelo y a una mujer socorriéndolo. Se acerca para prestar ayuda. Mueve el cuerpo del herido para que respire mejor. La mujer, en estado de shock, le señala la calle por donde huyó el asesino. Llega la policía. Él les señala el camino. Luego él mismo corre tras los policías porque se le olvidó decirles que la mujer le había dicho que el hombre llevaba un abrigo azul. Luego regresa y se percata de que un testigo está describiendo al asesino como si fuera él, Stieg Engström, diseñador gráfico y publicista de la prestigiosa firma Skandia.
Todo un caos, sí, pero esa es la versión que cuenta Engström a la Policía al día siguiente, cuando se presenta de manera voluntaria como testigo. Y es la versión que cuenta a la prensa, y a todo el que quiera escucharla, los días siguientes. Los demás testigos del crimen, sin embargo, no recuerdan las cosas tal como las cuenta Engström, quien a partir de ahora es conocido como Skandiamannen, el hombre Skandia. Ni siquiera lo recuerdan a él socorriendo a Palme. Engström insiste en su versión y cuando se percata que la descripción del sospechoso encaja con su apariencia se pone más intenso. Acude ante la Policía para añadir a la versión un detalle aquí, para quitar otro de allí, para cambiar un poquito la hora, para dar su opinión… Aparece ante las cámaras de televisión quejándose porque la Policía no parece tomar en serio su testimonio. Enfadado, insinúa que no saben hacer su trabajo. “Parece que no son buenos armando puzzles”, se atreve a decir ante millones de suecos. Los investigadores encargados del caso lo toman por el típico cazador de protagonismo, quizás hasta mitómano, así que lo ignoran y se van tras las huellas de otros sospechosos, de otras pistas que acabarán conduciéndolos a un laberinto de callejones superpuestos del que ya nunca más podrán salir.
La comparecencia
La mañana del 10 de junio de 2020 fue algo atípica en el colegio. En la sala de profesores, nuestras conversaciones no giraban en torno a los estudiantes… La Policía y la Fiscalía de Suecia revelaron —en una comparecencia televisada que varios profesores fuimos siguiendo a intervalos desde el computador de la maestra de Geografía— el nombre de quien para ellos fue el responsable de la muerte de Olof Palme. No fue el apartheid Sudafricano, según ellos; ni el PKK kurdo; ni la OTAN a través de la siniestra Stay-Behind; ni los dictadores Pinochet y Franco, quienes también llegaron a figurar entre los sospechosos, así como la KGB; ni el acohólico Christer Pettersson; ni los servicios secretos suecos… Fue, según ellos, Skandiamannen, o mejor conocido en esta cónica como Stieg Engström,diseñador gráfico y publicista de la prestigiosa firma Skandia.
En la comparecencia, sin embargo, no vimos nuevas pruebas forenses, no fue presentada el arma homicida ni el resultado de alguna muestra de ADN o de cualquier nueva evidencia; tampoco escuchamos una confesión inédita o un móvil inapelable para el asesinato. Nada. O por lo menos nada nuevo a lo ya expuesto por el periodista Thommas Pettersson en un artículo publicado en 2018 en la revista Filter, en el que señaló, tras 14 años de investigación, a Skandiamannen como “posible sospechoso”. De hecho, lo presentado por los investigadores como material inculpatorio no fueron más que las contradicciones de Engström, tanto en sus propias versiones como en contraste con las de otros testigos, así como su comportamiento extraño los días posteriores al crimen. Muchas discordancias y sospechas, cierto, pero ninguna prueba fehaciente, ningún móvil irrebatible, de modo que todo lo expuesto por los investigadores aquella mañana no habría sido material suficiente para condenar a Engström, ni siquiera para presentar cargos contra él en un tribunal de justicia. Algo que de igual manera habría sido imposible por el simple hecho de que Stieg Engström, diseñador gráfico y publicista de la prestigiosa firma Skandia, se quitó la vida en su apartamento de Täby, a pocas leguas de Estocolmo, en junio de 2000. De ahí que la Policía, en la misma comparecencia del 10 de junio de 2020, haya declarado la investigación por el asesinato de Olof Palme, primer ministro de Suecia, caso cerrado. ¡Punto!
