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Cuatro días para escapar o morir ahogados

“Yo le decía a mi marido que no quería hacer nada. ¡Desgraciado! ¿Quién te crees qué eres, Uribe o Santos? Y él con los brazos cruzados. Mi hija me estaba ayudando, pero quedó enterrada en el barro. Ella sufre de asma y empezó a ahogarse, dejé todo para salvar a mi hija”, recuerda Yamile.

Desplazados climáticos

Desplazados climáticos en Ponedera, Colombia. Imagen de Jesús Rico

Campo de la Cruz. Atlántico. El 30 de noviembre de 2010 las lluvias no cesaban en la región Caribe colombiana, debido a un prolongado e intenso fenómeno de la Niña. Los niveles del Canal del Dique subieron a nueve metros; una obra de ingeniería hidráulica con fallos desde sus inicios no soportó la carga de las desembocaduras de los ríos, la falta de control del alcantarillado sin tratamiento de los municipios ribereños y el sedimento de los caños y las ciénagas.

Cinco pueblos quedaron bajo el agua. Según cifras oficiales, 102 mil personas tuvieron que migrar a zonas seguras luego de perderlo todo. 

Historia del desastre

Los rumores sobre una posible inundación aumentaron entre los pobladores. El sacerdote de Campo de la Cruz tocó las campanas de la iglesia en señal de alerta. El cielo lúgubre y la lluvia incesante obligó a muchos a abandonar el lugar, otras personas no tuvieron forma de escapar y simplemente debieron quedarse. 

“El suelo parecía de mantequilla que se rompe con un cuchillo caliente, el chorro se fue agrandando y agrandando. Yo dije: aquí no hay maquinaria ni poder humano que pueda detener esta agua”, contó José.

El alcalde huyó. El párroco tomó las riendas del municipio junto con algunos líderes de la comunidad.  Voluntarios llegaron a la zona para intentar tapar la brecha con sacos de arena, pero la fuerza de la naturaleza los superó. Todo empezó a inundarse lentamente, hombres y mujeres armaron trincheras, la lluvia borraba todo su trabajo en segundos.

“Yo estaba acostumbrada al agua, ya había vivido la creciente de El Piñón, pero cuando el agua ya me daba por los pies es cuando le dije a mis hijas: ¡Vámomos! Recogimos algunas cosas y las pusimos en carretillas y nos fuimos a la salida del pueblo.  Allí nos damos cuenta que no tenemos donde ir, nos ponemos a llorar, y nos toca regresarnos y esperar a que amanezca”, recuerda Gladis. 

La corriente del agua formaba remolinos que se podían ver dentro de las casas. Las personas escaparon de la inundación con lo que llevaban puesto. 

“Cuando estábamos allá arriba en el colegio, nos dice la monjita: Hay que evacuar, porque el agua ya está aquí y esto viene muy peligroso.”, recordó una de las víctimas.

Yo regreso a avisarle a algunos de mis vecinos que no estaban enterados de nada, yo no quería dejar a mis gallinas, quería buscar un carro para llevármelas, pero me di cuenta que el agua ya estaba entrando a ese edificio también”, narró María Isabel.  

Algunos rescataron sus cosas y las transportaron en canoas.

“No tenía a dónde ir, tuve que quedarme.  A la medianoche escucho gritos y la sirena de los bomberos.  Era muy tarde, no pude llevarme nada.  Lo que veo son gallinas reventadas, cerdos soplados que pasaban por encima de uno.  Eso era un desastre.  Los marranos estaban verdes a punto de reventar, pasaban por encima de nosotros”, dijo María R.  

Esa noche cortaron la energía.  En la iglesia, se refugiaron. En la oscuridad, sin ver hasta dónde llegaría el agua, no les quedó más remedio que rezar.

“Nos habíamos quedado porque esta no era la primera inundación, pero ya el agua me llegaba por las rodillas y no paraba de subir.  Pero la vida vale más.  En el cementerio los cajones de los muertos se salían, los huesitos boyaban (flotaban) y los metíamos en bolsas para llevarlos después. Dios mío para donde vamos a agarrar nosotros”, recuerda Maira, desplazada por la violencia. 

“Yo le decía a mi marido que no quería hacer nada. ¡Desgraciado! ¿Quién te crees qué eres, Uribe o Santos? Y él con los brazos cruzados. Mi hija me estaba ayudando, pero quedó enterrada en el barro. Ella sufre de asma y empezó a ahogarse, dejé todo para salvar a mi hija”, recuerda Yamile.

La mayoría de ancianos subieron al techo de sus casas y se negaron a huir, estaban aferrados a ese lugar. Los gatos fueron los primeros en salir, unos perros se subieron a los techos de las casas y otros se agarraron a viejos neumáticos para salvarse. La policía operó con unas cuantas lanchas para evacuar a las familias. De la zona rural no se pudo rescatar nada. Campo de la Cruz parecía un pueblo fantasma sumergido.

“En la noche esto parecía una cosa de brujas, aquí los perros aullaban encima de los techos, y nadie soportaba esto después de seis de la tarde; esta soledad.  El pueblo se convirtió en un río grande.  Por milagro, no hubo víctimas fatales, pero sí fue la muerte para el pueblo”, contaba William.  

Estos testimonios hacen parte de la investigación desarrollada por la socióloga Clara de la Hoz, para su tesis doctoral sobre Migraciones por Desastres Naturales de la Universidad de Versailles Saint-Quentin-en-Yvelines.

