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Colombia: la paz lucha contra el olvido

Desde la firma del acuerdo se han producido 285 asesinatos de firmantes, la mayoría de ellos en el Gobierno del presidente Duque. Los logros en reincorporación son más el resultado de la persistencia de los firmantes y la solidaridad de la comunidad internacional que de los precarios y desfigurados esfuerzos del Gobierno. 

Buenaventura en pie de lucha.

La población negra de Buenaventura, Colombia, en pie de lucha. Imagen de Darwin Torres.

Hace cinco años, el 26 de septiembre de 2016, en la Plaza de Armas de Cartagena, Colombia, un mundo de invitados, todos vestidos de blanco, se aprestaban a asistir en medio de la alegría y el calor caribeño a la firma de un acuerdo de paz que ponía fin a más de sesenta años de guerra. Aunque los protagonistas centrales eran el Gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC-EP, allí se convocó la comunidad internacional que acompañó solidaria y juiciosamente el proceso de conversaciones, la academia, los sectores políticos democráticos y en general los representantes de la sociedad civil que se la jugaron toda para contribuir a que ese proceso de paz no fuera una nueva frustración para el país. 

Había motivos suficientes para la alegría. El país miraba de soslayo un futuro cargado de expectativas e incertidumbres, de sueños y de dudas, de posibilidades de construir una sociedad más igualitaria y justa, incluyente y diversa, sobre la base de la atención a lo que se había denominado los problemas estructurales de la nación y que quedaban plasmados en el acuerdo como un paquete de reformas democráticas. No era nada del otro mundo, se trataba de llevar desarrollo y oportunidades a las zonas rurales y campesinas, ampliar y profundizar la democracia, garantizar los derechos de las víctimas y seguir una ruta para enfrentar el desarrollo de un modelo de economía criminal construida alrededor del narcotráfico. Todo a cambio de poner fin a la tragedia de la guerra que le había heredado a la historia del país una memoria con 9.5 millones de víctimas, 17 tipos de victimización y una polarización social que aún el país no ha superado por la carga de odio que se depositó en el actor armado y que se puso a circular en los imaginarios sociales de una manera maniquea, irresponsable y perversa.

Un revés premeditado

El plebiscito refrendatorio del acuerdo, llevado a cabo el 2 de octubre del mismo año, resultó un fuerte y desafortunado golpe, no solo al acuerdo, sino al sueño colectivo de la paz, que en las calles con cantos y marchas los jóvenes y en general la sociedad había apoyado y celebrado. Nadie podía pensar que una sociedad golpeada por la violencia pudiera oponerse a un acuerdo de paz, que desarmaba a los insurgentes e iniciaba un proceso de trasformaciones institucionales democráticas y de reformas sociales, económica y políticas básicas. Nadie podía creer que una sociedad golpeada por la guerra pudiera votar, alienada y engañada por la estrategia comunicativa de una élite emergente narco-paramilitar y mafiosa, contra el acuerdo, contra la paz y por la guerra. 

Los resultados del plebiscito dejaron al país sumido en la más profunda tristeza e incertidumbre.  Se sentía en la atmósfera y en los diálogos de la gente una situación de angustia y desesperanza. Todo el camino transitado de diálogo y acuerdo cargado de muchos e importantes aprendizajes y enseñanzas, no solo para el país, sino para el mundo, parecía derrumbarse ante los ojos de incredulidad de la comunidad internacional. Pienso que el otorgamiento del premio Nobel de paz al presidente Juan Manuel Santos, en medio de esas circunstancias, constituyó un muy importante apoyo solidario de la comunidad internacional a la salvaguarda del proceso y del acuerdo. Pronto comenzaron a fluir las propuestas precarizadas en legitimidad, que buscaban en la legalidad y la institucionalidad una ruta para superar semejante impase, ruta que debió seguirse desde el comienzo y que hubiese evitado tanta desesperanza y tanto dolor. En aquel momento el artículo 22 de la Constitución Política de Colombia que señala como mandato constitucional que “la paz es un derecho de obligatorio cumplimiento”parecía estar vacío de todo contenido social y político en manos de quienes celebraban una victoria plebiscitaria que en la práctica constituía una gran derrota nacional. 

Un acuerdo construido sobre desacuerdos

El acuerdo de La Habana resultante de tantos años de diálogo y consulta, comenzó un proceso de manipulación y ajustes para dar cabida a las propuestas inmunizantes de los ganadores del plebiscito dirigidas a impedir todo tipo de reforma democrática de alcance social. Se produce allí una especie de renegociación con quienes se habían opuesto a las conversaciones y al acuerdo, con un discurso guerrerista cargado de mentiras y odio. Nunca aceptaron nada de lo pactado, ni de lo reformado y han estado hasta la fecha en la tarea diaria de desmontar en acuerdo, con el discurso de paz con legalidad, donde en la práctica la legalidad la equiparan a seguridad, cuando no a guerra. 

