Hubo una época en que no hice otra cosa que leer y releer a César Vallejo. Le hablaba de él al que quería escucharme y al que no. María de los Ángeles, la correctora del periódico para el que yo trabajaba, intrigada por mi obsesión poética me pidió que le escribiera algo sobre el poeta peruano. Yo escribí algunos de los versos que más me habían impactado: “Esta noche has sido tan buena conmigo/ hasta dolerme/ y para eso, no debiste ser tan buena, no debiste”. Lo escribí en letras grandes sobre una hoja en blanco y lo dejé sobre el teclado de su ordenador.
Quien primero leyó los versos no fue María de los Ángeles, sino el director del periódico, quien consideró que yo había pasado la raya de la ética periodística y moral y con el pretexto de la poesía, había empezado un supuesto acoso contra la adorable María de los Ángeles. Indignado, me llamó a su despacho y me echó la bronca del siglo: inmoral, irrespetuoso, acosador, en fin, y me despidió del trabajo.
No tuve maniobra para reacción alguna. En silencio, salí de su oficina. Me encontré con el subdirector, quien debió extrañarse de mi extrañeza. Me preguntó, y yo le conté lo que estaba pasando. Con un gesto de incredulidad, se fue a hablar con el director. Después de media hora fue hasta mi oficina a decirme que desempacara las cosas, que el despido había sido anulado.
Las reacciones que producen los versos de Vallejo son variadas. Unos de torpeza, otros de nostalgia, otros de dolor, pero a nadie deja indiferente. El poeta a su amada, uno de los primeros poemas que César Vallejo envió al director de una revista, en Lima, Perú, tuvo una respuesta honda y profunda: “¿Cree usted, señor Vallejo, que poner una imbecilidad tras otra es poesía”? Ninguno de los dos directores -el que anulaba al creador del poema, y el otro que despedía a un lector del mismo poema- tenía razón. No tendrán nunca la razón en el caso del más grande poeta que ha dado Latinoamérica.
Vallejo no solo nos hizo ver cómo se hace del sufrimiento una obra de arte, sino también cómo hacer florecer árboles muertos en los desiertos de la conciencia. Y para ello su lección más certera: no hay límite para la creación humana, y menos para la poesía. Sí, muchos poetas de nuestra América y del mundo entero han puesto como pretexto los límites del idioma, la falta de palabras para nombrar lo innombrable. César Vallejo demostró que no era así. Si no hay palabras para decir esto que no puedo nombrar, debo crear esa palabra: Trilce, por ejemplo.
Generaciones enteras han bebido de la fuente vallejiana, incluidos los y las grandes poetas: Neruda, Huidobro, Miguel Hernández, Frida Kahlo y también Georgette Philippar, la francesa que preservó su legado hasta su muerte: ese de convertir toda tragedia y sufrimiento humano en poesía. He hablado con admiradores de Vallejo de todas las edades, razas, religiones, clases sociales y en todas hay ese reconocimiento unánime.
En toda la Europa post Muro de Berlín, como en las Américas de siempre, grupos de jóvenes se dedican a estudiar la obra vallejiana con una entrega total. Hace unos años me encontré en Berlín un grupo de adictos a Vallejo. Existe en el centro del antiguo Berlín de la Alemania Democrática un hotel, en el que en una de sus habitaciones pernoctó el poeta peruano. Estos hombres y mujeres han encontrado en un parque cercano una banca, que ellos llaman cariñosamente “el banco de Vallejo”, donde se encuentran regularmente para leer poemas, fumar de todo y cantar mientras la policía los protege a una distancia prudente.
Uno de estos irrestrictos es José Pablo Quevedo, un poeta indígena peruano, ex profesor de la universidad Humboldt de Berlín y con una veintena de libros de poesía publicados tanto en Alemania como en Perú.
Fue de él de quien escuché por primera vez la iniciativa de crear en Santiago del Chuco, la cuna de César Vallejo, un cementerio para poetas. La idea de José Pablo es que los poetas del mundo se afilien a esa “organización”, para que cuando mueran puedan ser llevados y enterrados en ese “campo de poetas”. La iniciativa fundamental es que la memoria de César Vallejo continúe iluminando la vida de los pueblos. Por tanto, no sería un cementerio en el sentido estricto de la palabra, sino más bien una inmensa biblioteca donde no solo esté contenido su trabajo y los frutos de su monumental obra literaria, sino también los libros y la historia de los poetas allí sepultados.
No sé si la idea tuvo eco en Perú, pero a todos aquellos que les cuento la idea de José Pablo quedan deslumbrados. Y estoy seguro de que los peruanos estarían dichosos de recuperar a su poeta más universal. Pero para que esto suceda habría que resolver el problema de la repatriación de los restos mortales del poeta que se encuentran en el cementerio Montparnasse, de París. Es aquí donde muchos dudan de que el propio Vallejo quiera regresar al Perú, un país que en su momento no lo comprendió, pero que él siempre llevó en el alma. Un Perú que lo encarceló y un pueblo natal donde se burlaban de su vocación temprana de poeta. Era la América profunda que aún no creía en sí misma.
En cambio la Francia romántica, intelectual y artística, la vanguardia modernista por excelencia fue el sueño de un Vallejo sin horizonte en el sur del continente: “Me moriré en Paris/ un jueves por la tarde/ de cuyo día ya tengo el recuerdo”, cantaba y declamaba con el pecho erguido, y fue allí donde por fin encontró una tumba donde descansar, y también a su amada más grande, convertida en musa, en sueño, y también en su protectora y compañera de lucha, con quien desplegó sus batallas por los pobres del mundo, por la república española, por la palabra como partera de otra realidad para enfrentar los nuevos retos y el sufrimiento que padeció en carne viva.
La poesía de Vallejo ha sido mi compañera de viaje, el tiempo, el sitio, el refugio donde descansar del acoso de una hoja en blanco o una realidad concreta que aprieta fuerte por todos los flancos de la existencia. Para muestra un botón: cuando más tensión y a veces confusión aparece en el terreno ideológico y político de España, no puedo hacer otra cosa que volver a leer España, aparta de mí este cáliz: España, cuídate de tu propia España.
Como lector de César Vallejo, y como aprendiz de poeta, siempre encontraré en ese hombre que nació un día en que supuestamente Dios estaba enfermo, el alimento necesario para tratar de entender el mundo desde otro ángulo y desde otra orilla. Al fin y al cabo, ya no tengo quien me eche de mi trabajo y César Vallejo ha crecido tanto que ningún director de periódico, revista o editor ose desconocer su monumental obra forjada desde el espíritu con más sensibilidad humana de nuestra América.