Estos juegos olímpicos son, sin duda, de los más reivindicativos que hemos visto en las últimas décadas. Desde el alegato a favor de la salud mental esgrimido por la gimnasta estadounidense Simon Biles, las decisiones de dos jugadores de Judo, de Argelia y Sudán, de no competir contra deportistas israelíes en protesta por el apartheid impuesto por Israel a los palestinos, la reivindicación simbólica en el podio de la atleta Raven Saunders, que cruzó los brazos sobre su cabeza en forma de X para indicar «la intersección en la que se encuentran todos los que están oprimidos», hasta el menos mediático gesto del uso de mascarillas rosas por parte de los miembros del equipo de esgrima de USA, como una forma de protestar contra uno de sus compañeros de equipo (con mascarilla negra), acusado doblemente de acoso sexual, y que en teoría no debería haber hecho parte del grupo pero terminó yendo a Japón por orden de un juez.
El gesto reivindicativo de los esgrimistas me llamó poderosamente la atención porque hasta ahora no había visto que en un espacio deportivo se aplicara tal sanción social por parte de compañeros y además me sorprendió positivamente saber que la federación de esgrima actuó frente a las denuncias presentadas de forma rápida, asertiva y con empatía hacia las víctimas, cosa que no sucede regularmente en las denuncias de acoso y agresión sexual.
A pesar de que el movimiento #MeToo abrió, a nivel mundial, la posibilidad de que muchas mujeres hablaran de las agresiones sexuales que han vivido y de que se normalizara el hecho de llevar al debate público este tema en los últimos años, para las víctimas sigue siendo casi imposible encontrar justicia tanto a nivel judicial como social. La revictimización, es decir, el daño añadido ocasionado a la víctima que denuncia por parte de instituciones y personas en el “proceso” de investigación del caso, es una constante en ambos espacios, lo que nos lleva a pensar que quizás, y a pesar del llamado público constante a denunciar y romper con el silencio, lo mas apropiado sea no denunciar.
El laberinto sin salida de las denuncias penales
Desde las instituciones se hace un llamado constante a denunciar los abusos y agresiones sexuales. En muchos países existen líneas telefónicas (como el 016 en España) a través del cual las víctimas pueden recibir ayuda y orientación para denunciar a su agresor. Desde afuera todo parece indicar que la justicia funciona y que las víctimas de abuso y agresión sexual encontrarán apoyo en las instituciones cuando decidan denunciar, pero nada mas lejos de la realidad.
En la mayoría de países, sobre todo los del Sur Global donde la impunidad es una constante, el camino de la denuncia penal por abuso y agresión sexual es simplemente tortuoso. Por ejemplo, en México el porcentaje de mujeres (y en menor medida hombres) que se atreven a denunciar no llega al 10% de los casos, y esto se debe, según Amnistía Internacional, a que “puede ser largo, costoso, desgastante y decepcionante.” De los casos denunciados, a pesar de todo, solo llegan a resolverse el 5% (5 de cada 100 denuncias) el resto queda en la impunidad. A esto hay que añadirle que, en países como México y Colombia, denunciar a agresores sexuales que hacen parte de la fuerza pública o tienen poder político conlleva un riesgo muy alto para la vida de la víctima.
La corporación Sisma Mujer, que acompaña a mujeres en Colombia en la restitución de sus derechos, constató en su informe “Obstáculos para el acceso a la justicia de las mujeres víctimas de violencia sexual en Colombia”, publicado en el año 2011, y que recoge el testimonio de las mujeres acompañadas en su proceso de denuncia, que son muchos y muy variados los obstáculos que impiden a las víctimas romper con el círculo de impunidad de la justicia ordinaria: ausencia de medidas para superar las causas que impiden la denuncia de hechos de violencia sexual, revictimización, falta de garantías de seguridad y protección, excesivo tiempo entre la presentación de la solicitud de protección y la protección efectiva, indebida valoración y análisis de las pruebas y persistencia de patrones discriminatorios y estereotipos de género en las autoridades que administran justicia, ausencia de un enfoque que atienda las específicas condiciones de vulnerabilidad de las mujeres: etnia, edad, discapacidad, desplazamiento forzado, retardos injustificados, La exigencia de la declaración de la víctima y su ratificación, obstáculos derivados del sistema penal acusatorio y muchos más.
