“Una especie de vínculo umbilical conecta el cuerpo de la cosa fotografiada con mi mirada: la luz, aunque intangible, es aquí un espacio carnal, una piel que comparto con la persona fotografiada.”(Roland Barthes).
Sería mucho lo que podría decir Roland Barthes si estuviera vivo para darle continuidad a su obra La cámara lúcida, esta vez tomando el gran álbum familiar global contenido en el más fascinante y a la vez peligroso invento tecnológico, las redes sociales.
Todo un análisis antropológico se puede hacer nada más colocando el buscador en redes como Tik Tok e Instagram, las que a mi parecer más definen nuestro momento, el culto al ego y la banalidad sin límites.
La extinta intimidad se exhibe de forma asombrosa. Escenas cotidianas como sacadas de anuncios publicitarios de todas las calidades. Cambios de vestuario en yuxtaposición de imágenes con el común denominador de la mueca estilo boca de pez; convalecientes sonrientes en las camas de hospital; sesiones de ejercicio con venas a punto de explotar por el esfuerzo sin gotas de sudor a la vista; fotos sugestivas con ropa interior y un mensaje de superación personal que realmente no creo que se lea. Comentarios llenos de emoticones como si prefiriéramos retroceder años de evolución y volver a comunicarnos con jeroglíficos modernos; fonomímicas de personas jugando a los humoristas con “chistes” a veces machistas, homofóbicos y hasta clasistas; coreografías ridículas de cualquier acto cotidiano de la vida, excluyendo el que es común a todos los humanos, todavía nadie ha puesto una cámara frente al retrete para registrar el momento de una cagada, aunque no es de extrañar que si una celebridad lo hiciera, millones de personas harían lo mismo, algo grotesco pero menos peligroso que muchos retos virales que le han costado la vida a personas que aceptan esos supuestos desafíos. Toda una civilización del espectáculo, exhibicionistas a la caza de corazones.
Millones de personas documentan su vida minuto a minuto y la comparten en las redes sociales. Tomamos fotos compulsivamente para acaparar cada instante sorprendente de nuestra vida común y corriente. ¿Por qué lo hacemos?
Un viaje fotográfico
El regalo más valioso que recibí a los ocho años fue una cámara fotográfica de plástico. Recuerdo que se le metía un rollo y con apretar el botón tenía en mis manos el poder de congelar el tiempo. La calidad de ese momento era muy cutre, así que el recuerdo que posteriormente se imprimía en colores amarillentos y poca nitidez de la imagen ni valía la pena guardarlo.
A los diez años una salida de campo al Parque Tayrona, Colombia, con un grupo de amigos fotógrafos aficionados, del que era parte mi padre, me hizo sentir curiosidad por retratar lo que me rodeaba. Hace 27 años, ese lugar era lo más parecido a lo que se puede describir como paraíso terrenal, la contaminación y la invasión turística no lo habían tocado. Las playas estaban desiertas, el mar tenía distintas tonalidades de azul, donde se podían divisar aletas de tiburones a lo lejos, caminos estrechos de lodo enmarcados con árboles de gran altura que escondían una banda sonora de animales de distintas especies que parecían susurrarte o gritarte al oído. La huella de nuestros aborígenes con refugios de paja con vista al mar y árboles enormes con frutos exóticos que podías tomar sin restricciones, caballos indomables que podían irrumpir en cualquier momento galopando frente a un oasis con espejos de agua que reflejaban las hojas de todos los verdes posibles como en una obra maestra de puntillismo.
El hobby de fotografiar no era democrático como hoy, cada rollo de 12 y 24 fotos te invitaba a la cordura. Nadie disparaba por disparar para conseguir una imagen, tenías que usar más la inteligencia y obviamente el sentido de observación para estar alerta como un cazador de imágenes y capturar algo que realmente valiera la pena para después meterte en un cuarto oscuro y hacer magia química para ver aparecer lentamente la imagen. Las fotos no las guardabas en la nube como hoy, sino en negativos que debías conservar para que no se destruyeran con hongos que vinieran a robar la escena tapándola con sus puntos negros.
Tanto fue el respeto que le di a ese acto de detener el tiempo y documentarlo, que a pesar de que mi vocación real era la arquitectura me incliné a estudiar Comunicación Social para descubrir más ese universo de la imagen.
Años después, al llegar a una sala de redacción tuve el privilegio de conocer profesionales que se habían formado con las cámaras análogas y en los cuartos oscuros de revelado. Estaban entrenados para adelantarse a los hechos y no dejar pasar un momento clave de la historia, para llenar la tan anhelada primera página, la joya de la corona por la que se compite a diario en los medios de comunicación impresos, donde al igual que en las redes sociales hay una búsqueda de reconocimiento, aceptación y por supuesto una guerra campal de egos enormes. Todo ese romanticismo se esfumó con la calidad de la tecnología digital, en la que el rollo fue pisoteado por una memoria con capacidad para tomar cientos de fotos en una jornada. La lentitud fue reemplazada por la rapidez de las ráfagas que al igual que el vídeo podían registrar hasta lo invisible para el ojo humano.
Hoy, cualquiera puede tomar grandes fotografías con un buen dispositivo electrónico que además recibe llamadas, la calidad de la imagen está resuelta para la mayoría y hasta la edición también con cada aplicación y filtros automáticos. Se calcula que el 48% de la población mundial usa un teléfono inteligente. 800 millones de personas con una sala de redacción personal a su alcance, sin censura. Con algoritmos especializados para tener seguidores afines, para crear burbujas comunitarias o tribus digitales que nos mantengan online el mayor tiempo posible.
El álbum familiar
Me atrevería a asegurar que en cada familia reposa una reliquia que ni el más minimalista se atrevería a sacar de su casa: el álbum familiar. El único contacto que nos puede mantener conectados de alguna manera a las personas que amamos y que están muertas. Ni la memoria más privilegiada podría conservar con tanta nitidez un momento del pasado como lo hacen las fotografías y los vídeos.
Compulsivamente tomamos fotos de lo que vivimos. En lo personal, no pasa ni un solo día en el que no tome fotos, a veces he llegado a capturar 100 en un día, sin ejercer ya la reportería (un periodista puede captar más de mil fotos en 12 horas de trabajo). Y ya no conservo esas imágenes en los libros argollados con paisajes en las portadas y las hojas plastificadas para organizar las postales personales. Ahora lo hago en la nube. Hace cinco años se hacían en discos compactos que corrían la misma suerte de los negativos y discos duros que podían dañarse y perder un terabyte de imágenes irrepetibles de trabajos de campo, como me pasó a mí y a muchos colegas que conozco. Ahora, mis imágenes reposan a la vista de todos en mis redes y Google se encarga de hacerme visitar cada semana ese álbum familiar de hace tres o cinco años.
Pero al paso que voy, dentro de 33 años cuando cumpla 70 y me entre la nostalgia por revivir mi juventud, habré acumulado desde hoy 120.450 fotos más, si tan solo tomara diez por día. No seré la mujer biónica en ese momento para poder procesar tanta información, entonces puede que me haga la pregunta de si valió la pena acumular tantos momentos para no dejarlos morir.