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Vestir a los lobos de ovejas

La imagen que la clase política tradicional y algunos medios de comunicación del país han proyectado de Gustavo Petro es aterradora: la del monstruo cuyas acciones llevará a la sociedad a su apocalipsis y, de paso, a su extinción.

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Propaganda. Imagen de Tayeb MEZAHDIA en Pixabay

De Gustavo Petro, el político, se ha construido una imagen negativa por una sola razón: en su juventud fue guerrillero del M-19. Esto parece ser suficiente para definirlo, para excomulgarlo, para crucificarlo, para ponerlo contra la pared y fusilarlo. Los contenidos lexicales no pueden interpretarse en términos de buenos o malos, pues son el resultado de una construcción social. Guerrillero (o guerrillera) se ha perpetuado en el inconsciente colectivo como una expresión negativa, aunque su significado está relacionado con “los movimientos de liberación” que surgieron en América Latina y África como consecuencia de las grandes desigualdades imperantes en sociedades tan abiertamente excluyentes como la colombiana. La concepción peyorativa del término, amplificado por los grandes medios de comunicación y una clase política tradicional que ha hecho hasta la guerra para mantener intactos sus privilegios, es de alguien que “va en contra de la libertad del pueblo”, cuando, en realidad, su etimología hace referencia a esos criollos que lucharon por liberar a las “nuevas tierras” del colonialismo español. Visto de esta manera, el guerrillero es, en su acepción denotativa, alguien que lucha por la libertad de los suyos y busca darles a los ciudadanos una mejor calidad de vida.

Lo anterior, lleva necesariamente implícito el rompimiento de las normas, la inversión de las estructuras hegemónica. Esto lo comprendió, en su dimensión más estricta, un amplio abanico de personajes históricos que van desde Simón Bolívar, pasando por Nelson Mandela y Pepe Mujica (llamados en sus respectivos momentos “facinerosos”) hasta llegar a un exguerrillero como Gustavo Petro. La paradoja del término radica en que mientras su contenido lexical originario define a un libertario que busca equilibrar la balanza entre el centro y la periferia, entre aquellos que lo tienen todo y los que no tienen nada, el control del lenguaje ejercido desde el poder de las elites ha creado un contenido semántico diametralmente opuesto con el que se ha desfigurado la acepción etimológica primaria. 

Los medios de comunicación, y en particular los noticieros televisivos, han sido claves en la construcción de esas imágenes negativas. No olvidemos que estas, las cuales se crean desde el poder, no son para nada accidentales. Según José María Perceval, profesor de comunicación de la Universidad de Barcelona, “las imágenes negativas van unidas normalmente a la explotación, la necesidad de la exclusión o la eliminación del contrario”. Con esto, por supuesto, se busca deslegitimar las acciones del otro; es decir, su discurso, sus ideas, su identidad, su utopía. Es en este punto donde empieza la construcción de otra imagen mucho más aterradora: la del monstruo cuyas acciones llevará a la sociedad a su apocalipsis y, de paso, a su extinción.

Esto lo hemos visto repetidamente en Colombia: las grandes empresas de medios, amparadas por el derecho a la libertad de información, han convertido a pequeños rebaños de ovejas en enormes manadas de lobos, y a estos en simple rebaños de corderos. En este sentido, la degradación de la imagen debe ser proporcional al daño que se busca ocasionar. “La imagen debe ser acorde a la explotación”, nos recuerda Perceval, “y será más fuerte cuanto más necesaria sea la explotación”. 

Lo anterior, es la representación gráfica de cómo la clase política tradicional del país, en asocio con los grandes empresarios, periodistas y directivos de medios, han convertido a enormes grupos de ciudadanos que protestan en subversivos; a los empobrecidos campesinos que le reclaman al gobierno vías para sacar al mercado sus productos, en auxiliadores de la guerrilla; a los estudiantes que conforman la llamada “primera línea” durante los paros nacionales, en terroristas. 

El caso de Gustavo Petro es quizá el más representativo de una larga lista de ejemplos, pues su figura es quizá la más visible y poderosa de la izquierda colombiana. No solo han intentado arrebatarle sus derechos políticos, como lo hizo en su momento un afamado procurador quemador de libros, hoy embajador de Colombia ante la OEA. No solo han intentado involucrarlo con dineros del narcotráfico y señarlo de recibir fajos de billetes por debajo de la mesa. No solo han buscado hacerlo ver como un corrupto más, sino que también lo han presentado como socio de narcos. Lo han tildado de asesino, cuando en realidad nunca disparó un tiro en su pasado subversivo, como lo aseguró el exguerrillero Everth Bustamante García, hoy miembro activo del partido de ultraderecha Centro Democrático. No solo ha recibido múltiples amenazas de muerte, motivadas tanto por sus denuncias contra la corruptísima clase política nacional como por ser un político de izquierda. Las mafias que durante años administraron la basura de Bogotá le hicieron la “jugadita” durante su administración cuando les suspendió los contratos de recolección y dejaron a la capital de la República durante tres días sumida entre los desperdicios y los malos olores. Para el entonces procurador Alejandro Ordoñez, ese hecho fue suficiente motivo para suspenderlo del cargo y dejar que la contraloría distrital lo multara con una cifra superior a los 130 mil millones de pesos. Ese mismo año, no obstante, el portal The Huffington Post, con sede en la ciudad de Nueva York, y que desde el 2005 evalúa la gestión de los alcaldes de las grandes ciudades del planeta, lo ubicó en el sexto lugar de los mejores burgomaestres de 2014.

Ha sido profesor en la Universidad de Cartagena y en la Tecnológica de Bolívar. Ha escrito artículos de opinión para la revista Semana, El Espectador , Víacuarenta y Publimetro

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