“Cualquiera que tocare a la mujer que padece la comodidad ordinaria del mes, quedará inmundo hasta la tarde”. (Levítico, 15:20)
El número de este artículo no podría caer mejor. Es mi publicación número quince, el quinceañero, el hacerme “señorita”, la presentación oficial en sociedad en este mundo de las palabras compartidas virtuales, que me hace sentir que hay alguien allí afuera, en ese vacío digital, que me lee y espera cada quince días las ocurrencias que emanan de esta cabeza. Que como ahora, vuelve, divaga e, intencionalmente, elucubra sobre la vida y la muerte, los ciclos condensados en este cuerpo, en este vientre, en estos órganos que me hacen estar aquí, hoy, escribiendo para mí, para ustedes.
Comencemos…
Día ocho de mi ciclo menstrual, mi cuerpo siente, vibra y respira diferente. Más energía, menos cansancio. A lo lejos escucho una exposición de tercero de primaria sobre el sistema endocrino y pienso en mis hormonas, en el flujo de vitalidad gracias a los estrógenos en aumento, calma, felicidad, optimismo. Me sorprende la forma en la que mi biología puede influir en el cómo me siento, en mi relación con otros, conmigo misma. La gata está en celo, quizás preñada, me pregunto si ella experimenta su ciclo igual que yo.
Vienen a mi mente las palabras de Gioconda, como “gata boca arriba”, maullando, ronroneando, pasándote la cola por los ojos, revoloteando en esta cama mientras escribo e intento concatenar palabras en orden lógico para intentar llegar al punto crucial del costo, el valor, la cantidad de dinero contante y sonante que debemos gastar para no sangrarnos ante la mirada que juzga de todos.
A lo largo y ancho caminan por las calles y trochas de este vasto planeta niñas, adolescentes y mujeres adultas que se encuentran entrando, en la cúspide o saliendo de su etapa fértil, en la plenitud de su sexualidad, y que, con miedo, tranquilidad, asco, sorpresa, dolor, desidia, rencor, amor, confrontan el hecho de ser menstruantes. De una u otra forma, todas nos vemos reflejadas en las historias de otras, por eso recuerdo claramente la primera vez que me acerqué a un círculo de mujeres en el que se compartió la experiencia de nuestro primer sangrado. Yo escuché en silencio, lloré, reí y vibré con cada relato, sobretodo porque quería hacer mía alguna de las historias.
No puedo acordarme claramente del momento preciso en el que me “hice mujer”, sin embargo, por obra y gracia del capitalismo, puedo rememorar las múltiples visitas de las chicas de Nosotras a mi colegio, favorablemente para el mercado, una escuela solo de “señoritas”. Público cautivo, personas con úteros, que sí o sí requeríamos de sus productos, por lo menos, cuatro días al mes, durante los próximos cuarenta años, aproximadamente, de nuestras vidas. Si a ello le sumamos que, según cifras del Banco Mundial, al menos unos 300 millones de personas con úteros son menstruantes en la actualidad, los números que obtendremos, no solo del uso de productos para la gestión de la menstruación, sino el costo de los mismos, son exorbitantes.
Sin embargo, el asunto va mucho más allá del costo específico de toallas, tampones, protectores, copas, pastillas, compresas calientes, y demás implementos que podamos utilizar los días en que sangramos, estamos hablando de situaciones relacionadas con la educación, la infraestructura en términos de saneamiento básico, de la alimentación, de salud sexual y reproductiva, de pobreza, en términos generales, de desigualdad.
Por ejemplo, si buscamos datos relacionados con la educación, es posible aseverar que en el departamento de Bolívar una de cada tres niñas falta al colegio debido a la menstruación; que en América Latina el 43% de las estudiantes prefiere no ir al colegio durante “sus días”; y entre quienes asisten, situaciones cotidianas como pasar al tablero, jugar en el recreo, o hacer uso de los sanitarios en privado, se vuelven proezas so pena de la burla, el escarnio público, haciendo que lo que debería ser un espacio de creación, diversión y aprendizaje, se convierta en uno incómodo e inseguro, en una especie de medioevo contemporáneo.
Cuando hablo de educación, no solo me refiero al hecho mismo de asistir a la escuela, sino también a las oportunidades y posibilidades que tenemos de informarnos, conocer, aprender y explorar nuestro propio cuerpo, su funcionamiento, de relacionarnos con la maravillosa montaña rusa que supone encontrarnos en nuestras ropas con “el color rojo que una vez al mes acaba tiñendo nuestras prendas y destiñendo nuestro ánimo” (Rupi Kaur) y que va mucho más allá de la ausencia de un embarazo.
Aprender sobre nuestro ciclo implica vincular a la sociedad en este tema, para tener la capacidad como colectivo de sacar cuentas, y comprender que menstruar es un factor que contribuye a ensanchar las brechas de desigualdad social y económica, en la medida en que la forma en la que cada persona vivencia su menstruación puede estar estrechamente ligada con el goce pleno de sus derechos.
Surge la siguiente pregunta ¿cuánto cuesta menstruar?
En promedio, a lo largo de la vida se pueden gastar en la compra de tampones $1.714 dólares encontrando inmediatamente una barrera para que cinco de cada diez niñas de poblaciones vulnerables en Colombia, según datos de Fundación PLAN, no tengan acceso a productos para gestionar su sangrado. Esto no es una barrera, es una inmensa muralla que trae consigo un nuevo concepto de pobreza: la menstrual. Entendida como “la falta de acceso a productos sanitarios, educación sobre salud menstrual, e infraestructura para gestión de los desechos”.
Qué largo camino hemos de recorrer para poder hablar de la menstruación en espacios seguros, romper estigmas, y que todas tengamos el derecho a una gestión de la menstruación que parta del hecho de que reconocer nuestra ciclicidad no sea un caso fortuito, ni una rareza con la que, como yo, nos encontramos en nuestra etapa adulta, sino una experiencia que parta de la exploración básica de nuestro funcionamiento biológico, lejos de los tabúes, el secretismo, del tener que esconder con otros colores y olores nuestra condición de ser féminas, sino el poder abordarnos en individual y colectivo con las implicaciones culturales, sociales y por supuesto, económicas que implica el tener un útero.