Este miércoles, a las 9:00 abrí el WhatsApp con ese temor que últimamente me acompaña de encontrarme con el dato de que algún familiar en Colombia ha muerto o anda desesperado buscando una UCI para internar a su gente, como sucedió en las anteriores semanas con Carmen y otras personas. Y esta vez me encontré con la triste noticia de que Blanca, el personaje de uno de los cuentos incluido en mi libro La rubia de Hamburgo y otros relatos elementales (Ediciones Alicia Rosell – Bilbao 2014), había fallecido después de luchar 15 largos días por sobrevivir al covid-19. La protagonista en el cuento se llama María (Blanca en la vida real), y la revelación de su deceso me dejó la incertidumbre de que esta peste mal gestionada no solamente se está llevando a los familiares más queridos, sino también a los personajes de mis relatos.
Éste es el cuento:
“No quiero que se vayan al pueblo, decía María. Habíamos llegado con mi hermano menor para vivir allí durante el curso escolar de cuarto de primaria. Pero desde el rancho de la tía Alberta, al otro lado de Piedrancha, había hora y media de camino para llegar a la escuela urbana de niños. Así que, aprendimos a caminar por el tubo de la Texas PetroleumCompany, que además de llevarse el crudo del Putumayo para los depósitos en New York, nos servía para cruzar el río y no tener que ir hasta el puente donde estaba la piedra ancha que le daba el nombre al pueblo. El peligro era latente. Si resbalábamos del tubo, no quedaba ni el apellido.
Por eso nuestros padres decidieron alquilar una casita en el pueblo. Y eso le dolía a María, la hija de la tía Alberta, una solitaria niña de ocho años que vivía en esa casita de bahareque techada con hojas de plátano. Por primera vez en su vida tenía compañía de otros niños con quien jugar después de que llagábamos de la escuela. Cuando supo que nos íbamos, lloró amargamente. A la tarde siguiente, nos esperó medio bulto de aguacates. Se debían envolver en hojas de plátano secas y colgarlos en un costal sobre el fogón, donde el humo los haría madurar. Mientras no se coman todos los aguacates no se van, dijo.
Veinte días después, cuando nos comimos el último, vinieron nuestros padres y nos trasladaron al pueblo, aunque María ya preparaba un segundo medio bulto de aguacates. María era nuestra prima, una hermosa niña que con nuestra presencia supo que más allá de los platanales vivían otras gentes y otros niños y niñas como ella. La tristeza de la niña aún la llevo grabada en alguna parte del esqueleto. Supe por primera vez que la soledad se llama María.
Contó la tía Alberta que María solía treparse a los árboles de aguacate más altos para mirar, a lo lejos, a los niños que jugaban en el patio de la escuela”.