Hace unos años, Manuel Vicente Duque, siendo alcalde de Cartagena de Indias, lanzó una sentencia, hoy convertida en un lugar común entre los que subestiman los saberes humanísticos: la filosofía no sirve para un carajo. Lo dijo así, como si estuviera exponiendo la idea para la preparación de una receta de cocina. En realidad, lo novedoso de aquella afirmación fue que lo dijo él como burgomaestre de la ciudad más visitada de Colombia. Ningunear el poder del arte y la reflexión para transformar a las sociedades ha sido el caballito de batalla del poder político. Lo vivió la España de Franco, que asesinó a Lorca; el Chile de Pinochet, que le cortó las manos y la lengua a Víctor Jara; la Argentina de las dictaduras militares, que expulsó de su territorio a Soriano, a Cortázar y silenció a Sábato; el Uruguay de Stroessner, que sacó a Roa Bastos una noche de su cama para llevarlo a un calabozo. Hasta Fidel Castro, que buscaba liberal a Cuba del “imperialismo yanqui”, cayó en esas viejas y tozudas prácticas del anacronismo moderno: silenciar a los críticos del régimen.
La gran mayoría de estos pensadores fueron vetados en sus respectivos países durante el largo periodo en el que la democracia perdió sus alas y sus libros sacados de circulación. En Colombia, durante el nefasto gobierno de Julio César Turbay Ayala (1978-1982), un escritor de la talla universal de Gabriel García Márquez se vio en la imperiosa necesidad de abandonar el país cuando, según sus propias palabras, era buscado por un general del Ejército Nacional para ser interrogado por su cercanía y supuesta ayuda económica a la guerrilla del M-19.
Nada de lo anterior es nuevo: ni las afirmaciones del exalcalde de Cartagena ni las acciones del clásico “terrorismo de Estado” llevadas a cabo por Turbay Ayala. Hace unos meses, el abogado y periodista Daniel Mendoza Leal buscó asilo en Francia después de que las reiteradas amenazas contra su vida lo confinaran a las cuatro paredes de su apartamento en Bogotá. Como las acciones legales interpuestas ante la justicia que buscaban acabar con la serie Matarife no funcionaron, se recurrió a la vieja estrategia de las intimidaciones: carros de vidrios polarizados estacionados las 24 horas del día frente a su residencia, llamadas telefónicas anónimas, mensajes amenazantes a su correo electrónico y seguimientos sistemáticos de automóviles por la ciudad cuando tenía que recurrir a los juzgados o la Fiscalía.
Ni el arte, ni el periodismo serio, ni la literatura se han llevado bien con el poder. La refracción de la vida, el cuestionamiento de los hechos y la sugerencia de mundos posibles son en sí mismas las bases que apuntalan toda búsqueda. Ninguna palabra es inocente porque lleva la marca de su portador. Y, por lo tanto, toda enunciación va impregnada de los colores, los olores, los sabores y la experiencia de quien la insufla de contenido. Si se parte de este principio básico, se puede concluir que no hay arte inocente, ni literatura inocente, ni, por supuesto, periodismo que no cuestiones las acciones del poder. Otra cosa, muy diferente, son los periodistas y medios al servicio del alcalde de turno, del gobernador de turno, del presidente de turno. Y en este eventual caso, ya no estaríamos hablando de periodismo en su significado denotativo, ni del derecho a informar y ser informado, sino de un hecho mucho más mercantil y antiético como es poner la información al servicio de un poderoso. En todo caso, no estaríamos haciendo referencia al “oficio más hermoso del mundo”, como lo definió Albert Camus, sino a ese conjunto de acciones llamadas por los publicistas “relaciones públicas”.
De manera que hablar de arte neutro, de literatura neutra o del periodismo imparcial solo podría calificarse como un acto de ignorancia. Incluso, para Hayden White, filósofo e historiador estadounidense, la llamada literatura realista no podía ser otra cosa que una falacia. La razón: los hechos que se narraban pasaban necesariamente por los ojos del escritor, quien ponía a disposición de estos su experiencia, sus lecturas, sus ideologías y la manera de mirar el mundo. Es decir, no era la analogía de la cámara haciendo un paneo sobre los hechos, donde el periodista permanece invisible. No. Era la del cernidor que decidía qué entraba y qué se quedaba por fuera.