Aunque en los países del norte global la situación de impunidad no es tan alarmante, la justicia sigue siendo claramente patriarcal, como afirma Rita Segato, y deja a la víctima a merced de un sistema revictimizador que, de entrada, pone en duda su palabra y en el que persisten muchas de las condiciones denunciadas por Sisma Mujer en Colombia. Concretamente en España, a pesar de que 70 de cada 100 denuncias por delitos sexuales han cursado en privaciones de libertad o investigaciones, la respuesta institucional sigue siendo insuficiente: “da igual que pongas una denuncia si luego no se investiga correctamente, si el sistema judicial no te cree o no tienes a quién acompañarte durante el proceso de intervención» explica Bárbara Tardón, doctora en estudios interdisciplinares de género, en un artículo de 2018 de El Confidencial.
El mediático caso de “la manada”, que puso en la palestra judicial y pública a 5 hombres que agredieron sexualmente a una mujer, durante las fiestas de San Fermín, en 2016, puso en evidencia no solo las deficiencias en lo que tiene que ver con la tipificación de los abusos sexuales (solo hasta el segundo juicio se condenó a los acusados por agresión sexual, en lugar de abuso sexual) sino con el sistema de denuncia de este tipo de delitos. La víctima padeció, como la mayoría de víctimas que acuden a la justicia, conductas que resultan agresivas y faltas de consideración hacia una persona que aún está tratando de asimilar lo ocurrido, como es el caso de tener que narrar lo ocurrido, una y otra vez, en diferentes instancias, y con ello revivir su propio sufrimiento. Como afirma el abogado José Miguel Fernández, de la fundación Clara Campoamor: “la empatía y la sensibilización no existen en la justicia ahora. El trato revictimizante es intrínseco a la justicia porque se parte de que hay una presunción de inocencia y hay que romperla y por tanto hay que aportar prueba de cargo y esa prueba de cargo hay que exprimirla y se utiliza a la víctima de violencia de género de agresiones sexuales para hacerlo, porque así está el sistema. Cuando la víctima se encuentra ante esto se queda atónita diciendo: ‘¿Dónde he venido yo?’ ‘¿Qué hago aquí? A la justicia se le olvida que no está ante un testigo ni un acusado, sino ante una víctima”.
A todo lo anterior hay que sumarle el colapso propio de la justicia, que ocurre tanto en el norte como en el sur global y que además de dilatar todas las fases del proceso, alargando con ello el padecimiento de la víctima, pone en peligro el material probatorio. Uno de los casos mas alarmante en este sentido es lo que ha venido sucediendo en Estados Unidos, donde hay unos 400.000 kits de violación (tomados a las víctimas luego de su denuncia y que servirían como prueba en el proceso judicial) que no han sido analizados y que se pudren en locales y edificios públicos, según lo denuncia el documental de HBO “Soy una prueba”.
Así pues, el panorama es desalentador, con lo cual muchas víctimas y sus acompañantes piensan en la denuncia pública como opción menos traumática y más efectiva contra los agresores, pero ¿es eso cierto?
Las denuncias públicas y la protección al agresor
Ante las dificultades para denunciar penalmente a los agresores ya sea por falta de recursos, de acompañamiento, de apoyo psicológico o, incluso, de tener claro que lo que te ha pasado está tipificado como un delito o que dicho delito ya prescribió (como en el caso de querer denunciar un abuso después de muchos años de ocurrido), muchas mujeres y hombre optan por la denuncia del agresor en espacios no judiciales. Estar en entornos aparentemente seguros (la familia, los amigos, el colectivo donde milita políticamente, el trabajo, etc.) hace que la víctima se anime a denunciar al agresor que, por lo general, comparte uno o varios de esos espacios con ella. “Si la justicia es ruin y despiadada es porque quizás es ajena”, piensan las víctimas, pero lo que no se imaginan es que en sus espacios seguros encontrarán más de lo mismo.
Para ilustrar lo que quiero decir, traigo a colación el caso de las dos denuncias por violación (también radicadas en la Fiscalía) en contra de Gabino Hernández Palomino, un renombrado líder afrocolombiano, miembro del PCN (proceso de comunidades negras) y que ha ocupado importantes cargos públicos a nombre de la comunidad afrocolombiana. En 2017, dos jóvenes negras que no se conocían entre ellas, denunciaron haber sido drogadas y luego violadas por este hombre que, claramente, utilizó su cargo y su reconocimiento al interior del movimiento negro para ganarse su confianza. A la par de la denuncia penal, las jóvenes buscaron que sus organizaciones las acuerparan y denunciaran públicamente las actitudes delincuenciales de este hombre, para que ninguna otra joven de la comunidad fuera violada por él, pero con lo que se encontraron es que, con excepción de algunos colectivos negros disidentes, el PCN les dio la espalda. Como lo explica la periodista Catalina Navarro Ruiz en su columna del espectador del 5 de octubre de 2017, titulada “Con Gabino me pasó”: “La organización les dio la espalda con el cuento de que las denuncias están para afectar el capital político de Gabino, pero Marcela y Camila no tienen nada para ganar en dicho capital político, lo único que quieren es contar su historia, porque han escuchado que muchos dentro y fuera de la organización ven esto como una práctica común de Gabino, y dicen que muchas mujeres mayores saben del riesgo que corren las jóvenes pero no han dicho nada, aunque los rumores y los comentarios velados son bastante frecuentes”.