En su trabajo de campo, Clara considera la migración de los habitantes de Campo de la Cruz luego del rompimiento del Canal del Dique como un evento en el que el principal responsable es el Gobierno por la ausencia de políticas de gestión de riesgo. Un hecho dramático similar al del desplazamiento por la violencia, porque a pesar de estar asociado a un desastre por el cambio climático, implicó un desarraigo forzoso. Una nueva relación con el territorio sin un apoyo psicosocial ni económico.

Toda una vida desapareció en media hora.

En julio de 2021 las imágenes de pueblos de Alemania y Bélgica bajo el agua inundaron Internet. Más de 165 personas perdieron la vida. Las fotografías de la destrucción de Schuld parecían las de una película del fin del mundo. Estos pueblos no vivían en el subdesarrollo como los del sur del Atlántico colombiano que parecen estar anclados en el Siglo XIX.

En Sinzig, Alemania, el caudal del rio alcanzó dos metros y la furia del agua los tomó por sorpresa; los automóviles fueron sacudidos como juguetes. En una residencia de ancianos no fue posible salvarle la vida a 12 de sus 35 residentes que dormían esa fatídica noche. Y entre sollozos uno de los vecinos de un hospital psiquiátrico contó cómo escuchó impávido el alarido de todas esas personas sin poder hacer nada.  Hasta que bajó el nivel del agua no pudieron hacer nada. Ninguna de esas vidas se pudo salvar. Sin electricidad, todas las redes de comunicación colapsaron y los equipos de apoyo fueron insuficientes frente al indomable espíritu de la naturaleza.

Operativos con helicópteros y tanques de guerra fueron desplegados en una guerra tardía contra el cambio climático, al igual que en el subdesarrollo los políticos actuaron de forma mediocre al no proteger a sus ciudadanos de este fenómeno extremo que había sido advertido en alertas meteorológicas tempranas.

Los sobrevivientes buscaron refugios en las iglesias, los consejos parroquiales activaron sus redes.  Todo el país se unió para ayudar a las comarcas afectadas. 

Los ancianos no tenían registro de un desastre de esta magnitud desde la Segunda Guerra Mundial.  Ante la dificultad de moverse, por el implacable paso del tiempo, no tuvieron otra alternativa que quedarse en sus casas al lado de todas sus pertenencias destruidas después de flotar varios días en los sótanos de las casas.  

La electricidad tardó una semana en restablecerse. Después de un mes el sistema de agua potable fue reconectado y el Gobierno anunció que se invertirán más de veinte mil millones de euros en la reconstrucción de toda la zona afectada por las inundaciones.

Pobreza y cambio climático

La socióloga Clara de La Hoz explica que los pueblos del Sur del Atlántico vivieron un duelo social. Cuando se acabó la efervescencia humanitaria nuevamente llegó la escasez de alimentos.  Aparecieron conflictos por la dificultad de hacer un nuevo orden social en un entorno de hacinamiento, violencia y abusos en los albergues y cambuches improvisados. Como si no fuera suficiente perderlo todo, estas personas tuvieron que cargar con el lenguaje institucional que los estigmatizaba con la etiqueta de “damnificados”.  

La necesidad constante de ayudas humanitarias los condenaba a verse como víctimas en una constante situación de supervivencia.  El Estado, así, borraba con ayuda del lenguaje su responsabilidad en el cuidado de cada afectado por la inundación.

En su análisis la socióloga explica cómo este desplazamiento climático redefinió las relaciones sociales de dominación. La intervención gubernamental se enfocó en lo material y desconoció los proyectos de vida individuales.  Se creyó que daba igual que las personas recibieran apoyo en un lugar distinto al que pensaban era suyo -fueron trasladados a otros pueblos donde fueron víctimas de discriminación y los cambuches improvisados no les garantizaban las mínimas condiciones de vida digna a la que todo ser humano tiene derecho-.  Estuvieron sometidos al Estado y sus lentas acciones durante años. 

Las inundaciones recientes en Alemania nos demuestran lo vulnerables que podemos ser al depender solo de la tecnología para atender los crecientes fenómenos extremos que nos sacuden por sorpresa. Sin electricidad el sistema de alerta no funcionó. En el Sur del Atlántico, por el contrario, se desplegó el ingenio primitivo. Al vivir en condiciones de escasez, colgando de un hilo para no caer en la línea de la extrema pobreza, el instinto de conservación salió a flote.

Si bien en el caso colombiano la inundación se desarrolló de una forma más lenta en las primeras horas, los habitantes de estas zonas -ligados a la ruralidad- entienden los fenómenos naturales, predicen el comportamiento de lo que les rodea porque su ambiente no ha sido del todo domesticado.

El apocalipsis se queda corto

Nuestra arrogancia es tan desmedida como para tener la esperanza de que seremos capaces de revertir todo el daño que le hemos hecho a nuestro planeta.  Y la comunidad científica, algunas veces al servicio de grandes intereses económicos como el de la defensa de la industria del azúcar en Estados Unidos, explora la idea de enfriar la Tierra con sombrillas de azufre, partículas de polvo como las del Sahara, crear nubes y modificar los mares para capturar el CO2.

El establishment internacional está dispuesto a experimentar con el planeta. Dentro de sus cálculos políticos conciben frenar las emisiones de CO2 de manera controlada a fin de no incomodar el modo de vida de los poderosos. Les importa un bledo que la lluvia ácida, como en una película postapocalíptica, caiga sobre la humanidad. Los dueños del dinero seguirán produciendo petróleo en gran escala. Los menos favorecidos, los que no tienen como protegerse, son y seguirán siendo las víctimas de las inundaciones y las llamas.

Periodista.

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