El 20 de diciembre de 1952 la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la Convención sobre los Derechos Políticos de la Mujer. Se convino, entre otros derechos, que las mujeres votarían y podrían ser elegidas y establecidas por las legislaciones nacionales en igualdad de condiciones con los hombres, sin discriminación alguna.
Once días después de este acontecimiento internacional nació Jorge Epieyú. El 10 de abril de 1975, cuando cumplió veintitrés años, se adelantó a los avances legales y renunció a su género masculino vistiéndose como las mujeres de su etnia, soltándose el largo cabello azabache que trataba de disimular en una discreta cola de caballo; y luciendo aretes, collares y pulseras, nació Georgina. Hasta hoy, la primera mujer trans wayuu en el territorio.
Un día Georgina se coló entre cientos de mujeres wayuu que hacían fila para tramitar el documento de identidad. Era una de esas extenuantes jornadas que se acostumbran en la península de La Guajira, Colombia, en tiempos electorales. Para el trámite de su segunda cédula de ciudadanía se presentó como Georgina Epieyú, la hija de Aira Epieyú. Jamás reclamó su documento de identidad porque ignoraba cómo debía hacerlo, pero se olvidó desde entonces y de una vez por todas de Jorge, su nombre de pila. Del Jorge al que le gustaban los hombres. Hombres que lo tocaban a escondidas, donde nadie los viera, a riesgo de ser expulsados del territorio wayuu.
Lo que ocurría entre Georgina y los hombres con los que se relacionaba me recuerda algunos pasajes de Secreto de la montaña, el filme estadounidense dirigido por Ang Lee e inspirado en Brokeback Mountain, el relato escrito por Annie Proulx. La película se estrenó el 9 de diciembre de 2005, treinta años después de que Georgina se reconociera como mujer. Por mi cabeza pasaban muchos pasajes de la película mientras escuchaba el relato de resistencia y resiliencia de Georgina. Mi paisana wayuu iba muchos pasos adelante sin saberlo.
La ternura de Georgina me lleva a la ternura que expone Lukas Avendaño en la adaptación libre del manifiesto de Pedro Lemebel Hablo por mi diferencia:
“…Porque ser pobre, indio, negro y maricón es peor.
Hay que ser ácido para soportarlo;
es sacarles la vuelta a los machitos de la esquina,
es un padre que te evita
porque al hijo se le dobla la patita, se le va la puerca al monte, se le hace agua la canoa, se le voltea el calcetín,
es tener una madre de manos tajeadas por el cloro, envejecidas de limpieza
acunándote de enfermo
por malas costumbres
por malas compañía
por castigo divino
o para acabarla de chingar por mala suerte…”
Tuve noticias de Georgina en enero de 2020 por el antropólogo colombo-estadounidense Jonathan Luna y el documentalista David Hernández Palmar. En mi pequeña vecindad gozo de cierta popularidad por resolver el laberíntico trámite de las cédulas de ciudadanía para miembros del pueblo wayuu, pero no dejaba de ser un reto asumir la representación de Georgina. Aunque el trámite ya era legal desde la expedición del Decreto 1227 de 2015, era la primera vez que una mujer trans del pueblo wayuu le solicitaba el cambio de sexo al Estado colombiano, desde el territorio. Lo que nunca logramos imaginar es que Georgina Epieyú ya se había cambiado legalmente de sexo por cuenta propia el 10 de abril de 1975, es decir, cuarenta años antes que la ley lo permitiera. No estaba entonces frente a un cambio de género y nombre, sino ante el trámite más sencillo que tiene la Registraduría: la renovación de la cédula de ciudadanía.
La renovación de la cédula de Georgina me revelaba que estaba frente al primer acto registral reivindicatorio de las minorías sexuales del que se tuviera noticia en La Guajira, en Colombia, y hasta hoy del mundo. Sin embargo, ya Gustaf Bolinder en su libro Indios a caballo, escrito tras su visita a La Guajira en 1920, había reseñado un hecho similar: «Un día, cuando estaba hablando con Mauana, señaló a una pareja que pasaba y dijo de manera emotiva: “¿Podrías tomarles una foto con tu aparato?”. Yo los fotografié, lo que me pareció muy normal. La mujer se había pintado los pómulos y la nariz. Mauana me dijo en voz baja que la mujer no lo era; se trataba de dos hombres que vivían juntos. Más tarde me encontré con indios que hacían trabajos de mujeres y llevaban vestidos femeninos. Esto no se consideraba apropiado, pero se trataba con indulgencia.”. Toda una novedad en un país de doble moral como el nuestro donde “salir del clóset” cuesta y pesa más que un matrimonio de parapeto.
Por fortuna Georgina escapa a todos esos señalamientos, estigmas y marginamientos. En casi siete décadas de existencia ha sido ella quien se ha representado y sostenido, y no será ahora que sucumba ante las burlas de los incapaces con cédula. Georgina es inmune a comentarios como “anda y entonces irá al ginecólogo”, proferidos por parte de mujeres que prefieren paliativos caseros antes que abrirle las piernas al especialista. Cuando se requiere ser bien hembra para esos menesteres no lo son. “Ahora la venden por unos chivos” es otro de los comentarios que le lanzan a Georgina en relación a la tradición wayuu de la dote en el matrimonio. Pero Georgina es perfectamente ubicable en la rebeldía de una mujer Irama (venado en lengua wayuu), que se casan cuando les da la gana, no cuando otros quieren. No necesitó nunca de los chivos que por ley wayuu le pertenecían al estar destinado a ser pastor de rebaños en la estepa guajira. Prefirió dejar sus chivos en el corral familiar para irse más lejos de donde los llevó a pastar por última vez.
De Georgina hablaré siempre y me propuse convertirla en “tendencia”, hacer de su caso una prueba que va más allá del testimonio y la memoria, porque está legalmente documentado y cientos de veces reseñado. Hablaremos de Georgina hasta que el respeto a la libre personalidad de los demás se nos vuelva una costumbre.
Nathalia Durand, la artista plástica colombo-venezolana, habla sobre el caso de Georgina: