Si escribir una novela es hacer una casa ladrillo a ladrillo, y escribir poesía es buscar un diamante en la soledad umbrosa de un socavón sin fondo, entonces Alejandro García Gómez hace las dos cosas: construye los ladrillos con finos diamantes minados en el pasado, incluso en el futuro, y con ellos erige una casa. Con la sabiduría que le ha dado el ejercicio de constructor de historias, va poblando la mansión de seres, de atmósferas distintas, de emociones infantiles, adolescentes y viejas que, vistas del lado “de acá” o “de allá” (quizá por eso su título en un deliberado frañol), del pasado o del futuro, son los pilares de esta novela. Pichouka et Gabriel en el país des sueños et sombras es la nueva apuesta del narrador colombiano.
Pichouka et Gabriel… es una historia de utopías y sueños: una joven mujer decide que este no es su destino. Está segura de que no está “aquí”; sospecha, pero vacila, que puede encontrarse “allá”. Y, a través de un exilio voluntario, parte hacia el otro lado. Después de aterrizar entre la frialdad de suelos indiferentes y lenguas ajenas, no puede eludir la soledad de sus propias causas y sucumbe al amor. Desde entonces tiene que enfrentar la naturaleza de mujer–madre, y cuidar de Gabriel, su hijo que es, a la sazón, el médium de ella entre el ayer y el ahora. El niño llega a convertirse en el minero que desciende hacia los socavones de la vida de su madre y sustrae los elementos necesarios para construir la historia.
Para leer esta novela hay que estar atentos. Hay muchos caminos y atajos por donde desfilan personajes con todas las características de la naturaleza humano–animal: el sueño, la pesadilla, la cavilación y la proyección, la ternura y la crueldad, la iluminación y la oscuridad, los vivos y los muertos. Incluso realidades políticas, sociológicas y culturales -que de alguna manera también bañarán a Gabriel- sólo se pueden ver con más nitidez desde fuera del ámbito de donde ocurren, y para ello hay que buscar las cuatro llaves de los cuatro costados de la realidad concreta que rodea la existencia de los personajes de Alejandro García Gómez: “-¿Se dieron cuenta de que el cofre tiene cuatro cerraduras, una por cada costado?”. Sólo cuando las llaves están en nuestras manos, es posible crear un mundo nuevo a partir de las ruinas que dejan los contextos, las añoranzas, las dudas, las pesadillas y los sueños, de la má de Gabriel, es decir de todos nosotros. ¿Una razón? Sí. Una vez construido el nuevo territorio, y por la misma naturaleza de la ficción literaria, se pueden erigir las atalayas desde dónde observar mejor el pasado. Má puede evocar, con la claridad que le dan la realidad o su onirismo, las elecciones en su país, la maquinaria de corrupción eterna que las impulsa y sostiene y la violencia endémica como combustible del poder, la ferocidad y las fuerzas criminales de todos los lados, empezando por las del propio Estado, pero también el afecto y la ternura de los suyos, de sus amigos y de desconocidos seres que el camino se los atraviesa en los difíciles momentos, sin nada a cambio. Má conoce como pocos el exilio voluntario, esa congregación que se convierte en su propia familia, en la militancia del migrante, la de su propio clan: la de la amistad, la del amor solidario, la de la libertad pero también la de buscar un pecho o la de arrimar un hombro para paliar la propia soledad o la ajena.
Gabriel es el niño que trastoca o mejor que siente, que el amor es uno, que no puede ser dividido; termina confundiendo a su madre con su gata Pichouka, y a ésta con una niña niña amiga –a todas ama y de todas se siente amado-, y a la vez a la gata conviviendo en los espacios de su madre, en los tiempos de la gata. Pichouka, sube hasta la cordillera de los recuerdos o de los sueños y descubre a los primeros pobladores del país de los ancestros maternos –los “de acá”- con su sabiduría y sus silencios cobrizos, con sus luces y sus sombras. Un país donde, con palabras distintas, sus habitantes hablan con los mismos significados, como si nuestro escritor tuviera presente las reglas básicas de la sociología cuántica donde todo lo que ocurre no ocurre y lo que fue también será hoy.