Como este, se cuentan por miles los casos de agresores protegidos por sus círculos familiares, sociales, laborales y políticos, entre otros. En el caso mismo de “la manada” en España, los agresores fueron arropados por sus familias y sus entornos sociales y laborales a pesar de que durante el proceso salió a la luz otra violación múltiple en la que habían participado. En los casos menos mediáticos, donde no hay nadie poniendo el ojo sobre lo que ocurre, a los agresores no solo se les garantiza la impunidad (propiciando con ello que vuelvan a atacar) sino que, además, para “evitarles molestias” las víctimas son “invitadas” a irse de los trabajos, los espacios de activismo e incluso de las familias. En los casos privados donde hay algún seguimiento, las organizaciones y espacios institucionales lo resuelven todo diciendo que tienen “un protocolo” para gestionar las denuncias de acoso y abuso sexual, aunque el famoso protocolo al final no sirva sino para revictimizar al denunciante.
Al contrario de lo que pensamos muchos sobre que todas las agresiones y abusos sexuales deben rechazarse y que la víctima para ser creída no necesita más que su palabra, los comportamientos de “manada” en favor del agresor son mas comunes de lo que creemos, ya sea porque goza de prestigio o reconocimiento al interior del grupo humano, o simplemente porque la visión patriarcal del mundo, que todos tenemos interiorizada, lleva a concluir que las víctimas de agresión sexual “se lo han buscado” y por tanto son ellas las culpables de lo ocurrido.
Si no hay salida, entonces ¿qué hacemos?
Denunciar judicialmente es largo, costoso, traumático, doloroso y revictimizante. Denunciar públicamente, en la mayoría de los casos, es desgastante, supone mucha presión, se corre el riesgo de perder el trabajo, de ser aislado socialmente, de ser rechazado. Entonces ¿Qué deberíamos hacer?
Hay comunidades, como el pueblo gitano o las comunidades indígenas de lo que hoy se llama América, que proponen formas de justicia no punitivas y que algunos círculos anarquistas y decoloniales proponen como alternativa a la justicia de tribunales y cárceles. En teoría, esto implicaría que la justicia sea impartida por la propia comunidad con el objetivo de reivindicar, de la forma mas justa posible, a la víctima y darle la oportunidad al victimario de resarcir su error. Esto ha funcionado muy bien en comunidades que son comunidades, es decir, en donde todos los miembros se rigen por una serie de códigos compartidos que derivan directamente de la experiencia comunitaria y donde los sujetos no funcionan individualmente sino colectivamente. Por supuesto, en nuestras sociedades hiperindividualizadas esto no puede aplicarse tal cual, aunque creamos que hacer parte de un colectivo, una organización o un espacio laboral sea estar “en comunidad”. Una prueba de ello es precisamente los casos de denuncia de abuso y agresión sexual que actúan no como cohesionadores y potenciadores de la protección a las víctimas, sino como atomizadores. No se puede hablar de justicia no punitiva sí, una vez más, al igual que en la justicia punitiva, el victimario sigue siendo protegido (con la excusa de permitirle resarcir su error) y la victima es aislada, acosada, silenciada y maltratada.
Me siento incapaz de responder la pregunta que titula este texto, porque como hemos visto las opciones reales de resarcimiento de las víctimas de abusos sexuales son mínimas, lo que si me atrevo a hacer es señalar que de nada valen mecanismos de denuncia, teléfonos de ayuda, centros de acompañamiento a víctimas, “protocolos” de abuso sexual o mostrarse indignado públicamente ante las agresiones sexuales si detrás de todo ello persiste la idea de que las víctimas de este tipo de abusos son corresponsables de lo que les ha ocurrido y que la violencia sexual, contra hombre y mujeres (y por supuesto personas no binarias) es una chorrada. Ya está bien de que a las víctimas les gritemos a la cara “Yo no te creo”.