Diana Padrón Alonso (Las Palmas de Gran Canaria, 1984) es doctora en Sociedad y Cultura: Historia, Antropología, Artes, Patrimonio y Gestión Cultural. Comisaria, investigadora y docente (Universitat de Barcelona), ha publicado textos en diversos volúmenes colectivos y catálogos y ha colaborado en varias revistas de arte y pensamiento contemporáneo.
—Empecemos con un clásico: ¿cómo se politizan hoy el arte y la cultura? ¿Qué debe entenderse hoy en día por «arte político»?
—Curioso: estaba dispuesta a hablar de feminismo, pero supongo que, al indagar en mi currículum y descubrir que me dedicaba a la curaduría y la crítica de arte, debí resultar «sospechosa». A ver ahora cómo lo arreglo… Más que una «politización de la estética», lo que es un clásico es la «estetización de la política», ya lo diría Walter Benjamin… Me refiero a la voluntad de dotar de un goce estético –ya sea por bello, divertido o bienintencionado– a una determinada ideología. Claro que Benjamin se refería a la estetización del fascismo… Hoy en día nos toca ser mucho más agudos a la hora de detectar la propaganda estética del «nuevo espíritu del capitalismo». En este sentido, habría que decir que podría existir una estetización de lo político no solo en el «arte político» que se exhibe en centros de arte, galerías o bienales, sino también en el cine, la publicidad y la cultura visual digital, así como en ciertas manifestaciones o performances de movimientos sociales en el espacio público.
La politización de la estética, en cambio, me parece una operación mucho más interesante y es donde me sitúo profesionalmente. He escrito sobre ello anteriormente, por ejemplo: en un artículo titulado “Argumentos a favor de una estética destituyente. Una reflexión desde la Teoría Política”. Se trata de ubicar ideológicamente las prácticas artísticas o culturales, sean o no sean explícitamente políticas. Esto es más una tarea de crítica cultural que de propaganda. Desde esta perspectiva, no es tan importante interrogarse por la efectividad «política» del arte, sino por el lugar que ocupa en «lo político», partiendo de la definición que da al respecto Carl Schmitt (y que ha sido asumida por tanta izquierda). En cualquier caso, ante la pregunta por el estatus político del arte, no estaría mal recordar el lugar de la vanguardia rusa en los años previos a la revolución.
—Pensé que era importante comenzar con una pregunta de ese tipo, en la medida en que una carrera dedicada al arte puede dar un enfoque particular al hablar sobre política y, en concreto, sobre feminismo. Dicho esto, ¿también el feminismo puede verse afectado por la estetización de lo político? Y si es así, ¿de qué forma?
—Me ha parecido más que adecuado comenzar así. Es más, creo que esa «crítica cultural» de la que te hablaba puede ser un buen punto de partida a la hora de afrontar la «batalla cultural» en la que nos encontramos. Efectivamente, el feminismo se ha visto profundamente afectado por una estetización de lo político, hasta el punto de que plantear un debate crítico al respecto puede llegar a ser considerado una forma de arruinar la fiesta. Ahora bien, cabría matizar que el factor ideológico no es el feminismo en sí, obviamente el feminismo no es de ningún modo una ideología, sino un campo de batalla. Podríamos decir, en todo caso, que la ideología puede utilizar el feminismo como categoría estética para «lavarse la cara» o, si quieres, que cierto feminismo se encuentra atrapado hoy por la ideología dominante.
—¿La existencia de un amplio espíritu festivo en el feminismo puede alimentar la ideología dominante? ¿Pueden ser nocivos para el movimiento los lemas del tipo «Si no puedo bailar, no es mi revolución»?
—No puedo saber si el compromiso feminista y de clase de Emma Goldman está en la mente de todas las que entonan hoy dicha consigna, pero es cierto que actualmente sería fácil malinterpretarlo. Sabemos de sobra hace ya tiempo –un rato antes del taquillazo de Joker– que la fiesta, la música y el baile han sido centrales en la redefinición de la protesta, que la performance y la banda sonora no solo son excelentes tácticas para despistar a la pasma, sino sobre todo para visibilizar y viralizar el empoderamiento de «las multitudes». Por su puesto, no se nos escapan las herencias del 68 en esta original organización de la acción directa, pero sobre todo la lógica millennial que viene de los movimientos antiglobalización de principios del 2000, seguidos por los Occupy, un modelo luego asumido por movilizaciones ecologistas, antirracistas y, desde luego, feministas. Más allá de las críticas que ya se han vertido desde la izquierda sobre el «sujeto revolucionario de la multitud» –y en las que quizás no sea necesario insistir–, sí que podría enumerar algunos inconvenientes que encuentro en este modus operandi y que me preocupan en concreto para la potencial continuidad del feminismo. Por un lado, una obviedad: que en esa celebración festiva de las diferencias y singularidades de la multitud convivan todo tipo de ideologías sin desencadenar un conflicto de clase, asumiendo que «el objetivo supera cualquier ideología». Es curioso, porque si el objetivo del feminismo no era otro que denunciar una realidad socioeconómica, patriarcal y cultural que reproduce desigualdades y exclusión, sería lógico que no estuviera protagonizado por sujetos con privilegios de clase. Pero igual –y esto nos lleva al siguiente punto que quiero enumerar– es que ese «nuevo espíritu del capitalismo» favorece, de hecho, las aptitudes de determinados sujetos privilegiados en tanto que, desde su autonomía, esos sujetos son capaces de innovar y aplicar soluciones creativas que, en nombre de una «transformación política», reproducen las condiciones de la ideología dominante. Para ir más al grano, esta estetización de la lucha feminista se traduce en un desprecio de las masas que no presenten dichas habilidades, como es el caso de gran parte de la clase trabajadora, la mayoría de los colectivos trans, los migrantes, las putas o el lumpemproletariado. Para cerrar esta enumeración de preocupaciones, no me parece en absoluto baladí que el Día de la Mujer Trabajadora haya pasado a ser el Día de la Mujer. Algunas podrían justificarlo apelando a que, de hecho, las mujeres siempre trabajan, ya sea profesionalmente como a través del trabajo inmaterial, reproductivo y los cuidados. Por supuesto, esto no es cierto en todos los casos: no solo hay algunas mujeres que no trabajan, sino que estas pocas no lo hacen en tanto que explotan a la clase trabajadora, incluso para que ejerzan sus propios trabajos reproductivos y de cuidados. Pero además de la ya argumentada «convivencia ideológica» en el seno del feminismo, creo que en la desaparición del Día de la Mujer Trabajadora entra en juego un factor fundamental, y es que –como ya se ha constatado en más de una ocasión– ya casi nadie se reconoce por su trabajo sino por sus formas de ocio. De ese modo, la efeméride antaño inscrita en la lucha de clases se transforma en una «fiesta de las mujeres» donde estamos convocadas a gozar cual consumidoras en nuestro tiempo libre. Valga decir que, evidentemente, no me ocupo aquí de condenar el goce, la fiesta o el desparpajo, nada más lejos del creciente puritanismo: lo que me parece inaceptable –por no decir narcisista– es que algo se pueda considerar legítimo por el mero hecho de que te haga gozar. Un tema, por cierto –el del narcisismo– del que me estoy ocupando en estos momentos y que no me parece en absoluto lejano a ciertos movimientos sociales.
—Encuentro especialmente interesante la idea de una «llamada al goce feminista» y la posibilidad de que esta clase de convocatoria tenga un componente exclusivo. Para Althusser, el fenómeno ideológico es un ejercicio de interpelación («¡Oye, tú…!»); en Žižek, esta interpelación toma la forma de un imperativo: «¡Goza…!». Has señalado antes que «el feminismo no es de ningún modo una ideología». Si aquella «llamada al goce feminista » puede interpretarse en cierta medida, siguiendo a Žižek, como un fenómeno ideológico subjetivante, entiendo que debemos juzgarla, ante todo, como artefacto del «nuevo espíritu del capitalismo» al que has hecho referencia. ¿Es correcto?
—No creo que la llamada se haga «al goce feminista» e insisto en no abordar el feminismo como mera ideología o «falsa conciencia ». En este punto convendría incluso reivindicar la posibilidad –tan extendida– de hablar en términos de «feminismos », pero no tanto desde la idea del pluralismo neoliberal de las diferencias culturales, sino precisamente para señalar las pugnas ideológicas en ese campo de batalla. Por supuesto, Žižek ha sido muy hábil actualizando a Althusser, y sus ideas del «mandato al goce» o la frustración política como «robo del goce» creo que son más que adecuadas para aproximarnos al escenario actual: desde los feminismos a los desafíos nacionalistas. Precisamente por eso, es fundamental tener en cuenta que el problema no es el feminismo, sino el «mandato al goce». Una subjetividad en la que pueden caer ciertos movimientos feministas, pero también comunidades misóginas antagónicas como Incel (Involuntarily Celibate). Unas y otros parecen reclamar el «derecho» a gozar y en esto habría que ser contundentes: gozar no es en absoluto un derecho. Por eso los argumentos a favor de la regulación de la prostitución son inadmisibles. De lo que se trata, en definitiva, es de hacer un ejercicio de «gran política» que nos permita diferenciar con claridad el enemigo y eso, evidentemente, no pasa por una criba de género sino ideológica.
—¿Qué opinión te merece la intensa batalla que se está librando en el seno del feminismo? ¿Son la teoría y el movimiento queer, como denuncian sus detractores, productos neoliberales que ponen en riesgo la lucha feminista? ¿Está justificado el temor a un «borrado de las mujeres»?
—Me encuentro fuera de esa disputa y asisto perpleja a la batalla por la inclusividad preguntándome si acaso existe una estructura en la cual, en lugar de derrocar, merezca la pena estar incluidx, y con ello creo que queda resumida mi posición. Dicho esto, es cierto que existe algo de los movimientos queer que puede funcionar como un potencial revulsivo: la ruptura definitiva del esencialismo feminista, ese imaginario ligado a la lógica burguesa de la economía doméstica. Esto, claro está, siempre y cuando se considere lo queer como la voluntad de difuminar los roles y no de subrayarlos. Es cierto, además, que la mayoría de los colectivos trans –cada vez menos en España, pero de manera más que evidente en muchos otros países– forman parte de las clases subalternas y en muchos casos han tenido que lidiar con la prostitución. En los planteamientos del feminismo esencialista contra estos colectivos creo reconocer un profundo clasismo y, tal vez, ese temor que dices tiene que ver también con ese «robo del goce» del que hablábamos antes: las trans nos roban la revolución. Ahora bien, no podríamos dejar de decir que en el interior de la cultura queer se ha colado, en efecto, la enésima maniobra del «nuevo espíritu», pero esto no es nada que esté por debatir: lo hemos confirmado en la última campaña Gucci protagonizada sin pudor alguno por Paul B. Preciado.
—Decía Preciado en esa campaña que estamos ante la revolución del amor, ante una revolucionaria transformación del deseo. Sí, Preciado, uno de sus principales teorizadores, ha entregado sin reparos esta subversión amorosa al poder, al privilegio y a la frivolidad. Diría que nos encontramos, en realidad, a las puertas de una revolución lampedusiana.
—Me consta que esa campaña ha despertado el descontento de buena parte de sus seguidores, por el contrario, a mí me ha parecido un gesto de honestidad que hay que agradecerle. El propio posestructuralismo que Preciado reivindica ya puso sobre la mesa que la «transformación del deseo» es una operación del «biopoder», y lo único que hace Preciado es ejercerlo. Está claro que «el amor» es un temazo, pero ¿basta reivindicar el amor sin más? Existe un amor (philia) en la camaradería, en la fraternité y se dice también que en la «sororidad»; ahí está, por supuesto, la apología del amor de San Pablo o el pensamiento cristiano de San Agustín que Hannah Arendt traslada a su amor mundo. Tenemos incluso el condenado amor romántico y el poliamor de turno, pero también un amor a la patria, así como una «filantropía» (una práctica ligada a ciertas clases sociales basada en la necesaria existencia de subalternidades que permitan llevar a cabo las acciones sociales y el correspondiente crecimiento personal de los que las ejercen). «La revolución del amor» ya fue anunciada primero por Berlusconi, y creo que aquello que nos ha traído la mayor parte de las «políticas de reconocimiento» parece más bien el definitivo triunfo del amor de Narciso. Más que una revolución lampedusiana, quizás podríamos decir incluso que el neoliberalismo ha sabido realizar una especie de «revolución permanente».
—El cuerpo ocupa un lugar de honor en las políticas de reconocimiento y a menudo estimula esa fijación narcisista a la que apuntas. Ahora bien, el cuerpo es, al fin y al cabo, el gran punto de encuentro entre lo privado y lo público. Dadas su importancia y su centralidad actual tanto en la reflexión teórica como en la acción política, ¿puede ser hoy el cuerpo un referente destacado para un proyecto colectivo distinto al de las políticas de reconocimiento/ identitarias?
—Me parece una estupenda pregunta. Evidentemente el cuerpo es uno de los ejes que articulan las reflexiones identitarias y es central en esa consigna de que «lo personal es político». Pero, precisamente por eso, porque el cuerpo es quizás el lugar más evidente para observar la producción y re – producción de la cultura dominante, sigue siendo oportuno pensar en él… Por no decir que queda mucho que reflexionar aún sobre el fenómeno de la «autocosificación». Por otro lado, diría que la referencia al cuerpo no estimula únicamente una fijación narcisista, pues no es lo mismo reivindicar el cuerpo como entidad autónoma y autosuficiente que el cuerpo subordinado: el cuerpo de «la parte sin parte». De hecho, Marx y Engels apuntaron todo el tiempo al cuerpo denunciando la explotación y organización de los cuerpos de mujeres, hombres y niños en las fábricas, y el cuerpo es crucial, además, en las reflexiones antropológicas sobre el patriarcado y el esclavismo en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado –un texto, por cierto, a reivindicar en las bibliografías feministas–. Para tratar de responder a tu pregunta, y sin dejar de considerar, por supuesto, que existen injusticias de orden «cultural» que afectan al feminismo, tal vez afrontar un proyecto distinto al de las políticas de reconocimiento pase por una reflexión sobre cómo afectan hoy a los cuerpos las injusticias de clase: desde los controles a la movilidad impuestos a los migrantes, el abismo entre los trabajos manuales o presenciales y aquellos de la economía inmaterial o cognitiva, la cuestión de la vivienda y las condiciones de vida hasta, claro está, los privilegios en el acceso a la salud tan evidentes en los tiempos que estamos viviendo, lo que se traduce no solo en un reparto desigual de los tratamientos y las vacunas, sino en una obscena brecha en la esperanza de vida.
—Parece que la pandemia está ahondando, además de la de clase, la brecha de género.
—Claro, aquí entramos en el eterno debate de si la brecha de género es un problema a resolver por las políticas de reconocimiento o por las de redistribución. Mi posición en esto –como creo que ya ha quedado manifestado– se remite a la idea de la politóloga y feminista Nancy Fraser de que la brecha de género se inscribe, de hecho, en las injusticias de clase, más allá de que además exista una injusticia cultural en el modo en el que nuestra sociedad reconoce a las mujeres y a otros colectivos. La brecha de género tiene su origen en la división del trabajo y en una lógica distributiva injusta, por lo que no podemos pensar en un proyecto realmente revolucionario o de transformación colectiva si no abordamos una profunda reestructuración de dichas relaciones de producción que es, en definitiva, el proyecto que tendría que afrontar la izquierda. Y, por supuesto, hablo en términos de una transformación colectiva –y no exclusiva– porque de lo que se trataría aquí no es de afirmar las diferencias, sino de abolirlas. Es esa diferencia o división del trabajo la que ha agravado durante este año la brecha de género, desplazando a muchas mujeres de sus ya precarios puestos de trabajo al ámbito del trabajo reproductivo y de los cuidados, tan esenciales durante una pandemia.
—¿Es iluso creer que pueden alcanzarse los principales objetivos del feminismo en un orden capitalista?
—La ilusión supongo que tiene que ver con la falsa conciencia… No creo que puedan identificarse unos objetivos concretos en el feminismo, puesto que, como ya apuntábamos, se trata de un movimiento heterogéneo en el que conviven diversas ideologías, perspectivas y tradiciones, de ahí esa pugna actual que señalabas antes. Desde luego que hay ciertas demandas de un «feminismo liberal» o incluso de un «feminismo progresista afirmativo» que pueden alcanzarse en el interior de un orden capitalista, pero es precisamente eso lo que debería preocuparnos: que se apueste por un feminismo que no contemple una transformación radical de la sociedad en la que vivimos. Ahí está, por ejemplo, la cuestión de la flexibilización laboral tan ligada a la lógica neoliberal… En mi opinión, para combatir la «ilusión» en el interior del feminismo, creo que deberíamos fundar una «escuela de la sospecha» feminista.
—¿Cómo podría construirse una «escuela de la sospecha» feminista verdaderamente influyente? ¿Qué figuras del feminismo (histórico o actual) la representarían?