Si la firma del acuerdo de La Habana en Cartagena de Indias fue una fiesta, la firma del acuerdo modificado en el Teatro Colón, en noviembre del 2016, resultó un acto lúgubre y triste. Ese proceso desafortunado del plebiscito había iniciado el camino de hacer trizas el acuerdo, pero, sobre todo, había dejado el país polarizado de tal manera que, en las elecciones del 2018, salió victoriosa la política del odio contra la política de paz y reconciliación.

Los logros que permanecen 

La mayor cantidad de logros del proceso de paz se alcanzaron en el periodo de noviembre de 2016 a agosto del 2018. Allí a través del fast track, ese mecanismo legislativo especial con el cual el Congreso de la República debía aprobar las leyes fundamentales para implementar los acuerdos a los que llegaron Gobierno y Farc para terminar el conflicto armado, se sentaron las bases que posibilitaron la creación del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, con sus tres instituciones esenciales: la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), la Comisión de la Verdad y la Comisión de Búsqueda de Personas Desaparecidas. Se trazó el camino de indultos y amnistías que debía conducir a la dejación de armas y a liberar a los prisioneros de las cárceles con la certeza de que pasarían, conjuntamente con guerrilleros, milicianos y clandestinos por la JEP. Se avaló la participación de seis voceros del movimiento político en el Congreso de la República como Voces de paz y se aprobó la creación de las Farc como partido y la entrega, por dos periodos legislativos (2018-2022 y 2022-2026), de cinco curules en el Senado y cinco en la Cámara. Ese proceso legislativo extraordinario blindó el acuerdo como parte del ordenamiento constitucional para evitar que en la siguiente década se hiciera trizas, como se ha tratado de hacer en el Gobierno actual del presidente Iván Duque Márquez.

Un logro especial en el camino de ampliación y profundización de la democracia que resultó de ese proceso, y que no ha sido valorado en su justa dimensión, fue el Estatuto de Oposición que llenó de garantías a las fuerzas minoritarias; entre otros importantes logros legislativos cruzados por el espíritu del acuerdo. Tampoco tuvo curso una reforma política amplia que contemplara, además, la reorganización del sistema de partidos y el sistema electoral colombiano y se retrasó, durante tres años, las recién aprobadas curules para la paz que deben ocupar las víctimas del conflicto armado.

El discurso del engaño y la simulación 

Así que el proceso de implementación del acuerdo tuvo importantes logros durante los dos primeros años, pero en los tres siguientes el Gobierno autoritario del partido del Centro Democrático, con su líder político el expresidente Álvaro Uribe Vélez, y la presidencia desafortunada del “aprendiz”, se dedicó a desfigurar el acuerdo, a atacar las instituciones fundadas sobre el mismo, a recortar los recursos de la implementación y,  sobre todo,  a reactivar los proceso de guerra y violencia criminal contra la población civil afectando especialmente a líderes y lideresas sociales, defensores de derechos humanos, ambientalistas, reclamantes de tierra, indígenas, comunidades afrodescendientes y campesinas.  Desde la firma del acuerdo se han producido 285 asesinatos de firmantes, la mayoría de ellos en el Gobierno del presidente Duque. Los logros en reincorporación son más el resultado de la persistencia de los firmantes y la solidaridad de la comunidad internacional que de los precarios y desfigurados esfuerzos del Gobierno. 

El Gobierno del presidente Duque ha hecho todo lo posible para desmontar el acuerdo de paz   a través de una política de simulación de implementación montada en un discurso maniqueo que quiere hacer aparecer los objetivos y metas de su plan de gobierno como si fueran logros del acuerdo. Nada más lejano de la realidad que eso. Los tres años que le han correspondido de implementación han sido de estancamiento y desmonte de los blindajes constitucionales con que se protegió el acuerdo, el que sobrevive gracias a los mismos y a la mirada sorprendida, pero solidaria, de la comunidad internacional que contribuyó en el proceso.  De ahí que no deja de sorprender las afirmaciones del presidente Duque ante la ONU con su discurso sobre los acuerdos de paz de Colombia, afirmando que “El frágil acuerdo de paz firmado en el 2016 con el grupo terrorista FARC tienen procesos significativos que permiten ver solidez en el proceso de reincorporación que esta entrando en la legalidad…” afirmación que coloca de manifiesto toda la desfachatez de su gobierno con el acuerdo de paz frente a una comunidad internacional conocedora del proceso y  sus limitados avances en materia de implementación. 

A cinco años de la firma del acuerdo de paz en Colombia, en medio de grandes limitaciones y retos por emprender, el acuerdo subsiste contra todos los ataques, en la conciencia de importantes sectores de la ciudadanía, de los movimientos sociales y políticos, de la sociedad civil en general, que persisten en la necesidad de su implementación juiciosa de manera que resuelva con reformas democráticas problemas estructurales de la nación generando bienestar, democracia, paz y seguridad para todos.   

Profesor de la Universidad Nacional de Colombia, adscrito a la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, es miembro del grupo de Investigacion en Seguridad y Defensa y del Centro de Pensamiento y Seguimiento a Proceso de Paz. Especialista en Conflicto Armado.

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