Gabriel aplica sus propias técnicas para observar su entorno, es decir para sentir el mundo, su propio mundo. Esa “ciencia” infantil de él, esa no contaminación de soledades mundanas y nostalgias sin nombre, es lo que a ella “Le trae el sabor de su padre, de su madre, de su única hermana, de sus abuelos, de sus tíos y de sus primos. El olor de las casas de sus familiares y de sus amigos también”, que él no los ha vivido, que son vida vivida de su má, pero que al ser parte de la existencia de los genes de ella, de esa madre origen, historia y noria construirá también la parte sustancial de su vida.
Los recursos utilizados son muchos. Los sueños. Los diálogos internos, la introspección, la historia, los diarios y, no podía faltar, el internet. A través de estos mecanismos activados de memoria se da cuenta de que “…Los angostos pasadizos, a veces se transforman en escaleras de cemento y ladrillo o viceversa. La multitud de casas asemejan una sola, inmensa, con una profusión de colores deslucidos por la intemperie, de ventanas y puertas. Algunas mujeres lavan ropa o vajilla en los fregaderos de sus terrazas. Ancianos y hombres de prominentes barrigas y sin camisa fuman, sentados abiertos de piernas, frente a las puertas de las casas, o también sobre las terrazas, y miran. Niños juegan entre sí o con perros o con gatos o pegándole patadas a un frasco plástico, intentando La Veintiuna…”.
La novela está narrada a veces en primera, a veces en segunda y otras tantas en tercera persona; desde allá y desde acá, desde dentro y desde fuera, desde la paz y la guerra, desde la infancia y la vejez, desde la alegría y el sufrimiento, desde la crueldad extrema a la máxima ternura, de tal manera que su lectura nos lleva a un laberinto. Hasta esa maraña llegan sabios legendarios de acá para ayudarnos a salir de ella, en una real solución inesperada, salida del amor y la sabiduría de algún personaje de su obra literaria anterior.
Pichouka et Gabriel en el país des sueños et sombras es el eterno interrogante del ser humano (y de ahí su salto de lo local a lo universal), el bicho que siempre está presente de este o el otro lado del Atlántico, ese ruido existencial que como el incómodo zancudo en la sala del silencio, interrumpe la tranquilidad cuando menos los pensamos: “Hizo entonces un paseo más largo y fastidioso: inició desde la oreja derecha y, atravesando la mejilla, llegó a su boca. Gabriel movió sus músculos faciales y el bicho huyó. Volvió a hacer más o menos lo mismo, pero por el lado contrario. Gabriel lo contrarrestó con lo mismo y nuevamente voló. En un instante volvió a posarse en su nariz. Se quedó ahí unos segundos; parecía como si degustara los sabores del sitio o se encontrara escogiendo la ruta a seguir. Tomó el camino del ojo derecho, haciendo descansos. Otra vez la misma zona que Gabriel, con los máximos miramientos posibles, se había acabado de rascar. Parecía que iba decidido ya no sólo a hacer “inspección de zona”, sino hacia el propio ojo”.
Pues bien, los recursos literarios, temporales, espaciales, psicológicos están siempre presentes en esta novela. Alejandro García Gómez nos da las herramientas para construir ladrillos con los olores y los colores que perviven en nuestras nostalgias, con las sensaciones más íntimas, con las realidades y las alternancias de los sentimientos. Y como buena obra, también nos enfrenta a la dualidad de nuestro Yo, incluso a las multitudes que somos cada uno de nosotros y nos deja esa sensación de que nosotros no hemos hecho lo suficiente para construir nuestra casa propia si todos los elementos para amasar y modelar los ladrillos los tenemos a nuestra disposición. Y se los digo yo, otro exiliado voluntario, también con realidades, sueños y utopías amarradas a años.