Al finalizar la comparecencia, descubrí la decepción en los rostros de mis colegas. “¿Treinta y cuatro años de investigación para esto? ¡Qué vergüenza!”, murmuró en inglés la profesora de sueco mientras abandonaba la sala. Muy pocos en el país parecieron quedar satisfechos tras el cierre del caso. “La imagen de Suecia queda ennegrecida por la pésima investigación de Palme —escribió en su columna Lena Melli, una de las analistas políticas más populares de Suecia—. Que la investigación de asesinato más importante del siglo pasado haya sido llevada a cabo por idiotas que gritan es devastador”. El diario Dagens Nyheter fue menos mordaz pero igual de certero: “La investigación de Palme concluyó de la manera que la definió desde el principio: un gran anticlímax… En lugar de claridad sobre el tema de la culpabilidad, obtuvimos un monumento a un fiasco policial”. El propio encargado de la investigación durante los últimos años, el fiscal Krister Petersson —no confundir con el sospechoso alcohólico Christer Pettersson—, confesó a un periódico local su escepticismo sobre la recepción que la sociedad sueca tendría a raíz de las conclusiones del caso: “esperamos que nuestras conclusiones sean aceptadas por el público en general, pero no soy tan estúpido, entiendo que las diferentes teorías de la conspiración se mantendrán a flote en el dominio público como lo han hecho durante los últimos 34 años”. Tenía razón Petersson: una de las cosas que he podido comprobar después de charlar con decenas de suecos sobre este tema, es que nadie, después de la comparecencia, pareció cambiar la teoría que ya tenía asumida sobre el asesino de Palme. Quien hace cinco o diez años creía que el asesino fue Pettersson —el alcohólico sospechoso, no el investigador— aún lo sigue creyendo; quien creía por su parte que fue una conspiración sudafricana o de los servicios secretos suecos, aún lo sigue creyendo. He encontrado familias en las que todos sus miembros creen a pie juntillas en tres diferentes teorías. No vayamos tan lejos, la propia familia de Palme tampoco coincidía. Mientras Lisbet su mujer murió convencida de la autoría de Pettersson, sus hijos Mårten y Joakim aún creen en la teoría de Skandiamannen. ¿Existe un magnicidio que genere más discrepancias sobre su autoría? Lo dudo.
Crónica de una muerte…
Visto en perspectiva, 35 años después, el asesinato de Olof Palme se antoja inevitable, predestinado. Un dirigente que beneficia más a los estudiantes y a las mujeres que a los grandes empresarios; que intenta distribuir mejor la riqueza; un líder internacional que en plena Guerra Fría llama “asesino miserable” a Francisco Franco, y lo boicotea; que se opone con todas sus palabras a la Guerra de Vietnam, y la boicotea; que azota desde el estrado a las fuerzas colonialistas y a las dictaduras de América Latina, y las boicotea; que maldice el apartheid, y lo boicotea; que se opone a la OTAN y trabaja firmemente en el desarme nuclear, es un hombre con agallas, sin duda, pero al mismo tiempo es alguien que le está poniendo precio a su propia cabeza. El odio que despertó Palme en las fuerzas oscuras, de su propio Estado y del Orden Mundial, fue demasiado elevado como para salir indemne de allí. Había que silenciarlo, frenarlo, matarlo. Es por ello que me resulta imposible no pensar en Santiago Nasar, el desgraciado personaje de Crónica de una muerte anunciada que muere destajado como un cerdo en la puerta de su casa. Todo el pueblo sabía que lo iban a matar, menos él. Tuve de hecho que vencer a la tentación de comenzar esta crónica como comienza aquella: “El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana”. Desistí de la idea no por desconocer la hora en que se levantó Olof Palme la mañana que lo iban a matar, sino porque la comparación se desvanece en su punto más importante: todos los lectores de Crónica de una muerte sabemos al final quién, cómo y por qué mató a Santiago Nasar, pero aquí, con Palme, nunca sabremos a ciencia cierta quién y por qué disparó el arma aquella noche fría del viernes 28 de febrero. Quién silenció a uno de los líderes más importantes y carismáticos del siglo XX, quién quebró con dos disparos la inocencia de todo un país, quién, a final de cuentas, apagó la llama de un político que en plena Guerra Fría quiso jugar con fuego.