—Me cuesta pensar en un proyecto verdaderamente influyente que no esté apoyado por una unión de las clases subalternas y depauperadas. En todo caso, creo que apenas alcanzo a identificar figuras que puedan resituar el problema o incluso ser capaces de abrir debates que me parecen necesarios… En el fondo, la coyuntura actual es en gran medida una continuación de la «segunda ola del feminismo», al menos a la hora de poner el acento en las diferencias culturales. Pero existe toda una tradición de feminismo propiamente de izquierda que parece haber quedado en el olvido: me refiero al feminismo de Aleksandra Kolontai, de Clara Zetkin, o incluso el de Rosa Luxemburg. Hoy en día tal vez queda algo de ello en el discurso de Silvia Federici –con la que quizás estoy en parte de acuerdo– y, aunque con cierta distancia, creo que Brigitte Vasallo está poniendo sobre la mesa contradicciones fundamentales, como las que parece que recoge en su recientísimo Lenguaje inclusivo y exclusión de clase (2021), un ensayo que de momento apenas he comenzado pero que creo no está mal encaminado y que, por cierto, prologa Remedios Zafra, a quien también aprecio. Por supuesto, tenemos figuras como Nancy Fraser, a quien ya reivindicaba antes por su posicionamiento a favor de las políticas de redistribución y quien, por otro lado, no niega las injusticias culturales que afectan a las mujeres, lo que en cierta medida le acerca a Judith Butler (a pesar de que hayan mantenido una apasionada discusión intelectual al respecto, me consta que se llevan muy bien). Porque de lo que se trata no es de negar realidades manifiestas como el feminicidio o la violencia de género, sino de buscar soluciones en el interior de un proyecto de izquierda a gran escala que desde luego no surgirá de la mera implementación legislativa en nuestras democracias liberales desde una lógica punitivista o desde el paternalismo de la protección. Por no decir que, en la época de la apología del derecho y la transparencia, es absolutamente imperativo sospechar de los discursos moralistas y sin fisuras. Y en relación con esto último, además de lo ya dicho, creo que Simone de Beauvoir sigue siendo más que necesaria, quizás también Julia Kristeva y hasta me atrevo a decir que Catherine Millet (que no solo por francesa es la versión antagónica de la feminista estadounidense Kate Millett).
—¿Qué rumbo crees que tomará el feminismo en los próximos años?
—Bueno… anclados como estamos en la pugna –social, institucional y corporativa– de quién es «más feminista», quién usa de manera más sofisticada ciertas retóricas o, incluso, quién es más «mujer», la situación no invita a mucho entusiasmo. Básicamente porque esa batalla de identidades es una aporía, no hay manera de resolverla al tiempo que multiplica nichos de mercado. Pero tampoco es una novedad, ya pasó durante los 70 y lo que ocurrió fue que la lucha feminista quedó desplazada de los problemas de la ciudadanía. Posiblemente ese sea el destino más previsible del futuro de gran parte de los feminismos actuales, y no creo que sea casualidad que las clases empobrecidas se dejen camelar cada vez más por discursos reaccionarios. Pero, justamente por eso, tal vez sea entonces el momento más oportuno para reivindicar un feminismo verdaderamente de izquierda, un feminismo que quiera desmarcarse de las agendas neoliberales y se interese por reconectarse con los problemas de la clase trabajadora reconociéndola como la que nunca dejó de ser la verdadera «comunidad de las mujeres».
—La extrema derecha abandera el antifeminismo y lo exacerba, pero también se sirve del antifeminismo existente como un importante factor de arrastre (en parte, para muchos hombres de clase trabajadora). ¿Qué debería hacer la izquierda al respecto? ¿Qué opinas de quienes enarbolan desde la izquierda un antifeminismo tan crudo e insistente como el de la extrema derecha?
—El caso es que ese antifeminismo al que te refieres no parece estar protagonizado únicamente por hombres, creo que sería caer en una especie de negacionismo no reconocer que hay muchísimas mujeres asumiendo esos discursos. Se dijo algo de eso en el caso de EE.UU. y luego confirmamos que millones de mujeres habían votado a Trump. Por no hablar del arrastre entre las clases populares de lideresas de extrema derecha en Francia, en Madrid… Es algo que, por otro lado, no debe extrañarnos, ya que son muchísimas las mujeres que, junto a muchos hombres, forman parte de esas clases depauperadas que sienten que la izquierda les ha abandonado entre tanto ensimismamiento identitario. Obviamente, ese conflicto no se va a resolver con una batalla entre mujeres y hombres: se trata de un conflicto de clase y la clave está en el empobrecimiento extremo que arras tramos desde hace décadas. El lumpen se define precisamente como aquel sector absolutamente marginalizado, sin acceso a la producción, sin conciencia de clase, que es fácilmente arrastrado por cualquier corriente ideológica y el neoliberalismo ha sido, en efecto, una colosal fábrica de desempleo y lumpemproletariado. En lugar de nuestro desprecio, esa profunda herida merece la urgente atención de la izquierda (y de lo que de ella queda en el feminismo). No, no seremos las universitarias, las académicas, las intelectuales o las artistas las que hagamos la revolución, en todo caso nos toca buscar nuestro lugar junto a esas clases empobrecidas que no piensan co mo nosotras. Como bien dijo Walter Benjamin a propósito del lugar que debería ocupar el artista o el intelectual de izquierda, ese acercamiento no puede ser de ningún modo paternalista, porque eso significaría ocupar el lugar del patrón, del mecenas ideológico: un lugar imposible.
Texto publicado en la revista El Viejo Topo.