Este es un ejercicio inacabado y me gustaría que sea leído con la distancia que requiere una reflexión de algo tan personal y absolutamente relativo.
Mi nombre es Guillermo Baquero Serrano, ingeniero guajiro de 39 años, residente en Suecia y padre de dos niñas, de 3 y 8 años. La estrategia sueca de no confinamiento permitió que sectores imposibles de adaptarse al teletrabajo, como el de la construcción, continuaran. Pero han sido los efectos económicos los que desde hace dos semanas me tiene en casa. Lo que ha facilitado una mayor atención a mis deberes y responsabilidades en las labores domésticas, de crianza y del cuidado.
No sé cuántas veces me he repensado en relación con la paternidad. En eso creo que ejercitar la palabra escrita se parece mucho a esta intencionalidad de padre de dos niñas. Pero con dos niñas, ¿no crees que deberías tener claro lo que quieres ser como padre? ¿No crees que trasmites demasiada inseguridad a tus hijas con tanta duda? Nada de eso, para mí nada está escrito sobre piedra y todo está dispuesto a ser revisado, indispensablemente en diálogo con ellas. Tomarlas en cuenta sobre cómo quieren que me acerca a ellas, a su intimidad, a su cotidianidad, a su vida, a sus frustraciones, a sus espacios, a su tiempo, es parte de lo que va fijando el horizonte de nuestra relación padre e hijas.
Este viaje de la paternidad sigue siendo fascinante en el horizonte de posibilidades de crecer y redescubrirme como sujeto para la vida, el cuidado y la crianza. Crecí escuchando mantras como: “papá el que lleva y mamá la que cría”, “los hombres no lloran”, “la cocina no es pa’ machos”, “hombre no abraza a hombre porque el calor del macho acongoja”. Tomar distancia de ese relato que impone normas individuales y colectivas, ha sido la mejor manera de aproximarme a mi pasado, a mi familia, a mi barrio y singularmente a mis hijas, de eso no tengo duda alguna.
A los 13 años la guerra se llevó a mi padre, y con él, mucho del referente de paternidad quedó inconcluso. Intento trasmitir lo que a mi juicio fue bueno y renunciar a aquello que no lo fue. Hoy le habría cambiado a mi padre una docena de correazos por un millón de abrazos. Nunca he pegado ni pegaré a mis hijas, ni uso un sistemático maltrato psicológico para disciplinarles. Quien me conoce, dirá que mi rostro y voz de tarro vacío de leche Klim de dos litros es suficiente para disciplinar. Pero amigo y amiga mía, por allí no va la cosa tampoco. El maltrato no sería más que el testimonio de mi incapacidad como adulto para comunicarme, educar o resolver conflictos con mis hijas. Decir que al maltratarlas física o psicológicamente es por el bien de ellas, sería la manera más baja de compensar mi incapacidad como padre.
¿Acaso como adulto no me cabe la responsabilidad de ser más creativo a la hora de educarles? ¿Es que la única forma de mostrarles el ejercicio responsable de su independencia y autonomía es reprimirlas? O, ¿Desde cuándo satisfacer sus necesidades se convirtió en botín de mi rol de padre? El amor, el respeto, las caricias y la tierna mirada de mis hijas son fundamentales para mí. ¿No es mejor seguir con esa forma para acércame a ellas para corregirles, corregirme o mostrándole mis desacuerdos con lo que dicen o hacen? El bien y el amor poco tiene que ver con el maltrato y el miedo. Mis hijas no hacen principalmente como digo, sino que se guían por lo que hago. El ejemplo ha dejado experiencias y memorias poderosas que han fortalecido el vínculo afectivo con ellas. Si la norma de padre me dice otra cosa, pues prefiero caminar los senderos del antipadre, senderos que me permitan junto a mis hijas el encuentro de otros vientos.
Ser padre en la periferia de Estocolmo no es lo mismo que serlo en Riohacha. A mi primera hija le tocó parte de la etapa más torpe de mi responsabilidad como padre. Las diferentes etapas en su crecimiento, manifestación de sus emociones, búsqueda por probar los límites y su aproximación en la construcción de su identidad y personalidad me dejaron sin piso. Cometí y sigo cometiendo errores, pero soy también esa imperfección. No obstante, he logrado avances, gracias al diálogo con mi hija y mi compañera. Compartir la experiencia con otros padres fue clave, al igual que el diálogo con el psicólogo que me proporcionó herramientas para gestionar mis propias frustraciones y emociones.
Hace dos años hago parte de una organización de hombre por la equidad de género en Suecia, de nombre MÄN, que en español traduce “HOMBRES”. Allí he aprendido métodos para una escucha más activa, dejando de lado las jerarquías, sin pretender una respuesta absoluta a todo. Allí aprendí, por ejemplo, que en un lugar como Suecia, sólo el 5% de los adolescentes recurren a sus padres para consejos o cuando tienen algún problema. En uno de tantos seminarios nos hicieron una pequeña encuesta a un grupo de padres y el 95% respondió que no quería ser como su padre. El diagnóstico fue elocuentemente duro y me ayudó a fijar un horizonte sobre el tipo de padre que me gustaría ser. Un padre que escucha, que dialoga, que se muestra vulnerable e inseguro, que no se aferra a su autoridad, ni intimida, que esta física y psicológicamente para gestionar oportunamente las necesidades de sus hijas.
Los temas son amplios y las palabras dejan un abismo de silencios que no intento sellar aquí. Una paternidad responsable y respetuosa es un acto de amor necesario. Un ejercicio que en mi caso es sanador y justo.