Cada quien se merece lo que tiene, reza un popular adagio. Particularmente, no comparto esa sentencia porque siempre he creído que hay gente buena, “sin nadita que comer”, que debería recibir toda la bondad del mundo, toda la alegría, toda la felicidad y la riqueza que dormita en algún rincón del universo. Alguien decía que Colombia es un país rico, tan rico que en doscientos años de desfalcos, atracos y saqueos continuos no han podido empobrecerlo. Tampoco creo en esa afirmación, ni en la mercantilista frase, convertida en caballito de batalla por los ministros de Hacienda y analistas del tema, de que “la economía va bien pero el país mal”. Ese tropo, esa figura retórica solo deja ver la concentración exacerbada de las riquezas en pocas manos, el desprecio por la vida y la indolencia ante la muerte. El “me importa un carajo” se ha convertido en una parte esencial del ADN de los colombianos. Si es cierto que un gran número de altos funcionarios que administran el Estado roban, los de abajo, como en la recordada parábola bíblica del rico y el mendigo, están a la espera de las migajas.
Si los obligados a dar ejemplo no lo hacen, ¿qué puede esperarse entonces de aquellos que no son personas influyentes en la vida nacional colombiana? Hace tres días, a raíz del escándalo mundial suscitado por la desclasificación de 12 millones de documentos bajo el nombre dePandora Papers, donde más de “330 políticos de 90 países utilizan estas sociedades extraterritoriales para ocultar su riqueza, evadir impuestos y, en algunos casos, lavar dinero” (BBC News Mundo, 5/10/2021), el presidente de la República de Colombia declaró ante las cámaras de los noticieros “que no es un delito tener cuentas bancarias en el exterior”. Sobre esta afirmación, por supuesto, no hay nada que discutir, pero una cosa es tenerla en un paraíso fiscal, donde el común denominador es la utilización de compañías offshore (entiéndase como sociedades registradas en un territorio nacional en donde no realizan actividad económica alguna) y otra muy distinta es abrirlas en una nación en donde se tienen vínculos comerciales.
La tramoya es clara y la intención también. Y pocas dudas quedan de que estos “paraísos” son la punta de lanza que ocultan, en gran medida, las enormes fortunas provenientes del narcotráfico y de los negocios oscuros. Que Andrés Pastrana y César Gaviria hagan parte de esa lista “negra” no debería sorprender a nadie. Pastrana aún no les ha explicado a los colombianos su estrecha amistad con el violador de jovencitas Jeffrey Epstein y su “comercializadora internacional Lolita Express”, investigada desde el 2020 por la Fiscalía General de las Islas Vírgenes (ese otro paraíso de empresas de papel) donde el violador iba con regularidad, acompañado de celebridades de la farándula internacional. Dudo de que Pastrana tenga el coraje de darles a sus compatriotas las razones del por qué esconde una fortuna “legalmente adquirida” en un paraíso fiscal. Y aunque es un experto en darse “tiros en el pie”, como aseguró el expresidente Santos, en esta oportunidad va a evitar, a toda costa, volarse la cabeza.
De César Gaviria no solo habría que decir que ha sido, al lado de Pastrana, uno de los peores presidentes de la historia política nacional, y que llegó al máximo cargo de taquito, sino también por ser el abanderado en Colombia del neoliberalismo, un movimiento que si bien es cierto nació al finalizar de la Segunda Guerra Mundial, su reactivación planetaria la inició el Reino Unido con la ultraconservadora Margaret Thatcher. En 1993, siendo presidente Gaviria Trujillo, y siguiendo los lineamientos de los países del Primer Mundo, se llevó a cabo una trascendental reforma a la salud. Esta, cuyo ponente fue un oscuro senador que alcanzó luego la Casa de Nariño en dos oportunidades, torciéndole con tramoyas el cuello a la Constitución, dio origen a la polémica Ley 100, que no solo privatizó hospitales y clínicas, sino que tercerizó el contrato de los médicos con las recién creadas EPS.
No es, pues, coincidencia que estos dos expresidentes -Gaviria y Pastrana- estén hoy unidos, umbilicalmente a Uribe Vélez, a pesar de las fuertes críticas que en su momento esgrimieron contra este, primero por las relaciones que se atribuyen, mil veces publicitadas, con las mafias del narcotráfico y el paramilitarismo. Pastrana no se ahorró palabras en sus declaraciones a los medios de comunicación, nacionales y extranjeros, para denunciar la relación de Uribe con los grupos armados ilegales de ultraderecha que sembraron de cadáveres el territorio nacional. Gaviria no lo bajó de corrupto y asesino. Pero, por esas cosas del dinamismo político (intereses y prebendas para familiares y cercanos) se unieron para evitar que el “castrochavismo” se tomé al país y “nos volvamos Venezuela”.
Que los nombres de Pastrana y Gaviria aparezcan hoy en una extensa lista de posibles sospechosos de crear empresas fantasmas para evadir impuesto y realizar negocios poco claros, nos habla, en primera instancia, de su ética. Lo otro, es que les va a quedar difícil, en adelante, enseñar con el ejemplo.