Dejar que el mercado nos cuide es como resignarnos a que de los problemas globales se encarguen billonarios que hacen caridad aquí y allí. Estamos a merced de los ciegos vaivenes del primero y los humores de los segundos.
Al viajar por distintos países, como algunos hemos podido hacer, resulta fascinante ver las diferencias con las que se reacciona ante el COVID: creencias, actitudes, negacionismo, miedo… Estas reacciones van siempre conjugadas con lo que haga y exude el gobierno de turno. En España no hay que olvidarse de agradecer(nos) el habernos librado del Partido Popular a tiempo.
Estuve a mediados de julio en Viena, y en ese momento me sorprendió (mi punto de referencia es Cataluña) lo que allá era normalidad: para sentarse en un restaurante, café, etcétera, había que mostrar lo que en Austria se llama el «pase de las 3-G» que traducidas serían: vacunado, curado o con un test reciente. Bueno, no siempre lo pedían, la verdad sea dicha.
El tema es que el pase se impuso allí sin eternos debates o masivas manifestaciones por ese tema en concreto, aparentemente sin que la gente se sintiera constreñida por el Gobierno. Claro que sí hubo la inevitable crítica proveniente del partido de extrema derecha, FPÖ, invocando ese retorcimiento conceptual que llaman «libertad». ¿Cómo es posible esta interesante conformidad austriaca, que contrasta fuertemente con la reacción en tantos países de la UE, entre ellos España?
No se trata aquí de que los austriacos tengan estas o aquellas características. Más bien miremos el otro lado de la ecuación: el fundamento estatal desde el cual reaccionan. Pues resulta que, en Austria, país que todavía cuenta con un fuerte aparato de bienestar social construido en la era socialdemócrata, los tests son gratis, sean PCR, de antígenos o los rápidos. Si usted llega a un café sin su pase va a la farmacia de al lado, se hace el test gratis, y vuelve. Nadie queda por fuera.
¿Obligación de vacunarse? Pues no. Más bien se estaba temiendo que la gratuidad de los tests estuviera disuadiendo a la gente de vacunarse. ¿Asalto al derecho a la intimidad? Aparentemente muchos no lo sienten así en un país muy celoso de la esfera y datos personales. ¿Trato discriminatorio a los que todavía no tienen acceso a la vacuna? Pues tampoco. Más bien, equidad para hacerse los tests.
Se trata entonces de cuestionar e ir más allá del constatar que algo «es así»: no es, per se, injusto exigir los tests o la vacuna cuando no todo el mundo ha tenido la oportunidad de vacunarse. Más bien, se podría mirar qué tan asequibles son las pruebas de COVID. Ya sabemos que, en sitios como España o Colombia, pueden resultar bastante caras.
Si Austria conserva un fundamento socialdemócrata, Colombia es un país que se ha rendido ante el modelo global neoliberal, convertido en norma absoluta. Se van a cumplir tres décadas desde que este país convirtió la salud pública en un sistema lucrativo, desmembrándola en unidades privadas, tras la Ley 100 de 1993. Se dejó así acéfala a la salud de los colombianos.
Es interesante que el mismo ministro de entonces tuvo que aceptar el gran error de la ley al «olvidarse» de la salud pública, necesaria para ocuparse de temas como el de la vacunación. Ya se han tenido que pasar varias enmiendas a la ley original. Resulta que la teoría neoliberal argumenta que el mercado cuida la salud del individuo de forma eficiente (tema a discutir), pero nunca prevé cuidar a la sociedad como una totalidad que es más que sus partes. Esto es, no reconoce que la sanidad pública tiene sus propias dinámicas y necesidades. Un punto ciego del dogma neoliberal. Uno de muchos.
Este episodio es valioso para darnos cuenta de la manera en que, como sociedades, nos dejamos llevar por dogmas que han sido convertidos en verdades. La del neoliberalismo demoniza casi todo rol del Estado (no todos, pues los presupuestos de defensa se mantienen en salud), y convenientemente no ve que es ese mismo Estado el que tiene que introducir todo el marco estructural para que el «libre mercado» vaya en la dirección que dicta la teoría. Lejos de «dejar fluir» al mercado sin el «constreñimiento» del Estado, se formulan e introducen políticas a veces a la fuerza, como queda muy bien ilustrado en el caso pionero de Chile después del golpe de Pinochet.
En Colombia podríamos también ir más allá de la pregunta si la culpa de la última ola de COVID la tuvieron las manifestaciones o no, como mucho se repite. Mas bien podríamos mirar las precondiciones que encontró la pandemia: el papel que desempeña la pobreza, la debilidad del músculo estatal en salud pública, pero también en infraestructuras para enfrentar esta crisis, y todas las que puedan venir, en esta era del cambio climático. Desde este punto de vista podemos entender que la penuria masiva expresada (entre tantos otros agravios) en las manifestaciones, también es consecuencia de la falta de herramientas públicas para enfrentar la pandemia. Las manifestaciones son un síntoma (vaya obviedad), más que una causa.
Curiosamente en Colombia el modelo de salud privatizada si había puesto especial énfasis en la capacidad de las UCI, pues a esto se le podía extraer buena ganancia. Se dieron unos números de promedios que sorprenden, de cuasi equidad con Europa, pero engañosos pues olvidaron la complejidad para medir y definir la capacidad de las UCI o el gravísimo y completo abandono de algunas regiones. No molestará esto demasiado en un país que generalmente es ciego a esas mismas regiones y sus gentes.
En todo caso dejar que el mercado nos cuide es como resignarnos a que de los problemas globales se encarguen billonarios que hacen caridad aquí y allí. Estamos a merced de los ciegos vaivenes del primero y los humores de los segundos. Sería mucho más seguro y democrático recoger impuestos de los billonarios (entre otros modos de lidiar con la desigualdad consolidada) y asignar los recursos según interés público.
Con la pandemia (no solo en Colombia), se ha vuelto más clara la necesidad de un estado de bienestar. Ojalá no olvidemos estas enseñanzas.