En el país de El olvido que seremos, olvidamos todos los días. Tan de repente, aquí, los disparos se escuchan y los muertos se disipan, todo se olvida. Y todo se conjuga con olvidar: Escribir para olvidar, aunque se recuerde; cantar para olvidar, aunque se sienta; y gritar un gol para olvidar, aunque nada se olvide aun con el grito más fuerte.
Todos los días olvidamos algo, posiblemente sea esa empeñada y siniestra labor de seguir, aun con las culpas en la bolsa; continúa entonces esa labor ensañada por seguir olvidando e ignorando todos los valles de muertos y muertes. Y todo continúa. Esa siniestra estructura del olvido diario. Y seguimos con la mañana, acomodados en los rincones de las culpas, frustrados, olvidando las hojarascas que fuimos y las brisas que pudimos ser, los sueños, las familias, los cuentos y las cuentas de cuántos éramos y cuántos fueron los de ayer. Y nuevamente todo se conjuga con olvidar, olvido, olvidé: quise, ya no podré.
Camino en esta lectura, en esta forma rápida de andar entre tumbas condenadas al olvido, y entre historias mal contadas que por perversidad o inocencia olvidan algo siniestramente; a veces los muertos, las almas, las ideas y los dolientes; a veces las historias, porque esto abunda y se prolifera en esta patria rota: historias que olvidan contar historias.
Camino entre historias que le faltan a alguien, un eslabón olvidado en las ruinas de la historia de un país que anda a pedacitos y con pedacitos de esperanza. Escribo olvidando, posiblemente por la incapacidad de cargar todo en una pluma enclenque, joven, aburridísima, y escribo con miedo y olvido, sobre todo lo último, con esta pluma que a veces ha olvidado que todo se olvida y a veces con miedo, escribe para nunca olvidar.