“Lo único que nos puede impedir ganar hoy, somos nosotras y nosotros mismos. Tenemos que entender claramente que hoy el problema reside en nosotros y en nuestra decisión política”, sentenció con claridad el senador Iván Cepeda, en un programa de entrevistas, hace un par de meses. El lamentable espectáculo que presenciamos el pasado martes en la instalación del Congreso así lo corrobora.
Empecemos por el principio: el presidente Duque pronunció un discurso tan patético como cínico, en el que habló de un país democrático, condenó la polarización y el hostigamiento al odio (exactamente lo que la CIDH exigió de su gobierno hace pocos días) y, luego de terminar, mediante una de sus acostumbradas trampas leguleyas, se largó sin escuchar la réplica de la oposición: así lo ha hecho siempre.
Posteriormente, la Cámara de Representantes eligió como su presidenta a la hija de un asesino condenado por homicidio, hermana de un narco-piloto condenado por narcotráfico; y lobista de las empresas de los narco-pilotos oficiales de Uribe y Duque, quienes los movilizaron innumerables veces en sus campañas a Senado y Presidencia, respectivamente; uno de ellos muerto recientemente con toneladas de perico del Cartel de Sinaloa en un presunto accidente aéreo en Centroamérica y otro encontrado con cocaína en un falso vuelo humanitario en Providencia, autorizado por la Aerocivil, que había despegado desde el aeropuerto de Guaymaral, donde opera una… ¡base de la Policía Antinarcóticos!… en fin. Ella, por supuesto, fulgurante militante del Centro Democrático en el Llano. Tragicómico.
El Senado, por su parte, eligió como presidente al hijo de un despojador de tierras condenado en primera y segunda instancia y en sede de casación: militante del Partido Conservador, responsable en gran medida del archivo de la ratificación del Acuerdo de Escazú y quien ha emprendido una cruzada en contra del nuevo enemigo interno de la nación tras la extinción de las FARC, los “vándalos”, con proyectos de ley que buscan realmente restringir en forma grave, hasta casi anular el derecho fundamental a la protesta social.
El hijo y la hija de criminales convictos, con hermanos narcotraficantes, un círculo íntimo tenebroso y vinculados directamente a la mafia, son los nuevos presidente y vicepresidenta del Congreso de la República: sórdido, para ya rutinario proceder de esa clase política traqueta que gobierna el país y legisla desde los ochentas: los partidos de gobierno, ya sin ninguna careta, rubor ni disimulo, convertidos en maquinarias criminales al servicio del narco.
Sin embargo, eso no fue lo más grave que ocurrió: los maleantes actúan como tales, pero de quienes buscan genuinamente ejercer la política con ética se espera transparencia y lealtad: el Estatuto de la Oposición Política, hecho ley de la república gracias al Acuerdo de Paz, lo que implica que lograr su expedición costó más de 50 años de guerra, estableció que las organizaciones declaradas en oposición tendrían derecho a participación en las Mesas Directivas del Congreso, las Asambleas y los Concejos. El turno le correspondía en esta ocasión al senador Gustavo Bolívar, pero los partidos de gobierno decidieron vetarlo instrumentalizando el voto en blanco para impedir su elección. En un escenario inédito, la mayoría de la oposición decidió retirarse para sentar el necesario precedente que las mayorías gobiernistas no pueden, evidentemente, imponer la elección de la candidatura de la oposición que les guste. Sin embargo, de manera unilateral e inconsulta, una facción del Partido Verde decidió postular a un viejo cacique electoral, militante ahora de su partido, para ocupar esa dignidad. Y claro, resultó electo. Bochornoso. Ese inexcusable suceso terminó por romper las ya deterioradas relaciones entre los sectores que se reclaman alternativos, con lo que, en últimas, se regocija lo más cavernario de la política nacional.
La descomposición del régimen es hoy más evidente que nunca. Las mayorías sociales están hartas de la clase dirigente y del mal gobierno y han demostrado heroicamente su disposición a darlo todo por cambiarlo. Sin embargo, gústenos o no, en este momento histórico poder ser gobierno y gozar de gobernabilidad implica construir pactos amplios entre todos los sectores no vinculados a las mafias: ni las izquierdas solas, ni el denominado centro solo, están en condiciones de garantizar la derrota del uribismo y el hampa, que son lo mismo. Negar esa realidad sólo favorece el continuismo. Nos necesitamos y nos necesitaremos mutuamente si pretendemos gobernar. Que no se nos escurra entre las manos la primera oportunidad real en la historia del país de construir un poder institucional democrático.